En su primer disco, Ricarda Cometa se practica una lobotomía pública, permitiéndonos ver en detalle sus retorcijones cerebrales: piezas instrumentales para moverse como se pueda y eludir a los mutantes que siempre se esconden entre la bruma, o invitarlos a sacudirse un rato.

Por Gabriel Feldman

El espíritu de lo imprevisto y la experimentación es lo que los pone en marcha, lo que más les gusta. Ricarda Cometa empezó como un trío poco convencional de trompeta, contrabajo, guitarra, y chirimbolos. Pasaron algunos ensayos y terminaron con la formación actual que encuentra a Luciano Vitale y Jorge Espinal en guitarras, y Tatiana Heuman en batería, continuando con la fusión de ritmos y en la búsqueda de texturas sonoras particulares. De esos esfuerzos se materializó su primer disco, con toda música improvisada -como indican entre las aclaraciones técnicas- editado por el sello local Jardinista!Recs.

La portada explosiva del artista japonés Hideyuki Katsumata lo ilustra muy bien: La fusión también se encuentra ahí, en ese monstruo deforme partido en dos por un rayo energético. Lisérgico, delirante, y con toques místicos. Caras de una misma moneda. También suenan así estas no-composiciones-instrumentales compuestas, con una cadencia mucho más bailable de lo que hubiéramos arriesgado, en un repertorio integrado mayoritariamente por cumbias travestidas (“Dale matraca”, “Mango biche” o “Glaseando el camote”) que se mezclan con algunos arrebatos más violentos y piezas ambientales oscuras. Ellos lo llaman Pachanga Noise, un camino que los pone como representantes de la experimentación e improvisación, al igual que les permitió telonear a los Yeah Yeah Yeahs en el show que dieron en Groove el año pasado.

Los mutantes porteños se reúnen para compartir momentos donde se presenten oportunidades ventajosas y el “Sin chapa” es una discusión acalorada –casi a las manos–, donde el contrapunto de las guitarras escala en virulencia hasta que se pisotean y nadie dice más nada. En “Tembleque”, si la realidad fuera menos mezquina, podría ponerse a cantar Nick Cave alguna historia infame; la muerte en una de sus múltiples variantes (Idea: madre soltera envenena hijo porque tiene un tumor en el último grado de evolución y su amante no quiere ser padrastro). El costado esotérico también se alimenta de “Más allá vente más pa’ acá” donde, entre la bruma espesa que escupen las guitarras y la percusión, un médium y sus acólitos largan gemidos en una sesión de espiritismo. Y será ese mismo coro de enajenados el que rematará el disco a grito seco, unidos por un mismo pedido, mientras encuentran los pasos para mover su cuerpo con desmesura: “¡Los Animales!”.

Un pasito así, ¿querés bailar conmigo?

La media hora de música nos va a parecer poco. Cuando uno ya este cómodo todo terminará. Aunque en parte de eso se trata: retirarse de las zonas de confort para encontrar otras cosas que también nos inquieten, sean cumbias retorcidas o paisajes sonoros vibrantes.  No sea sonso, dele matraca.

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