Presentamos el primer capítulo de Una vida en presente (2018), primera novela de Paula Puebla, editada por 17 grises.

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Blanco satinado. Con los ojos a no más de diez centímetros de la pared, blanco satinado era todo lo que podía ver. Había algunos dedos marcados, huellas grises en conjuntos dispersos, como racimos desorientados. En otras partes noté un granulado minúsculo. “No está bien lijado”, pensé. La textura parecía piel de gallina, la misma que cubre a una persona cuando es testigo de algún evento emocionante o revelador. Pero la pared, sabía, no era ni siquiera una pared. Era apenas una separación de durlock: perfiles, fijaciones, tornillos autorroscantes, placa de un lado, placa del otro y en el medio vacío. Sentí la decepción en todos los rincones de la piel. Las sábanas eran de algodón y poliéster estampadas con alelíes en tonos beige. Parecían sucias y viejas. Podía sentir las pelotitas de fibra contra la humedad de mis manos, o tal vez lo que sentía era rechazo. Todo el rebote, el de mi odio en peso muerto y su entusiasmo, iba a parar a las rodillas, que estaban ahí, hundidas en el colchón como las de un peregrino sobre el pavimento, pero sin promesa y sin nada de fe. “¿Sabría el durlero que algún día alguien iba a detectar ese rincón imperfecto?”, pensé. “¿Cuánto costará hoy una placa de yeso? ¿Y un juego de sábanas nuevas?”, pensé. Dividir los espacios en las viviendas cada vez más chicas de la Capital era un desafío, pero también una buena decisión. Tener la ropa fuera del cuarto, también. Mi mente se disgregaba en los asuntos más inesperados pero el vaivén se hacía cada vez más intenso. Hice un esfuerzo por no perder el equilibrio; no quería sabotear la cercanía del final. “Cuanto antes termine, mejor”, pensé. Entonces hice mi aporte usual y vociferé algunas frases hechas con la voz impostada. “Me gusta”, le dije. “Así”, le indiqué. “Más fuerte”, le pedí. Si hay algo que puedo decir de mí es que no me importa mentir, menos si eso me acerca a estar en un taxi de regreso a casa, menos si eso me aleja de un lugar donde ya no quiero estar. Me cuidé en el frenesí de no golpearme la cabeza contra la pared, para no escuchar el ruido hueco que pondría en evidencia su fragilidad. Escuché su grito de hombre casi infantil, epifánico, y luego la quietud. Conozco su ritual. Me dio un beso en la espalda, se desplomó con los brazos en cruz hacia un costado y suspiró. Suspiró y gimió, y se retorció unos segundos como una babosa cuando la cubren con sal. “¿No es hermoso cómo todo empieza de nuevo?”, le dije. Pero él no está calibrado para la ironía. Levanté el manojo de ropa del piso y me fui del cuarto antes de que llegara a contestarme.

Me encerré en el baño y me senté a hacer pis en el bidet. Cuando terminé, abrí una de las canillas plateadas y dejé que el agua subiera para refrescarme unos segundos. Mientras tanto, contemplé la grilla que formaban las venecitas azul medio y pensé en la cantidad de pastina que se habrá necesitado para completar las juntas. Noté que siempre hay muchas botellas de shampoo y crema de enjuague al costado de la ducha, todos para aplacar los efectos penosos de la caspa. Detecté también zonas del baño húmedas y ennegrecidas. Se notaba que nadie limpiaba en profundidad, que nadie se detenía a sacar los hongos con lavandina y cepillo. Se notaba que no era su verdadera casa, que Rubinztein no vivía ahí. Intensifiqué el chorro de agua apenas tibia pero cuando sentí que empezaba a disfrutarlo un poco lo corté. Me paré frente al espejo y me lavé la cara para sacarme la sensación de pegote de alrededor de la boca. Cuando volví a mirarme me di cuenta de que tenía el rímel corrido y me concentré en el surco del entrecejo que tengo grabado, que no se va ni aunque sonría. Me pasé la toalla de mano por debajo de los ojos para arrastrar las aureolas de pintura y al hacerlo me raspé. Me miré el pecho y percibí que las tetas siguen redondas pero cada vez menos cerca la una de la otra. Mi abdomen sigue chato y mi vientre invicto, pero soy testigo diario del comienzo de mi propia decadencia. Encontré un aerosol de agua termal de marca francesa. Agité el tubo blanco con letras grises y me rocié la cara y el escote. Sentí el cosquilleo frío y por mi nariz trepó una fragancia de sal. “Me voy a comprar uno de estos”, pensé. Me puse la bombacha de encaje rosa viejo con bordes borravino y el vestido de seda azul naval. Me calcé los tacos de gamuza que combinaban perfecto sin ser exactamente del mismo tono de azul.

Cuando me asomé al cuarto él ya estaba dormido. La luz del mediodía pasaba violenta a través de las cortinas empolvadas de hollín. Pude sentir en el aire el olor a semen rancio y a sudor. Pensé en abrir un poco la ventana, pero me arrepentí. Agarré mi cartera negra de cuero de oveja con mucho sigilo y salí. Evito a toda costa despedirme de él. Odio cuando quiere saludarme como si me importara, como si la formalidad de escuchar lo linda que soy convirtiera mi indiferencia en algún sentimiento relativo al amor. A Gabriel Rubinztein me toca verlo todos los martes durante algunas horas. Es abogado y judío circunciso. Tiene dinero. Debe tener cuarenta y cinco años y está en pareja hace bastante con Karina, que también es abogada pero tiene diez años menos que él. Están casados y aún no tienen hijos; la familia está comenzando a preguntar por qué. Lo conocí hace unos años a través de un embajador. En ese entonces podía verle algún encanto. Tenía esos gestos simpáticos que hacen a los hombres feos pasar por aceptables, y con un poco más de voluntad, incluso deseables. Pero con el tiempo Gabriel logró darme asco. No sólo porque su físico se deterioró, sino porque me quiere. A pesar de todo, me esfuerzo en poner mis sensaciones de lado y respetar nuestro trato. Gracias a él soy propietaria de un departamento antiguo y amplio sobre Avenida de Mayo. Además, cada primero del mes, sin excepciones ni retrasos, me deposita lo acordado. //∆z