Junto a añosluz editora lanzamos una antología por entregas para no olvidar el mundo. En esta edición escriben: David James Poissant, Patricia González López, Raúl Andrés Cuello y Julieta Correa.

Foto de Gabriel Rossi

Hace largos días que vivimos encerrados. Las horas se alargan. Los días se expanden y multiplican; se clonan. La cuarentena nos genera un olvido del mundo y nos obliga a volver a aprenderlo. ¿Cómo son los espacios que comúnmente transitamos? ¿Cómo los recordamos? ¿Los recordamos? Escritoras y escritores contemporáneos, una suerte de backup del mundo, nos mantienen atados a la vida.

Acá podés leer las entregas anteriores:
Paisaje Interior #1
Paisaje Interior #2
Paisaje Interior #3


Cafetería 

Por David James Poissant
Traducción de Martín Barraco

En Oviedo, Florida, hay una cafetería no muy lejos de donde vivo. Es de una cadena de cafeterías así que -si saben algo de Estados Unidos- probablemente ya sepan de qué cafetería se trata. Cuando voy al centro, a Orlando, hay muchos locales independientes que me gusta apoyar, pero donde vivo -a kilómetros de la ciudad- uno de mis vecinos tiene un caballo y otro tiene un gallinero. En las noches frías las oigo cacarear, y en las noches heladas mi vecino las mete en su casa.

No hay mucho en materia de café excepto por este lugar. Ahí es donde escribo –o escribía- cinco días a la semana. Antes de la cuarentena, dejaba a mis hijas en la escuela y llegaba a la cafetería a las nueve de la mañana. Kevin, el tipo que la mayoría de los días tiene el turno mañana, me saluda. Tiene una banda. Nunca escuché su música y él nunca leyó mis libros. No es esa clase de amistad y no por eso significa menos. Es una amistad que no requiere admirar el arte del otro. Kevin hace mi café, a veces le doy propina extra y a veces invita la casa.

Entonces me pongo a trabajar, o me ponía a trabajar. Buscaba un rincón tranquilo, de espaldas a las ventanas y al resto de los clientes, encendía la notebook, me ponía los auriculares y escuchaba alguna de las tres grabaciones que tenía marcadas: extractor de baño, sonido de avión o tormenta de verano. Esos ruidos blancos bloquean las comandas, conversaciones de fondo y los sonidos de las máquina de espresso. En cuestión de minutos estoy en trance, el mundo se aleja y alcanzo el sueño de la ficción.

Mucho de mi novela Lake House, editada próximamente en Estados Unidos por Simon & Schuster y en América del Sur por Edhasa Argentina, fue escrita en esa cafetería entre las nueve de la mañana y las tres de la tarde, antes de pasar a buscar a mis hijas por la escuela y llevarlas a casa. Ahora, nuestra casa es su escuela y mi habitación mi oficina.

Pero antes de la pandemia, mi oficina era la cafetería. Ahí me tomaba dos tazas de café –a veces tres- bien tostado, con crema y un toque de azúcar. Me gusta amargo. Siempre preferí el café fuerte a los latte o capuchinos, que suelen tener más leche. Después de pasar unas semanas en Europa estuve un mes tomando espresso, sin poder encontrar en Florida algo que se aproximara a la fuerza de un shot de ristretto que me gustaba tomar en Venecia, Milán y Palermo (Esto, reconozco, puede sonar muy pretencioso. A decir verdad, no he viajado tan extensamente, sólo tuve suerte con mi último libro. Y no tomo café negro fuerte para hacerme el cool. Soy decididamente no-cool: rara vez tomo alcohol, no fumo y de hecho, a más tostado el café menos cafeína tiene. Pasa que tengo un paladar más amargo. Prefiero el chocolate amargo al chocolate con leche cualquier día).

