Oscuridad y yeites arrabaleros dan vida a Mugre, el primer disco de Acorazado Potemkin.

Por Joel Vargas

Mugre sangra, respira, susurra y, por momentos, se oxida a lo largo de catorces pequeñas postales. Hay para todos los gustos: surrealistas, trágicas, existencialistas, hasta épicas.

Nunca mejor puesto el nombre de una banda: Acorazado Potemkin. Arrastra todo a su paso, como la película del ruso Eisestein, que reflejó la masacre de Odessa. Por si no la conocen, es la historia de cómo los marineros del Potemkin, hartos de los malos tratos y de comer carne podrida, se sublevan y arman un motín que termina en una tragedia en la famosa escalera de Odessa. Mugre, disco debut de la banda, fue uno de los discos del año pasado, y hasta la nombraron como banda revelación. ¿Pero revelación de qué? Hace años que sus integrantes navegan las aguas del rock, y recién ahora les va llegando ese merecido reconocimiento popular.

El Acorazado es una creación de Juan Pablo Fernández (ex Pequeña Orquesta Reincidentes), Luciano Esaín (ex Motorama, entre otros proyectos) y Federico Ghazarossian (Me darás mil hijos y ex Don Cornelio y Los Visitantes). El trío es como un pequeño King Crimson aporteñizado, Three of a perfect pair, dicho en criollo: tres de un perfecto par, porque el bajo de Ghazarossian y la batería de Esaín forman una unidad difícil de romper y sobre ella Fernández vomita mugre, hombres y gusanos, y su guitarra escupe arrabales. En este álbum debut hay varios guiños tangueros y oscuridad. Y sí, hay pequeños fragmentos de sus bandas anteriores: gérmenes.

El disco arranca con “Algo” y una frase que define todo: “En algo vos y yo nos parecemos/andar buscando revancha”. Revancha es lo quieren y la rematan con esto: “Algo que salió mal, la primera vez/ Algo no funcionó, la primera vez”. Esta vez sí que salió bien, gracias a temas como “Desert”, un desfile en trance, inspirado en un verso del poeta peruano Jose Watabbe (“Soy lo gris contra lo gris. Mi vida”) y “Desayuno”, una oda densa y tormentosa con punteos ricoteros y la creación de la nube negra más hermosa. También hay relámpagos como “La Cabornera”, una road movie perfumada por la brisa del desierto, y el culto a los fantasmas sonrientes con uñas hermosas en “Smiley Ghost”. Promediando el disco llega “Gloria”. La divina gloria de Juan Pablo Fernández, la revelación del robo de su voz y las memorias de sus putas tristes.

El punto máximo de emoción llega con “La Mitad”, que parece ser la respuesta a “Final”, del cantautor uruguayo Eduardo Darnauchans, que dice “ahora que no hay nada sino fotografías. Luego de escucharla varias veces la canción deja algunas interrogantes: ¿Cuántas veces lloraste por amor? ¿Cuántas veces tiraste fotos? Seguramente muchas. Es más, hasta podrías llenar un container con regalos, cartas y recuerdos. Es la amargura del corazón roto, la que te deja sin saliva y te envenena la boca. Y se hace carne viva en “La Mitad”, una crónica urbana con mucha mugre entre nota y nota; una confesión desgarradora, de esas que te parten al medio. Fernández cuenta la historia de una eterna espiral de nostalgia, acompañado por la hermosa voz de Flopa Lestani, mientras Juan Ravioli acompaña desde las teclas aportando sutilezas compositivas. El arrabal oscuro y la belleza dialogan, se vuelven uno y se confunden en un pedido desesperado: “Y si es cierto que lo nuestro se termina/ y si es cierto que hay que hacerle un final/ entonces quiero que te lleves mi hombro izquierdo/ que sin tu pelo no lo voy a usar jamás”. Ahí está el yeite, el amor en los tiempos del cólera y el despojo absoluto de un ser masacrado. Pero que también ha dejado una puerta abierta, un GPS espiritual: “solo una mitad, mía/ la que va a olvidarlo todo/ y la otra que te diga dónde voy…”

Pero hay más, “Lengua materna” es un poema de la chubutense Rosa Lesca convertido en un tema proto-funk con un bajo protagonista martillándote la cabeza. Con Ravioli nuevamente como invitado, “Puma Thurman” se transforma en una balada bien cinéfila con ciertos tonos westerns, que explota en el estribillo. “Caracoles” y “Quiero” están firmadas por la pluma de  Federico Ghazarossian y son unos punkies revoltosos hijos de Joy Division y de Dead Kennedys.

En las letras se puede apreciar la influencia de la generación beat y de los poetas malditos contemporáneos, sobretodo en “Los Muertos”, una “marchita” y un listado de beneficios que tienen los finados, y en “Perrito”, un realismo sucio lleno de punteos cuasi-medievales.

El disco llega a su fin con “Unos Versos” de la cantautora brasilera Adriana Calcanhotto, donde el Acorazado entrega una versión densa con arreglos duros; un mix huracanado de guitarra, bajo, batería y la voz de Fernández que se despide confesando: “seré yo tu paradero en los versos que te escribo. Y después, los arranco”.