Una lectura de la novela publicada por la escritora uruguaya que tiene como trasfondo el desastre nuclear de Chernobyl y la poética de los Redondos.

Por Francisco Álvez Francese

Como hijo de un padre que compró, a partir de Luzbelito (1996), todos los discos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota por dos (uno para él, otro para mí, porque vivíamos separados), algo me dice que debería empezar esta nota con una advertencia: buena parte de mi adolescencia la pasé haciendo un trabajo muy delicado para extirpar de mi memoria todo rastro de esa banda que aprendí a despreciar, para expurgar de mí sus metáforas, que me resultaron de pronto poco brillantes y pretenciosas, para apagar esa voz de repente insoportable que sirvió de ambientación para muchos momentos felices de mi infancia.

Sin embargo, no puedo negar que esos años me convirtieron en un involuntario experto en la banda que marcó de una forma definitiva (no voy a gastar palabras en negar lo innegable) el rock y la cultura popular rioplatense. Esta para mí sorprendente constatación vino, concretamente, de la lectura de Oktubre (2018), la última novela de Carolina Bello, que se inspira en el álbum homónimo (de 1986) y forma parte de la colección Discos de la editorial uruguaya Estuario, dirigida por Gustavo Verdesio.

De este modo, las letras de retórica vertiginosa, las teorías de los fans, la precisa imaginería y, por fin, las palabras de mi padre esbozando explicaciones y dando contexto, entre el accidente nuclear de Chernobyl y la Noche de los Lápices, fueron parte del decorado sobre el que se representó en mi cabeza la historia de Olga y Hernán, que Bello narra con un talento que, si bien se intuía en su obras anteriores, logra en este libro su cristalización.

Novela epistolar que sigue el intercambio entre un argentino y una ucraniana en el período que va de noviembre de 1985 a diciembre de 1986, Oktubre es a la vez un ensayo heterodoxo sobre la poética de los Redondos, minuciosa reconstrucción de una época y, sobre todo, de una voz (habilidad que Bello ya había demostrado, sobre todo en su conjunto de relatos Urquiza), historia de amor y bildungsroman.

En efecto, el desastre de la central nuclear soviética funciona como una suerte de catalizador, que hace pasar a Olga de una adolescente que vive en la austera periferia de la ya agonizante URSS y es fanática de varias bandas occidentales de rock, a una adulta de algún modo desencantada pero no por eso menos inocente y genuina, rasgos que la hacen un personaje complejo y a la vez entrañable como pocos que haya dado la literatura uruguaya reciente, con su español defectuoso, que Bello recrea con mucha pericia, sus esperanzas y temores.

En ese sentido, si bien la narrativa de Bello tiene una tendencia a la romantización del pasado y a ciertos elementos que se podrían clasificar de sensibleros (rasgo, por lo demás, muy rioplatense, muy tanguero), en esta novela, no obstante, funcionan a la perfección porque pasan a formar parte del discurso de dos jóvenes que están conociendo el amor, la amistad y el horror. Tratando esos temas, a la vez que plantea inteligentes lecturas de las canciones del disco, Bello logra navegar el cliché con una destreza milagrosa, lo que hace de Oktubre un libro honesto y conmovedor, que se apoya en la investigación rigurosa para potenciar la imaginación y establece un verdadero diálogo no sólo con el material que le sirve de excusa (el disco) sino también con el lector.

Moviéndose entre dos espacios y en varios registros, la novela funciona por otra parte como despliegue de una serie de procedimientos que sirven para crear un mundo complejo y cercano, a través de la transcripción de versos (de los Redondos, sí, pero también de Soda Stereo o U2), de la exégesis más cercana a los estudios literarios, del juego con géneros como la crónica o la reseña, de las posibilidades y los límites de la carta como modelo, y de la narración pura, en fragmentos en los que Bello aprovecha para hacer flashbacks que dan mayor consistencia a la historia que se narra en presente y en los que logra algunos de sus momentos más impactantes, como el contundente comienzo.

Pensado desde hoy, el accidente de Chernobyl (sobre todo a partir de la serie de HBO que se estrenó después de la salida de la novela, en septiembre del año pasado) funciona en muchos niveles y puede ser visto, desde distintos lados, como otro de los desastres humanos que poblaron el siglo XX; como condensación de la decadencia de un proyecto, la URSS, que estaba viendo su atardecer; como advertencia final sobre la otra cara de la moneda del progreso, etc., pero Bello prefiere quedarse de algún modo al margen de esa discusión: la novela no toma partido, no impone un discurso, sino que se configura como el espacio en el que los discursos se producen, en ese intercambio entre dos personas que habitan en puntas casi opuestas del planeta y van, desde sus vivencias, intentando darle sentido a lo que parece caótico e informe, a las metáforas y al mundo en el que viven, pero también a sus cuerpos en plena mutación.

De esta manera, Bello evita la grandilocuencia y, en tono menor, íntimo, escribe sobre una tragedia de gran escala de manera que uno la siente casi como un murmullo, un murmullo que a veces (y Oktubre es la prueba) puede ser tanto o más devastador que el grito. //∆z