Cuando me preguntan por qué no escribo en casa o en la oficina que tengo en la universidad, tengo varias respuestas. La primera es que no tengo disciplina. En casa tengo televisión, paredes repletas de libros, mi cama, todas cosas más tentadoras que sentarse a escribir por unas pocas horas. Una vez que empiezo y me encamino en una historia estoy bien. Pero decidir sentarme y escribir todo el día es la parte difícil. En la cafetería no hay tele y no llevo libros. Ni siquiera activo el wifi para no distraerme con los interminables feed de Twitter y Facebook. No, si estoy en la cafetería es porque tengo un trabajo. Y lo hago.

Después está el café. Siempre es un poco mejor que el café que me hago en casa. Tengo una cafetera, una prensa francesa y máquina de espresso demasiado cara. Me pido los mejores granos y uso el molinillo para una molienda fresca. Aún así, nunca es igual al que hacen en la cafetería.

Sin embargo, lo que más extraño de la cafetería no es el café o el regalo de tener un lugar dónde escribir. Descubrí que lo que más extraño es estar con gente. Si es verdad que podés estar solo en una fiesta que armaron tus amigos para vos, también es cierto que podés sentirte querido rodeado de gente que ni conocés. Una vez que termino de hablar con Kevin, incluso cuando prendo la notebook y le doy la espalda a todos surge esa sensación, que se eleva desde el suelo hasta las vigas del techo, de sentirse seguro estando alrededor de otros como si fuera una iglesia. Cada uno con sus problemas laborales, problemas de pareja, o problemas para terminar una novela. Cada uno solo pero unidos, un cuerpo de humanos, respirando como uno, cálido a su vez. Todos en un mismo lugar.

Coffe

In Oviedo, Florida, there’s a coffeehouse not far from where I live. It’s a chain coffeehouse, so, if you know America, you probably know the coffeehouse I mean. When I’m downtown, in Orlando, there are any number of excellent independent shops I like to support, but, where I live, miles from the city, one neighbor has a horse and another keeps chickens. On cold nights, I hear the chickens clucking. On colder nights, my neighbor brings the chickens in.

Not much, then, in the way of coffee, except for the place by my house. That’s where I write—or wrote—five days a week. Before the quarantine, I would drop my daughters off at school, then be at my coffeehouse by 9AM. Kevin, the man who, most days, works the morning shift, would greet me. Kevin plays in a band. I’ve never heard his music, and he’s never read my books. It’s not that kind of friendship. Which isn’t to say it’s a lesser friendship. It’s a friendship that doesn’t require admiration for one another’s art. Kevin makes my coffee. Sometimes I tip him extra. Sometimes my coffee is free.

Then, most days, I get to work—or got to work—finding a quiet corner, facing away from the windows and the rest of the customers, firing up my laptop, securing my noise-cancelling headphones over my ears, and navigating to one of three recordings I keep bookmarked: bathroom fan, airplane hum, summer storm. The white noise blocks out orders, background conversations, and the chug and hiss of the espresso machines. Within minutes, I’m in a trance, the world falls away, and I can dream my way into fiction.

Most of my novel, Lake Life, forthcoming in America from Simon & Schuster and in South America from Edhasa Argentina, was written at this coffeehouse, between the hours of 9AM and 3PM, before I returned to my girls’ school to bring them home for the day. Now, our home is their school, my bedroom my office.

But, before the pandemic, my office was the coffeehouse. Here, I would drink two cups of coffee, maybe three, dark roast, with cream and sometimes a dash of sugar. I like bitter, and I’ve always preferred strong coffee to lattes or cappuccinos that tend to be mostly milk. After a few weeks on tour in Europe, I spent a month drinking straight espresso, unable to find anything in Florida that approached the strength of the ristretto shots I grew fond of in Venice and Milan and Palermo. (This, I recognize, is a pretentious-sounding sentence. In truth, I haven’t traveled particularly widely, I just got lucky with the last book. And I don’t drink dark, strong coffee to feel cool. I’m decidedly un-cool. I rarely drink alcohol. I don’t smoke. And, as a matter of fact, the darker the roast, the less caffeine the coffee has. I just happen to have a palate that favors bitter. I’ll take dark chocolate over milk chocolate any day.)

