La banda británica se presentó nuevamente en Buenos Aires y nutrió al Teatro Vorterix de guitarras salvajes, potencia rockera y experiencia. Más vivos que nunca.

Por Pablo Díaz Marenghi
Fotos de Candela Gallo

Si uno bucea en las bateas del denominado rock gótico se trasladará al instante a los años ochenta. Dentro de la época de las calzas fluo, los lentes de plástico y la música disco surgieron bandas y grupos disconformes con los criterios sociales establecidos y los ritmos imperantes en el rock. El postpunk, la new wave y las bandas británicas como The Cure o Siouxsie and the Banshees son los exponentes más citados por la crítica para ejemplificar este tipo de género. Sin embargo, si  se profundiza el buceo y se desciende hasta lo más hondo de la oscuridad gótica ochentosa aparecerá The Sisters of Mercy -banda comandada por Wayne Hussey y Craig Adams-  emblema de la oleada gótica postpunk ochentosa que influenció a tantas bandas posteriores.  Hussey y Adams formaron The Mission en 1986 al abandonar The Sisters y decidieron profundizar esta veta: cargar de oscuridad, misterio y riqueza instrumental sus canciones; conservando una esencia rockera. Hoy, 31 años después, con idas y venidas, separaciones,reconciliaciones y un flamante  disco -The brightest Light (2013)- se presentaron en Buenos Aires luego de dos años de ausencia para brindar a un público fervoroso, cultual, apasionado, un show de casi dos horas en donde sobró el rock y la furia oscura revitalizada.

El comienzo con los sonidos oníricos -casi de space rock– de la intro de “Black Cat Bone” inició el rito. Hussey, de prolijo saco y camisa, convocaba con sus acordes de guitarra y su canto denso, encriptado, opaco, a que el público se agolpe y se subyugue en la frecuencia Mission. No valía la pena encuadrar lo que estaba sonando dentro de un género. Eso era rock, estaba claro, y el público se conectaba con ese sonido que retumbaba en las paredes del Teatro Vorterix. El bajo lento, adormecido e intenso de Adams, la guitarra vertiginosa de Simon Hinkler y la batería rabiosa de Mike Kelly -el más “nuevo del grupo, se integró en 2011- se conjugan con la garganta desgarrada, aguardentosa de Hussey quien no paró un instante de vibrar en cada nota, arengar en cada canción al público e interactuar en un español rústico. Hasta leyó la etiqueta de la botella de vino que lo acompañó a lo largo de todo el show y desató las risas del auditorio al pronunciar “Latitud 33”.

“Sometimes the Brightest Light Comes from the Darkest Place“ canta Hussey cual declaración de principios. La nocturnidad, el aura dionisíaca recubre los cuerpos y las melodías de estos músicos que vibran en sintonía con cada compas, cada tono, cada arreglo. La guitarra de doce cuerdas de Hussey es otro cimiento clave dentro de la edificación sonora de The Mission.  Demuestra a lo largo de las 16 canciones que conformaron el setlist que Hussey no es solo un cantante provocador o un showman sino también un gran guitarrista. El bajo de Adams cobra preponderancia en varios momentos; canciones como “Severina” -un himno entre los fanáticos, en su mayoría de la primera época, que poguearon y saltaron sin cesar- o “Butterfly on a wheel” -con una batería atípica dentro del rock, imitando bases electrónicas- demostraban el crisol de matices que la banda podía ofrecer. Eran la prueba cabal de que sería injusto encuadrarlos meramente dentro del género gótico. El rock estuvo presente de principio a fin, como lo expresaron el pogo y los coros tan argentos de los asistentes que despertaron sonrisas en los músicos.  Hasta hubo lugar para un cover de Neil Young, “Like a Hurricane”, incluido en su disco The First Chapter (1987) en donde el solo de guitarra provocó los movimientos incesantes de cabezas de los presentes y un “Oh oh oh” clásico de casi toda la audiencia.

Coctel de emociones, pluralidad de sonidos y mixturas varias: The Mission coronó un nuevo show que todo fanático considerará impecable. Quizás el crítico más estricto remarque que el Vorterix estaba lejos de estar colmado. Otro, más ácido, diría que llenar estadios no es garantía de calidad musical. El rock, como los géneros y la cultura, están en tensión permanente; nacen, se reproducen, mueren; se re actualizan en función de múltiples factores sociales -modas, gustos, períodos históricos, usos, costumbres, innovaciones técnicas-. Hussey y Craig tirados en el piso, luego del segundo encore, agitando sus bajos y guitarras, sacándole chispas a cada cuerda, moldeando el sonido envolvente -cuasi techno, bien postpunk– de “Tower of Strenght” desterraron cualquier duda posible acerca de su vigencia. Todos crecen, las canas aparecen, los abdómenes se ensanchan pero el rock vive y los británicos lo dejaron bien claro.  Los fanáticos, aquellos seres que encienden la llama del rock, con sus calvas y sus kilos de más, sus arrugas y sus recuerdos, se estrecharon en un abrazo y volvieron a los ochenta. O quizás seguían allí, desnudos y salvajes, y lo re confirmaron.//z