Editado por Caja Negra, Mark Fisher trae un claro diagnóstico del papel de la izquierda en el dilema contemporáneo de cómo accionar sobre este mundo capaz de imaginar su propio final pero no un final del capitalismo.

Por Alan Ojeda

“No hay salida” dijo, alguna vez, Margaret Thatcher. ¿Qué implica eso? Hasta antes de la disolución de la URSS y la caída del Muro de Berlín, aún parecía haber una esperanza o, al menos, una alternativa a la organización política, económica y social del capitalismo. Sin embargo, tras la caída del Muro se transformó en algo no muy diferente de la memorabilia. La dialéctica parecía haber cesado y el fin de la historia de la tesis de Fukuyama comenzó a cobrar forma. De esta manera, el capitalismo terminó por devenir, para la percepción común, en la única alternativa viable. Así se le dio la bienvenida, con los brazos abiertos, a la democracia liberal. Desde entonces el futuro ya no es lo que era. Es por eso que Realismo capitalista abre con un artículo llamado “Es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Este texto analiza las posibles causas de esa incapacidad de trascender las condiciones del presente. En este caso, la palabra “trascender” es fundamental para poder comprender las razones. Como señala Fisher en el artículo: “Cuando finalmente llega, el capitalismo produce una desacralización en masa de toda la cultura. Es un sistema tal que ya ninguna ley trascendente gobierna; por el contrario, es un sistema que desmantela códigos de todas las leyes sólo para reinstalarlas ad hoc”. Eso quiere decir que todo posible vínculo con un más allá de lo visible se vuelve imposible. En su “Elogio a la profanación”, el filósofo italiano Giorgio Agamben dice: “Los juristas romanos sabían perfectamente qué significaba ‘profanar’. Sagradas o religiosas eran las cosas que pertenecían de algún modo a los dioses. Como tales, ellas eran sustraídas al libre uso y al comercio de los hombres, no podían ser vendidas ni dadas en préstamo, cedidas en usufructo o gravadas de servidumbre. Sacrílego era todo acto que violara o infringiera esta especial indisponibilidad, que las reservaba exclusivamente a los dioses celestes (y entonces eran llamadas propiamente ‘sagradas’) o infernales (en este caso, se las llamaba simplemente ‘religiosas’). Y si consagrar (sacrare) era el término que designaba la salida de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar significaba por el contrario restituirlos al libre uso de los hombres. ‘Profano, -escribe el gran jurista Trebacio- se dice en sentido propio de aquello que, habiendo sido sagrado o religioso, es restituido al uso y a la propiedad de los hombres’”. Esto quiere decir que, a fuerza de mercado, la humanidad ha sido despojada de todo aquello que está más allá de su mundanidad. En consecuencia, el cinismo y el uso de carácter descartable, tanto del arte como de cualquier producción cultural se han transformado en la única ley.

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Esto nos lleva directamente al segundo estadio del planteo. El segundo artículo se llama “¿Qué pasaría si todo el mundo estuviera de acuerdo con tu propuesta?” y de alguna forma complementa la hipótesis anterior. Hace hincapié en las estrategias del capitalismo y los efectos sobre la sociedad en el consumo de aquello que podría plantearse como una crítica al sistema. Incluso la crítica se ha vuelto rentable, por lo que es incluida dentro de las mismas producciones del sistema sin generar disturbios. Fisher dice: “Un film como Wall-E es ejemplar de lo que Robert Pfaller ha llamado ‘interpasividad’: la película exhibe nuestro anticapitalismo frente a nosotros mismos y nos permite seguir consumiéndolo con impunidad. […] El stalinismo o el fascismo no pueden concebirse sin la propaganda, pero el capitalismo si, y perfectamente: incluso, la propaganda suele sentarle mal y quizás el realismo capitalista funcione mejor cuando nadie lo defiende”. En otras palabras, el capitalismo funciona como una “representación del orden natural de las cosas” al mismo tiempo que ha transformado su terrible futuro en un destino de hierro que solo puede ser apreciado a manera de espectáculo. De igual manera esto actúa sobre todas las corrientes y movimientos que alguna vez fueron considerados “contra-culturales” y que ahora, desde eso que parece ser “el fin de la historia” son, poco más que una caricatura de lo que alguna vez fueron.