When asked why I don’t like writing at home, or in the office my university provides, I have several answers. First, I’m undisciplined. If I’m home, there is the TV. There are walls of books. There’s the bed. Any number of things are more tempting than sitting down to write for a few hours. Once I’ve started, found my way into a story, I’m good, but resolving to sit down and write for the day, that’s the hard part. At the coffeehouse, there’s no TV, and I bring no books. I don’t even activate the Wi-Fi, so as not to be distracted by Twitter or Facebook’s endless scroll. No, if I’m at the coffeehouse, I have one job, and I do it.

Then there’s the coffee. It’s always a little better at the coffeehouse than the coffee I make at home. I have a coffeemaker, a French press, and an overpriced espresso machine. I order the best beans. I grind them fresh. Still, I can never quite match what they do there.

What I miss most about my coffeehouse, though, isn’t the coffee or the gift of a place to write. What I miss most, I’ve discovered, is being with people. If it’s true that you can be lonely at a party thrown by friends just for you, it’s also true that you can feel loved surrounded by people you don’t even know. At the coffeehouse, once I’ve finished talking to Kevin, even once I’ve plugged in my laptop and turned my back to the crowd, there’s a feeling that rises from the floor and tangles up in the rafters, a security that comes from being surrounded by others, as in church, each one of you struggling in a job or a marriage or just trying to finish a novel, each of you alone, but together, a body of humans, breathing as one, warm, at once, all in one place.

David James Poissant. Nació en los Estados Unidos. Es escritor y actualmente enseña en la Universidad Central de Florida. Sus cuentos y ensayos aparecieron en The Atlantic, The Chicago Tribune, y The New York Times, entre otros medios. Ha ganado numerosos premios: el Matt Clark, George Garrett Fiction, el RopeWalk Fiction Chapbook, el GLCA New Writers, and el Alice White Reeves Memorial. El cielo de los animales es su primer libro, fue elegido por Amazon como el mejor libro de 2014 y fue traducido a quince idiomas. Simon & Schuster publicó hace poco su novela Lake Life.

ph. Florencia Alborcen

Mundo Interior

Por Patricia González López 

Los charquitos que se formaron con el agua que se escurrió de las zapatillas colgadas en la soga de la terraza ya se secaron. Pasó una hora, yoga por streaming y los últimos rayos que le quedan al sol se multiplican con el efecto de la membrana que tengo de frente. Los pies negros, la ropa sucia, el trazo de los cables interviniendo el cielo, ese es mi nuevo interior.

Hace largos días que vivo adentro de una casa que a veces me olvido de cerrar con llave. Las horas no me alcanzan, el trabajo sigue igual, los días no se expanden pero algunas obligaciones sí: se multiplican, se clonan. La cuarentena me hace acordar al mundo que no extraño y me invita a volver a barajar mi relación con él. Cómo eran los lugares a los que iba? ¿Cómo hacía para ir? ¿Lo recuerdo? Si, lo recuerdo, pero ¿cómo voy a hacer para volver?

Ya sabiendo esto de la ilusión de la libertad, es la imposición más amable que me ha  tocado aceptar. Muchas veces soñé con el plan “inteligente” de un gran paro nacional de trabajadores que les hable con el lenguaje del bolsillo a los patrones. ¿Cuántas veces estuve en casa tantos días seguidos? ¿Cuántas veces tuve esas ganas de volver a casa de una vez, por fin, después de no aguantar más, para hacer lo poco que se puede con la energía chupada, cansada después del trabajo, padeciendo el ruido, la gente mala, los subtes cargados, la sube en negativo, los trenes repletos, las horas de trabajo asfixiantes?

¿Cuántas horas, cuántos largos días estuve obligada a estar afuera sin posibilidad de estar en casa un ratito más? ¿Cuántas horas, cuántos trabajos tenemos para pagar el alquiler de una casa que no podemos disfrutar ni atender?

