En el contexto de su sorpresivo fallecimiento ocurrido esta semana, un réquiem que recorre su multifacética carrera. Una guía para quienes todavía no le hayan dado una chance a la obra del rubio de la voz perezosa.

Por Matías Roveta

“Estoy aprendiendo a volar, alrededor de las nubes. Pero todo lo que sube, tiene que bajar”, canta Tom Petty, sobre la base del rasguido de su acústica y los arpegios cristalinos del guitarrista Mike Campbell. “Learning to Fly” es un himno sobre pelear por los sueños y sobreponerse a los palos de la vida, incluido en Into the Great Wide Open (1991), uno de sus mejores discos. Ese maravilloso vuelo, que duró más de cuatro décadas y lo consolidó como uno de los mejores compositores del rock norteamericano de todos los tiempos, tuvo el descenso más doloroso e inesperado: a los 66 años y víctima de un infarto del que no se pudo recuperar, Petty murió el domingo pasado en un hospital de Santa Monica, Los Ángeles.

En silencio y con su plenitud artística intacta, este no es el final anunciado luego de batallar contra algún tipo de enfermedad avasallante y dolorosa (como le ocurrió a George Harrison, uno de sus grandes amigos que falleció a causa de un cáncer de garganta en 2001). Apenas una semana antes Petty había tocado en el Hollywood Bowl de Los Ángeles junto a los Heartbreakers, la banda que lideró desde 1976, y las crónicas del concierto hablan de un show demoledor.

Recorramos su actividad reciente. El fenomenal Mojo fue editado en 2010 y se alzó como una obra maestra del rock de raíz sureña tocado en vivo adentro de un estudio de grabación por tipos curtidos. Luego los Heartbreakers mantuvieron la vara alta con Hypnotic Eye (2014), otro disco fundamental, atravesado por un par de riffs garageros y cierto tinte moderno. Hoy esas dos obras cierran la discografía de Petty de la mejor manera posible, pero la calidad misma de la música contenida allí hace que sea inevitable sentir la sensación dolorosa de que quedaba aún mucho hilo en el carretel. No fue posible, otro ícono que el rock clásico pierde y deja a un millón de fans desamparados. Por suerte, hay toda una obra para seguir descubriendo y allí habrá que ir a buscar consuelo, a despedir a un artista que dejó un legado a la altura de los grandes.

Petty nació en Gainesville (Florida) en 1950 y llevó esa marca sureña durante toda su vida, ese cúmulo de influencias que incluye a Elvis, Muddy Waters, Carl Perkins o Jerry Lee Lewis, entre muchos otros, y que de algún modo él quiso homenajear en el disco Southern Accents (1985). La suya es la típica historia del chico con sueños rockeros que superó un par de traumas complejos (un padre violento, una madre que murió joven) y se hizo de un futuro metiéndose hasta el fondo en la industria de la música. “Cambié ira por ambición”, explica Petty en el documental Runnin’ Down a Dream (2007) sobre cómo sacó de todo eso el impulso necesario para poder trascender. Venía de una familia de trabajadores de clase media baja y Petty rompió con ese cerco de origen cuando viajó hacia Los Ángeles a mediados de los ’70 en busca de un contrato de grabación. Ya se había dejado embelesar por las películas western (porque, según contó, todos los cowboys llevaban una guitarra), Elvis y los Beatles; además, había armado Mudscrutch, una banda con un sonido rockero trabajado. El demo que había compuesto con ayuda de un amigo que le prestó un estudio móvil de dos canales le valió cinco ofertas de grabación en Hollywood. Todo un ejemplo de cómo Petty surgió de la nada y tuvo siempre en claro adónde quería llegar.

“Cuando escuché ‘American Girl’, me pregunté ‘¿Cuándo compuse esto?’”, cuenta entre risas Roger McGuinn, en ese mismo documental, sobre el clásico de Tom Petty and The Heartbreakers incluido en el homónimo disco debut de la banda editado en 1976. Esa cita del cerebro detrás de los Byrds bien puede servir para entender con claridad la importancia de Petty en la historia del rock: alguien que logró formar parte de ese grupo selecto de grandes compositores del rock norteamericano, un linaje que incluye, entre otros, a Bob Dylan, el propio McGuinn y a Bruce Springsteen. Petty ayudó a ensanchar el trazo de esa línea dorada y la reivindicó con su música. En sus discos hay elementos de los tres: el oficio de compositor, el rock de raíz folk y la voz típicamente nasal que remite a Dylan; las melodías suaves y la característica sonoridad envolvente de los acordes de su guitarra Rickenbacker citan claramente a los Byrds; y de Springsteen está presente en Petty el origen humilde y la voracidad para hacerse desde abajo, luchar por conciliar los sueños con la realidad y, una vez en la cima, no perder de vista los orígenes (muchos críticos señalaron a ambos como padres fundadores del heartland rock justamente por esto).