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Es así que, en la fatalidad de este círculo hermético que es el capitalismo, la opción de combate no se encuentra fuera sino dentro. “Sólo puede intentarse un ataque serio al realismo capitalista si se lo exhibe como incoherente o indefendible; en otras palabras, si el ostensible ·realismo” del capitalismo muestra ser todo lo contrario de lo que dice”, señala Fisher en “El Capitalismo y lo real”. Esto quiere decir que, como en una narración cualquiera, aquello que permite la caída de la credulidad es la inconsistencia de la lógica interna de un discurso. ¿Qué quiere decir? Supongamos que leemos una novela, de esas voluminosas que se pesan por kilo y salen en varios tomos. Supongamos, también, que esa novela es, por qué no, fantástica. El trabajo de escritura requiere, entonces, algo básico: la creación de un mundo con leyes coherentes. Cuando encontramos una contradicción en la historia, la construcción cae y la novela decanta sin demoras hasta el final del tacho. Es aquí donde la izquierda debe jugar un papel principal, utilizando esas promesas incumplidas como principal emblema para la batalla. Por ejemplo: eliminar la burocracia. Si bien el liberalismo ha prometido eliminar la burocracia que tanto se le había criticado a la Unión Soviética, no ha hecho sino aumentarla.

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Por otro lado, encontramos también el problema de la educación y las enfermedades mentales, cuestiones que analiza en ·Impotencia reflexiva, ‘inmovilización y comunismo liberal” y “6 de octubre de 1979: ‘no te comprometas con nada”. Acá se presentan cuestiones que exceden al ya conocido problema del financiamiento de la educación. Por ejemplo, la exacerbación de los shocks que la vida contemporánea nos propina para ser incapaces de volver aprehensible cualquier experiencia, a través del espectáculo, el bombardeo informativo y la tecnología. Este problema ya analizado por famoso pensador alemán de la Escuela de Frankfurt, Walter Benjamin, deriva en una experiencia de puro presente del mundo. En palabras de Fisher: Los estudiantes no pueden conectar su falta de foco en el presente con su fracaso en el futuro; no pueden sintetizar los tiempos en alguna especie de narrativa coherente”. La vida no es más que una serie de presentes inconexos. Para reforzar eso, el capitalismo ha logrado luchar contra el alfabetismo. Aunque eso pueda parecer una afirmación burda, no hace falta mucho trabajo para observar la atrofia en la capacidad de lectura de texto que están experimentando las nuevas generaciones. Esto se debe a que el capitalismo, reforzando sus efectos, ha logrado dar lugar a lo que Fisher denomina “poslexia”: la capacidad de obtener información a través de imágenes sin la necesidad de leer. Es posible afirmar que esta cultura de la imagen reduce la polisemia propia de la palabra y del leguaje reduciendo la comunicación a órdenes sencillas. Esto se da en un marco en el que la institución, aún con características disciplinarias del S XIX, se ve obligada a satisfacer las necesidades de una sociedad que ha virado hacia nuevas fronteras de experiencia. El educador se ve en el papel de sostener un papel disciplinario al mismo tiempo que esas estructuras colapsan. Esta condición “bipolar” de tener que estar afuera y adentro es propia del Realismo Capitalista, lo que nos lleva a pensar, directamente, en el efecto que este cambio de estructuras ha tenido en la psiquis humana. Como es esperable, el sistema se ha esforzado en medicalizar las enfermedades psiquiátricas con el fin de evitar introducirse en los complejos análisis sociales que podrían dar cuenta de esta creciente ola de enfermedades mentales: burn-out, depresión, bipolaridad, Trastorno de déficit de atención con hiperactividad, etc. En esta línea, nuevamente, el trabajo de la izquierda está en poder reapropiarse de esas enfermedades en el terreno de lo social, dar cuenta del verdadero germen sistémico, para así hacer posible evidenciar otra vez la inconsistencia del discurso capitalista.

Si bien este libro parece ofrecernos una visión apocalíptica de nuestro presente, a lo largo de sus nueve artículos y dos apéndices (aquí solo tratamos someramente los primeros cinco) nos ofrece la imagen de una grieta. Como decía el poeta Almafuerte: “Cual Napoleones pensativos, graves, / no como el tigre sanguinario y maula, /escrutarían palmo a palmo su jaula,/buscando las rendijas, no las llaves”. Quizá, una de las cualidades de este libro sea, también, no ser pretencioso, abriéndose a la lectura de aquellos que incluso no están acostumbrados a la lectura de filosofía y sobre los que descansa (ya que son la gran mayoría) la posibilidad de un cambio real.