Tener que estar en casa por obligación es lo único que le pude sacar a este mundo que se nos configuró y que repetimos cuarentena tras cuarentena ahí afuera, con cualquier clima y ánimo. Se me hace una linda obligación que trato de disfrutar más que aprovechar, incluso siendo lo menos óptima posible, con comida casera, ropa sólo cómoda, arreglos dignos, desalineación perfecta, aseo al límite, uñas sin pintar, una caricia en horario de trabajo y echarse todo lo que se pueda. ¿Cuántas veces pudiste permanecer en estado morsa en el trabajo o en bar con gente querida aunque con un sueño tremendo? ¿Cómo vivirá la gente que está encerrada en un lugar que no es su casa?, la de los geriátricos, los hogares, los reformatorios, las granjas de recuperación, los psiquiátricos, las cárceles, y cuatro paredes que deberían ser una casa pero para muchas es su infierno.

No me tocó padecer en familia y querer estar sola, no me tocó padecer sola y querer estar en familia, no me tocó convivir con amigues y no bancarlos más, no me tocó no bancarme más y rajar a lo de mis amigues, me tocó disfrutar una intimidad alargada con mi querido amor. ¿Qué angustia me estoy perdiendo? Ahí sí, me siento afuera. Los privilegios siguen tomando su forma, los dolores son todos iguales pero algunos más inflamables que otros, algunos van al chino, otros no pueden ir al bar, y muchos otros van buscando qué comer. A algunos nos toca cumplir con la obligación de estar en casa y a otros ir a trabajar, soportar la calle entre los pocos esenciales que tienen otra obligación: cumplir su trabajo con total normalidad en un afuera totalmente extraño. Eso, para mí, es el terror. Ser obligado a hacer un permiso para circular con la amenaza de perder el trabajo, que no puedas elegir quedarte en casa, que no puedas mambear lo que quieras o puedas, que no puedas estar próximo a tu familia porque te toca estar afuera y hay riesgo.

Extraño ir a mi barrio. Me gustaría estar allá como observadora participante de una realidad que nunca viví, que mamá esté en casa tantos días seguidos, todas las horas. ¿Cómo hubiera sido crecer si yo fuera chiquita ahora y no tuviera que volver del colegio temprano para cocinar a mis hermanitos porque ella estaba cocinando para otros para que nosotros nos podamos hacer la comida después de la escuela? ¿No es éste el momento que soñábamos alguna vez?: cuando tengamos tiempo hacemos esto, cuando esté un poco en casa arreglo lo otro, ahora no puedo, llego cansada del trabajo y quiero descansar, así años viendo mi casa caerse sin energía ya para agarrar lo que se cae. Extraño hacer la ronda de transporte público, bondi, tren, bondi, para llegar allá. Me imagino el barrio, un domingo eterno de comida de olla, o de cualquier cosa a la parrilla; si, debe oler a domingo todos los días. La música fuerte en todas las casas, gana el más fuerte, el que impone su ritmo ante los demás que de a poco van apagando sus equipos. Extraño a mi abuela, seguro las peleas con mamá y mis tíos crecieron. Si estuviera allá tendríamos tanto de qué hablar y tanto que arreglar que no alcanzaría el día. Extraño a mis hermanos, sentarme en el pasto, en una silla barata de gusto dudoso, en el tronco de un árbol o pallet que recrea un living de jardín. Los secretos con cada uno en un rincón, el relato de sus tristezas cara a cara, los pedidos de consejo certificando alguna situación con el celular, escabiar en jarra, ver las banderas de San Lorenzo colgadas de par en par en el portón de casa. Extraño que me salga mal algo y me gasten, extraño que me pregunten si aun me dura el novio, incluso extraño que me digan si estoy más gorda y que sea oportunidad para aclarar que no es importante ni pecado. Si me vieran ahora estarían asustados: estoy cómoda. Ya ni sé si me entrará o no la ropa que se usa para estar afuera. Extraño estar en el patio, aunque vivir ahí por momentos me pareció a algo impuesto por una historia más grande y con poca salida. Extraño estar en el barrio con cumbia a todo lo que da y la ropa que se llena de polvo y vuelve sucia pero con un olor distinto de la mugre de acá. Extraño estar en el patio viendo con mamá y mi abuela a los vecinos pasar, mientras los cuereamos.

