Por Carolina Bello

Nuestro cuarto tenía cuatro paredes y cinco puertas.

Era una casa antigua de arquitectura retorcida, confinada a los espectros de vitrales y banderolas. También a los cuartos ciegos.

Así se les dice a las habitaciones del medio en este tipo de casas que, por lo general,  tienen un pulmón con cielo de claraboya. Pero mi casa no tenía. Así que en mi cuarto no sabíamos si era de día o de noche, si llovía o el mundo había convertido en vidrio y éramos sobrevivientes entre cuatro paredes. El tiempo suspendido, el espacio frenado.

Dormía con mi hermana. Lorena. La hermana mayor. Mi primera sabiduría.

Ella me hizo un reloj en una hoja de garbanzo para enseñarme a leer las horas con agujas, ella me hizo escuchar la primera banda de rock.

“Ahora que sabemos casi la verdad, fuimos programados para una ciudad” se escuchó en la fiesta de la primavera de la escuela, cuando yo tenía 9 años y la maestra me encomendó, negligente, el radiograbador.  Era una canción de La Tabaré llamada “A pesar de todo”.  Un rezo fundacional que me mantendría alerta en otro tiempo, ese, el que está después.

En mi cuarto había música. Una caja de resonancia en donde las canciones conmovían no solo desde su sonoridad, sino desde el sentido que nos esmerábamos en encontrar, como mineras.

“¿Qué es Gulp?” le pregunté un día a mi hermana, mientras el cassette oficiaba de sillón para una muñeca de acción, las Barbies de bajo presupuesto. Y ese día entendí lo que era una onomatopeya.  Otro día empecé a enfilar a la repisa del Pequeño Diccionario Larousse porque había palabras que se me resistían, como Dandy en “La plegaria del cuchillo” de Los Buitres, o cierzo en la Sirena Varada de Héroes del Silencio.

Con Mariana jugábamos a las muñecas en el medio del piso del cuarto. Mientras las vestíamos y las peinábamos apareció Sheena, una que mi hermana había confeccionado para mí. Despojada de su Baby Doll de caja Made in Taiwán, Sheena tenía un top y pantalones negros hechos con una media y una cresta meticulosa, acentuada con cascola –la boligoma uruguaya-.

Esa tarde mi hermana nos habló de esos cuatro que nos miraban jugar desde una fotocopia pegada en el ropero. Nos explicó qué era el Ku Kux Klan para entender el sentido de un estribillo, y de paso nos puso al corriente del movimiento Punk. Con Mariana habíamos dejado las muñecas en el piso y escuchábamos extasiadas aquella vieja historia de cuando a los Sex Pistols se les prohibió tocar en territorio inglés y entonces tocaron en un barco.

Viento dominante / amo de la noche

Responde a mis preguntas / no puedo esperar

(Sonaban Los Estómagos).

No necesitamos nunca las ventanas que no teníamos, porque total, cuando cumplimos 13 ya habíamos viajado desde el cuarto al CBGB muchas veces, y las canciones de Lou Reed eran nuestra escuela de todas las cosas. Podíamos hablar de Warhol con cierta propiedad y debatir entre Vascolet y Vascolet el lugar del arte cuando se sirve de elementos carentes de aura como una lata de sopa.

No había por entonces talles para mujeres de remeras de rock. No había.  Además, cuando entré al liceo parecía, aún, una niña. Tenía la fisonomía de la inocencia y el cerebro de alguien que había vivido más que su cédula. Mariana encontró una remera de Nirvana. Un talle S para varón que era bastante chico. Pero Mariana ya no parecía una niña y podía lucir su remera con la hidalguía adolescente de quien le dice al mundo: solo creo en esto, con una foto de Kurt Cobain estampada en el pecho. Yo quería mi remera de Los Ramones. La quería como nada en este mundo. Ahorré meses hasta que finalmente fui a los techitos verdes. Una zona popular de la avenida 18 de julio de Montevideo en donde, perdido entre las imitaciones de las imitaciones, funcionaba un puestito con remeras de rock. Encontré. Me quedaba tan grande que la estampa me abarcaba los costados, las mangas por los codos y el largo a mitad de las piernas. La llevé igual.

Mi madre me ayudó a recortarla y hasta se ofreció a coserme a máquina los bordes. Pero era demasiado la prolijidad emparchada y me negué.

Recuerdo pocos días de tanta osadía. Tomar el bondi con aquella remera negra, adaptada y aún enorme, con los Ramones en el pecho, anticipándome a los miedos y a los días de crecer.

Años después de los techitos verdes volví de Buenos Aires a nuestro cuarto ciego. Mi hermana miró la banana de terciopelo estampada en mi pecho y me abrazó. Era talle s, de mujer.//∆z

Carolina Bello -Montevideo,1983- es autora de Oktubre (Estuario, 2018), Urquiza (Fin de Siglo, 2016) ganador del Premio Gutenberg de literatura que otorga la Unión Europea, Saturnino (Trópico Sur, 2013) y Escrito en la ventanilla (Irrupciones, 2011). Es coautora de Viejas Bravas (Palabrasanta, 2017). Ha integrado varias antologías, entre ellas Pelota de papel 2 y 3 (Planeta 2017 y 2018), la revista norteamericana Hispamérica (2014), Fóbal (Estuario, 2013), 22 Mujeres (Irrupciones, 2012) y Neues vom Fluss (Editorial Letterage, 2010) presentada en la feria del libro de Frankfurt. En 2016 su cuento “Un trámite” fue publicado en Cuba en la Antología de narrativa joven uruguaya y sus relatos “Spider” y “Un monstruo con la voz rota”, fueron publicados en Casa, la revista literaria cubana. Es Técnico en Comunicación Social, con un postgrado en crítica de arte y cursó la Licenciatura en Letras de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Como periodista fue corresponsal en el programa de radio español La isla de encanta y ha colaborado en distintas publicaciones como Deltoya, Zona FreakCine Bizarro (Argentina), 33 Cines, Ya te conté, El Boulevard, la diaria y en la revista de periodismo narrativo Quiroga. Actualmente escribe en su blog porlanochecallada.blogspot.com