Este año se estrenó la tercera temporada de la serie creada por David Lynch. Hay un antes y un después de la irrupción de Twin Peaks en la pantalla chica. Aquí un análisis sobre la obra y su legado.

Por Hernán Ojeda

Es difícil explicar cómo es que ciertas formas artísticas mantienen su vigencia e inclusive su interés en producirse y reproducirse en los tiempos que corren. La clave de la persistencia del arte como expresión en un mundo cada vez más efimerista está en su capacidad de reinvención: si hay algo característico de este mundo post-posmoderno es la exigencia inesquivable del manejo de la resiliencia, adaptación, o -como dirían los sectores más neoliberales- el manejo creativo y emprendedor de las limitaciones. Así como se ajustan y reforman los formatos de circulación de las obras (del papel al e-Ink, del cine y la televisión a Netflix, del disco físico a Spotify), también suelen ajustarse los temas, tramas, estéticas y complejidades conceptuales a los intereses y requerimientos coyunturales. Simplificando: el arte sabe que una vez envuelto en la vorágine, debe lidiar con el caos; allí es donde se deconstruye y resignifica.

Cuando Twin Peaks irrumpió en la televisión en 1990, el medio se sostenía a base de ficciones amoldadas al consumo masivo, ATP, de las que quedaba poco por masticar. El libre albedrío autoral y la estética del concepto y el barroquismo estéticos quedaban relegados a la órbita del cine y la etiqueta marginal del arte de culto, por fuera del alcance del gran público, y David Lynch asumió su figura de canciller de la audacia fílmica en las embajadas fagocitantes del fast thinking massmediático. Por supuesto que este desembarco fue complejo y resistido: el ímpetu poético puesto en el uso de los colores, las pausas, los silencios, los planos y las constelaciones semánticas de imágenes y vaivenes en la diégesis hacían que la serie se condicione a sí misma al obligar al público a correrse del estándar. De algún modo, Twin Peaks era una serie en busca de su audiencia, y en apariencia no estaba muy dispuesta a dar demasiadas concesiones para lograrlo; sin embargo, el tiempo le dio la razón, y desde el momento en que Lynch bajó a la pantalla chica esta dejó de ser la misma.

a.TP. – d.TP.: antes de Twin Peaks – después de Twin Peaks

La línea temporal de la historia de las series televisivas aparece indiscutiblemente cincelada al medio para marcar un quiebre, signado por la serie de Lynch. El tratamiento de una historia extensa y aletargada, dividida en capítulos de alrededor de una hora de duración correlativos y no autoconclusivos, el desarrollo de personajes complejos y de tramas que requerían de una templanza inferencial poco entrenada por la audiencia de la época se convirtieron, con el paso del tiempo, en los componentes de un manual de estilo casi sagrado para las series de televisión. Lynch no dejó de ser Lynch en ningún momento, y se encargó de reventar los cánones estructurales del formato serie, del género policial, del genero fantástico, del humor y del surrealismo, todo al mismo tiempo y con un grado de eficiencia que resultaba envidiable. En Twin Peaks hay un crimen, un investigador y todos los elementos constitutivos propios del policial de enigma, pero cuando se pule un poco el bronce del género nos encontramos con la contracara que hace a la dualidad lyncheana.

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El signo lyncheano: dimensiones y personalidades

Años atrás, Lynch había lanzado Blue velvet (1986), un film cuya complejidad narrativa radicaba en una dialéctica conflictiva entre la superficie y el trasfondo, entre los que se asume como cierto por tenerlo enfrente y lo que subyace y complejiza las relaciones, las hace oscuras y enigmáticas. En cierto modo, hacía énfasis entre las realidades paralelas y la dinámica de las relaciones humanas, y la forma en que se alterna lo real y lo aparente. En Twin Peaks se retoma esta idea de la dualidad pero reformulada en la idea de las realidades alternativas: la trama se desarrolla -y se complejiza- por medio de un vaivén narrativo que alterna situaciones entre una realidad que se supone concreta -la del agente Dale Cooper (Kyle McLachlan) investigando la muerte de la joven Laura Palmer (Sheryl Lee) en el tensamente calmo pueblo de Twin Peaks- y un escenario alternativo que en un primer momento aparece radicado en los sueños de Cooper, pero que va cobrando relevancia de manera gradual hasta erigirse como un mundo paralelo en donde se habla en reversa y las leyes de causa y efecto poco se asemejan a las del nuestro.

En cuanto a la construcción de los personajes, la dualidad se mantiene: la joven Laura, móvil fundacional de todo el conflicto, cae en desgracia víctima de una lucha interna entre lo que no sabemos si es un doppelgänger, un alter ego o una especie de disociación que deforma a la estudiante inocente y la convierte en una personificación del reviente. La serie, en sus primeras temporadas, funciona alrededor de esta cara/contracara de la víctima y complejiza aún más la genealogía del crimen, que ya era bastante enredada a partir de los conflictos amorosos, las traiciones y todos estos conflictos más cercanos a una soap-opera que se constituyen como la cara superflua del iceberg lyncheano; lo mismo sucedía con el personaje de Leeland Palmer (Ray Wise). Esto se mantiene en la S03, estrenada este año, ya asumida sobre la figura de Cooper tal y como se veía venir sobre el cierre de la S02.