Patricia González López. Escritora. Nació el 7 de agosto de 1986 en la Ciudad de Buenos Aires. Es lic. en Relaciones Públicas y cursó la maestría en comunicación, cultura y discursos mediáticos en la Universidad Nacional de la Matanza. Es autora de Maldad, cantidad necesaria (2013, Milena Caserola & Llanto de mudo); Doliente (2016, Cospel ediciones) y Otro caso de inseguridad (2018,Santos Locos). Tiene la columna “Cultura Productiva” en País Productivo, FM la Patriada. Antologó el libro Esto Pasa, poesía en Buenos Aires en 2015. Participó de “Lámparas” antología de poesía latinoamericana editada en Puerto Rico por Editorial Pulpo, 2018. Fue invitada a varios festivales y ferias internacionales.

ph. Nahuel Alfonso

El lugar donde se venden vinos

Por Raúl Andrés Cuello

 “Entre las naciones mejor gobernadas era aceptable competir
por beber hasta la embriaguez”
Ensayos
– Michel de Montaigne

¿Vinoteca o vinería? ¿Cuál es la diferencia? Y lo más importante, ¿hay alguna diferencia? Hasta ahora jamás me había preguntado por qué hay lugares que deciden llevar el rótulo de vinoteca y otros el de vinería. Se podría pensar, a priori, que en el primero de los casos existe una intención de ordenamiento y clasificación (como en una biblioteca o una videoteca), quizá de colección, mientras que en el segundo solo interesa informar que en ese lugar se venden vinos. Si bien un vino es más perecedero que una película o un libro (aunque a decir verdad, hay libros y películas que caducan extremadamente rápido) la noción de colección, de que allí hay puesto un esfuerzo por determinar estándares de calidad frente a precios que impone el mercado, puede atraer a consumidores snobs o a gente con dinero sin otro atributo identificable. En contraposición a esto, en una vinería, el consumidor no tiene por qué sentirse un experto, un connoisseur, como suele decirse, sino simplemente guiarse por lo que en el momento le apetece. Seguir su instinto. Esto, por supuesto, acarrea mayores grados de libertad. En todo caso, lo que une a ambos locales es la primacía que posee el vino frente a otros productos, ya que, desde un tiempo a esta parte las vinotecas o vinerías no solo venden vinos: desde aceite de oliva a chocolates, pasando por habanos, licores varios, gaseosas y un largo etcétera, estos lugares que venden vinos intentan captar eso que el comprador quiere, pero aún no sabe que lo quiere. Es decir, son lugares ideales para cazar fantasmas. Así es el local al que usualmente vuelvo: ubicado en una esquina estratégica de la ciudad (ni muy céntrico, ni muy periférico), con una proliferación de gente nada desdeñable (cerca del parque central y sus edificios circundantes; de las interminables casas de la ‘cuarta oeste’ y ‘este’; y de los fanáticos de Las Heras, que como yo, cada tanto se arriman) y con una gama amplia de vinos en precio, color, tamaño y forma, se ha vuelto un bastión casi indestructible. Hace años que voy y no ha habido una sola vez en la cual lo haya encontrado vacío. Gentes distinguidas, señoras con perrito y comuneros de los barrios aledaños se acercan al local a buscar su vino, su frasco de aceitunas o su papel para armar cigarros y pasar la tarde de sábado en paz. Los vendedores son pillos, rápidos y saben cómo y cuándo hacer el recambio de productos o mantener lo que siempre funciona. Por dentro reina el orden y la limpieza, cosa extraña cuando un local es regentado por hombres y, como si esto fuera poco, uno puede ir y tomar un vino y charlar con quien esté disponible en ese momento, ya sea el dueño o un comprador ocasional. Es casi un lugar donde el tiempo queda fuera del tiempo, expandiéndose entre copa y copa de vino que uno prueba antes de llevárselo a casa, lo que hace que pongamos en práctica todas nuestras poses y maneras propias de la más clásica diletancia. Lo paradójico de este escenario ideal es que su nombre (que no revelaré para mantener en secreto a ese El dorado enológico) no porta la palabra vinoteca o vinería, ¡sólo es un lugar en donde se venden vinos!