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En 1979 los Heartbreakers editaron su tercer disco y obra definitiva, Damn the Torpedoes. Un disco filoso, crudo y plagado de grandes canciones, entre las que todavía hoy “Refugee” resuena como uno de sus mejores clásicos, atravesado por ese golpe duro del tacho de la batería, el órgano furioso del tecladista Benmont Tench y los punteos penetrantes de Campbell. El éxito y la trascendencia del grupo quedó sellado para siempre, pero es curioso cómo –mucho antes de ser una banda clave en su país- los Heartbreakers ya habían triunfado en Inglaterra de la mano de sus dos primeros álbumes. Es posible entender esto si se piensa en los Heartbreakers como parte de la new wave que desplazó al rock progresivo y a las bandas de arreglos complejos y pasajes instumentales extensos. “Nuestro lema era ‘vamos derecho al estribillo’”, analiza Mike Campbell en Runnin’ Down a Dream. Surgieron como contemporáneos a los Ramones, los Clash, Talking Heads, Sex Pistols o Patti Smith, y compartían con esas bandas el gusto por devolverle al rock su furia salvaje y simple. Pero no lo hacían desde el lado del punk, sino desde el rock and roll y el blues ya que antes que en Iggy Pop, Tom Petty estaba pensando en Bob Dylan.

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También ocurrieron cosas brillantes por fuera de los Heartbreakers. En 1987  Petty escuchó Cloud Nine, el disco de George Harrison; tanto le gustó el sonido y la mezcla de ese álbum, que prestó atención a la ficha técnica y descubrió que el productor había sido Jeff Lynne. Así quedó sembrada la semilla para un trabajo conjunto, que se materializó cuando Harrison quiso armar un supergrupo, los Traveling Wilburys. Al proyecto se sumaron otros dos pesos pesados: Dylan (a quien los Heartbreakers venían de secundar en una gira mundial que quedó registrada para la posteridad en el maravilloso bootleg Hard to Handle) y Roy Orbison, la leyenda de la canción romántica a quien todos admiraban. Grabaron una obra maestra absoluta que se editó bajo el nombre de Traveling Wilburys Vol I. (1988), un disco que se construye a partir del éxito del hit “Handle with Care”, pero que está lleno de grandes canciones como resultado del aporte grupal de semejantes protagonistas. Como un continuo ejercicio de tiro libres que van todos al ángulo de principio a fin, ese disco regaló los últimos ratos de magia de Orbison, que moriría ese mismo año. Como resultado de esa experiencia, Petty convocó a Lynne para su debut solista, Full Moon Fever (1989). Son demasiados los puntos altos, desde el folk rock byrdeano “Free Fallin” hasta la suavidad nocturna de “A Face in the Crowd” o el hard rock de riffs cruzados “Runnin’ Down a Dream”. Más tarde, Petty repitiría la aventura con Lynne en el mencionado Into the Great Wide Open (1991) con más de la misma magia, pero esta vez con el aporte del poder de fuego de los Heartbreakers.

Los años siguieron cosechando éxito para Petty. Entre los mejores momentos, se destacan el Greatest Hits (editado en 1993 como sólido muestrario de un repertorio imbatible y trajo como novedad, entre otras canciones, ese temazo que es “Mary Jane’s Last Dance”), Wildflowers (1994), Highway Companion (2006) y la gran dupla final con los citados Mojo/ Hypnotic Eye. El vuelo llegó a su fin con una abrupta noticia que conmocionó al mundo del rock (se puede chequear en las últimas horas la enorme cantidad de artistas que despidieron a Petty, desde Wilco hasta Bob Dylan, que dijo “nunca lo olvidaré”) y ahora quedan sus discos como respuesta a tanto dolor. Quedó, además, pendiente para siempre la posibilidad de una visita a Argentina de los Heartbreakers, eso que tantos melómanos esperaron pacientemente durante años. Ya no podrá ser. “No hay razones para llorar”, diría él, como reza el estribillo de esa hermosa balada de Mojo. Se le podría contestar: “Parece que los viejos buenos tiempos ya no volverán”. Buen viaje, Tom.