UNITED STATES - DECEMBER 12:  TWIN PEAKS - Gallery - Season One - 12/12/89, Homecoming queen Laura Palmer is found dead, washed up on a riverbank wrapped in plastic sheeting. FBI Special Agent Dale Cooper (Kyle MacLaughlin) is called in to investigate the gruesome murder in the small Northwestern town of Twin Peaks. Sherilyn Fenn stars as Audrey Horne, the teenage daughter of a wealthy businessman. ,  (Photo by ABC Photo Archives/ABC via Getty Images)

El regreso: (nice dream)

La nueva temporada de Twin Peaks retoma desde tres bases, dos narrativas y una estilística: por un lado, retoma la serie desde donde la dejó, cumpliendo con aquella promesa del “Te volveré a ver dentro de 25 años”, cuya escena es retomada a modo de prólogo (del mismo modo, cobra valor de presagio el “Cuando me vuelvan a ver, ya no seré yo” que reza el enano en aquella sala de espera, ese limbo onírico en el que Cooper recibía señales, desdoblando su persona y revalidando, también, aquel grito de “¡Doppelgänger!” que hoy, a la distancia, logramos entender); en segundo lugar, adopta la visceralidad propia del film Fire walk with me, recrudeciendo el formato y dejando de lado el clima policial, suave y humorístico que hacía a la esencia de la S01, y potenciando aquellas vetas surrealistas algo disfuncionales de la S02; por último, y como elemento condensador, nos encontramos con un director con vía libre para trabajar a su antojo, por lo que esta S03 es un Lynch en estado puro, una obra de madurez de un autor que hace lo que tiene ganas en el medio que tiene ganas. El producto de todo esto es un thriller psicológico dadaísta de 18 episodios, con un fluir narrativo que por momentos prescinde del diálogo y la linealidad para boyar entre lo onírico y lo concreto, entre las reflexiones y las secuencias laterales. El tratamiento sórdido de las escenas no da concesiones y se expresa en todo su esplendor desde los primeros capítulos. Por otro lado, la explotación del paralelismo onírico nos recuerda un poco a Las ruinas circulares, aquella maravilla borgeana que edificó el cénit narrativo para el tropo recurrente del “…y todo fue un sueño”. Es absolutamente incomprobable el punto de contacto entre Lynch y Borges, pero me guio por la lógica opinológica de los tiempos que corren y sentencio: no tengo pruebas, pero tampoco dudas.

La profundización del modelo lynchiano lleva la navegación psíquica/psicológica y la interdimensionalidad de los sueños al extremo, refundando la trama para construir escenas tan lánguidas como lúgubres, así como digresiones psicotrópicas que desafían la paciencia del público actual. Así como Lynch puso a prueba al paradigma televisivo y al televidente prototípico hace 26 años obteniendo como resultado un nuevo consumidor a la vez que configuraba un nuevo modelo de consumo, hoy se enfrenta a los hijos de esa empresa para volver a sacarlos de su zona de confort. Tal vez el buen David no sea más que un provocador, un niño que ama jugar con la lógica hasta absorberlo por completo y disfrutar al ver los rostros atónitos de los entusiastas que intentan buscarle el sentido a todo lo que encuentran. El autor sabe que los formatos tal y como los conocíamos están mutando, que el arte todo el tiempo está mutando, y que todo eso -como sostuve al principio- se reinventa; sin embargo, no se angustia, y también resignifica su obra mimada. Esta tercera (¿última?) temporada de Twin Peaks es un trip intenso y conceptual que se logra congraciarse tras la espera y, de alguna manera, sigue el crescendo lógico de universos, biplanismos, inconsistencias y sentidos estéticos que venía desarrollándose en las dos temporadas y el largometraje. En esta temporada, Lynch toma control completo del mando, y se nota: es coherente en su incoherencia, es fiel a sí mismo y a sus principios narrativos. No se iba a conformar con rellenar una plataforma de streaming con guiños nostálgicos y escenas épicas con sus figuritas estelares -de hecho, muchos personajes como el enano, Donna o Catherine no estarán, así como el actor original que interpretó al sheriff Truman-, sino que la refundaría para dar otro golpe de gracia en los esquemas televisivos; y para que este oda a Laura, este sinfín de caos y tragedias que desencadenó y destrozaron la monotonía de ese pueblo que le da nombre a la obra, no haga más que intensificarse y buscar una nueva página en la historia de la series, de la narrativa y del arte.//∆z