Raúl Andrés CuelloLas Heras, Mendoza, 1988. Licenciado en Enología y Magister scientiae en Viticultura y Enología. Se encuentra concluyendo su Doctorado en Ciencias Biológicas. Colabora en revistas culturales como Otra Parte SemanalEl diletante y Trance Zonda. Su cuento Acercamiento no solicitado a la obra de Rainer Hals fue seleccionado en La Bienal de Arte Joven de Buenos Aires y su cuento La última pregunta del arte obtuvo el segundo lugar del Premio Itaú de Cuento Digital, ambos en 2019.

Ilustración de Cora Fila

El mundo antes

Por Julieta Correa

Hace unos años viví por un tiempo corto cerca de Parque Centenario. Con el barrio, incorporé algunas actividades, lugares y costumbres que se volvieron, muy rápidamente, favoritxs. Tanto que, cuando tuve que alquilar mi primer departamento sola, con contrato y adelantos desorbitantes, me puse como condición que quedara en Caballito. Después que tuviera balcón, que fuera chico pero amplio, que fuera luminoso pero no demasiado alto. Después fantaseé con una pileta, quizás dos ambientes y finalmente conocí los límites de mi sueldo. Pero la primera e innegociable condición (verán que me disperso) se mantuvo: Caballito.

En los últimos cuatro años viví en cinco lugares diferentes. Mi mamá dice que porque soy viajera (y la crisis), mi carta astral dice que por acuariana, yo a veces pienso que soy inestable, pero al fin y al cabo lo cierto es que entre tanto cruce a través de la ciudad me quedé prefiriendo este barrio. Hay algo en la distancia perfecta para ir caminando a trabajar. La hora de caminata a la mañana volvió a entusiasmarme con los lunes, los martes y los demás. Hay también dos parques muy cercanos. Hay algunas casas fascinantes, muchos árboles y calles preciosas con sus esquinas y sus espaldas. Y hay algo parecido a la intuición o a la Fe. En algún momento decidí que este sería mi lugar y entonces, cuando volví, lo que puede llamarse querencia o familiaridad me hizo emocionar.

Fue una amiga muy querida quien me presentó al barrio, al monoambiente donde vivo y al balcón. Cuando se fue me dejó una carta con recomendaciones: las mejores hamburguesas, la verdulería, el queso barato pero digno del chino. Pero no menciono esto para decir qué hermosa es la amistad, sino porque en esa lista figuraba otro de los tesoros del barrio: lo de Marta.

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En la caída de Acoyte, cuando no es ya esa avenida prepotente que cruza Rivadavia, hay un local de persianas color lima donde funciona la depiladora. Se entra a través de una puerta baja como a una cueva. El reino de Marta es un rectángulo chico dividido por cortinas y donde todo funciona a su altura. Marta tiene ojos rasgados, el pelo corto y brillante, la piel clara y compacta, y mide, como mucho, 1.45. Me agacho entonces para entrar y espero en el pequeño espacio que funciona como recibidor. Siempre hay alguien depilándose, siempre me siento un momento y leo por encima historias del tío del Pampita. Pero la espera es (también siempre) breve. Marta trabaja con precisión, velocidad, ritmo incluso diría, y pronto estoy dejando el celular en la cartera, dejando la cartera en una silla, sacándome la ropa a toda velocidad para esperarla recostada y lista. No seré yo la que la haga perder tiempo, pienso. Menos si pronto va a tener que ponerme cera caliente entre las piernas.

Conversa poco. A mí me gusta hacerle alguna pregunta. Me gusta escucharla hablar y además me parece que la distraigo de mis espamentos. Resopla cuando me oye quejar. Pero también me felicita cuando terminamos (termina) y su modo me hace sentir que fui valiente, que hicimos un buen trabajo en equipo. Soy lenta. No sé si porque soy alta y me cuesta maniobrar en ese rectángulo tan apretado o porque siempre estoy un poco dormida a la mañana, pero mi salida dura un poco más de lo que me parece que puede tolerar. Me apuro mientras me cambio, mientras le pago sonrío buscando complicidad, un poco acostumbrada a generar cansancio con mi lentitud, pero ella ya está a años luz de nuestro equipo. Ya está en la persona siguiente o está a la noche en su casa, está en un lugar a donde nunca voy a entrar.

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El martes siguiente a las elecciones de octubre, difícil imaginar una semana de mayor esperanza y alegría que esa, me desperté temprano, hice ejercicios en la terraza, me bañé y caminé las 8 cuadras que separan mi casa con el local. Después de bailar y festejar hasta las 2 de la mañana en el búnker, lunes y martes me dediqué a armar una lista de canciones de cumbia con ayuda de mis amigas. Esa mañana estaba cargando en spotify las recomendaciones de dos de las chicas, expertas en el tema. Llegué de muy buen humor, exultante casi, a entregarme a las manos de Marta. Confiando en la hermosura de mi país, la celebración, confiando en el avance de la primavera, confiando en que la combinación de esas dos cosas iba a tenerme desnudando pronto. A las 9 Marta levantó la persiana, me hizo pasar, me dejó un momento mientras calentaba la cera. Yo me saqué la ropa, la colgué, me recosté en la camilla. Miré el techo, las paredes de una especie de madera, la lámpara verde. En la radio sonaba Cristian Castro. Marta volvió con el tarrito de metal lleno de cera caliente. Estaba hecha una furia.

Desilusionada, dijo, sobre todo con la provincia (¿cavado?). Que si sabía yo cómo el nuevo gobernador había financiado su campaña (respirá profundo). Que si sabía yo todo lo que había hecho María Eugenia por la gente (bajá la pierna). Que qué tenían todos en la cabeza, que se quería mudar a Capital (quietita). Yo sonría apenas, asentía cada tanto, la escuchaba hablar. Sus movimientos eran cada vez más marciales y su tono de voz más agudo. Cuando le pagué retuvo el vuelto para seguir hablando hasta que sonó el timbre. Recién ahí me miró. Hizo una mueca de desconfianza y fue a abrir la puerta. Cuando salía escuché que la señora la saludaba con un “Querida, qué desgracia”.

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Entre la primera temporada de Caballito y la segunda viví un tiempo a unos 5 km hacia el río. Igual venía a depilarme con ella. Por una mezcla de trabajo bien hecho, precio imbatible y magnetismo, me tomaba un colectivo para estar a las 9 en Acoyte, me depilaba y tomaba otro colectivo por 5 kilómetros hacia el centro. Me resulta imposible pensar en pasar de las manos de Marta a cualquier otro lugar de chicas jóvenes o viejas, conversadoras o calladas, cercanas o lejanas, en fin, a otras manos. Marta no es cariñosa. No es tolerante. No es comprensiva. Sé de la cera que se compra en las farmacias, sé también de otros lugares y he tenido que recurrir a esas opciones. No es que siempre termino volviendo o que no encuentro un lugar mejor, es que siempre quiero volver. Pero para qué intentar explicar el magnetismo.//∆z

Julieta Correa nació en Buenos Aires en enero de 1989. Es muy alta y trabaja con libros. También lee, escribe, camina, saca fotos y pasa mucho tiempo en internet. Es influencer de verdulerías.