Hablamos con el escritor sobre su nueva novela, Heroína. La guerra gaucha, en la que la guerra de Malvinas y la pregunta por la patria se narran en la voz de un personaje trans.

Por Marvel Aguilera

Fotos por Gisele Velázquez

En uno de los poemas de Elogio a la sombra (1969), Jorge Luis Borges decía que a los gauchos la dura vida les había enseñado el culto al coraje. Destinados a una existencia atravesada por el conflicto fronterizo, los gauchos se hicieron fuertes en medio de los tiempos convulsionados del colonialismo, guerras en donde convivieron con otros hombres que pudieron admirar su estirpe y valentía y el aura poética que le daría sustento a buena parte de los autores de aquella época, que inmortalizaron su figura y acentuaron su talente de héroes frustrados. En Heroína. La guerra gaucha (Kintsugi Editora, 2018), de Nicolás Correa, el desencanto amoroso se funde en una voz ecléctica que se aferra a una patria propia construida en los recuerdos de Malvinas; en la orfandad de sus lazos; en el espejo de una madre trágica, arrojada a un perpetuo padecer. La protagonista es una princess queer desenfadada y aguerrida, una lady que interpela al lector, que reafirma su identidad en la aspereza de sus recuerdos, en la sangre derramada. Que tira, se sacrifica y aclara: “No más hambre para mí”.

Nicolás está sentado en el patio de El Boliche de Roberto. Es media tarde y una cerveza transpira sobre la mesa mientras suena “Desde lejos no se ve”, de Los Piojos. Al mismo tiempo que firma el ejemplar de su última novela, comenta lo que fue el paso de las primeras dos partes de “la trilogía de la serpiente” (Súcubo e Íncubo) a un texto como Heroína…, sostenido por la voz de un personaje. Una novela en donde la forma prima, como búsqueda estética y bajo la fuerza y el magnetismo que emana de una persona que no escapa, que se hace cargo de su lugar.

AZ: A pesar de que Heroína aparece en tus anteriores obras, el escenario en que se mueve en esta es muy distinto a ese espectro de demonios y exorcismos que trabajabas antes. ¿Cómo se dio ese salto?

Nicolás Correa: Ella está antes que toda esa trilogía. Está primero. Es un personaje anterior y su historia también lo es. Es una de esas mitologías de barrio, del mío, en este caso. De mi panteón mitológico. Es anterior en el sentido de que es una voz que ya estaba, así como hay otras voces que voy cubriendo y encontrando. Pero esta era una voz que tenía una forma, por eso tardé tanto tiempo en ir dejando que se haga. Hubo mucho silencio alrededor de la novela: una primera edición, una segunda, luego una reescritura. Hasta que encontré algo que me parecía que estaba bueno. Luego traté de darle tiempo, y tomé lecturas amigas que me marcaron aquello que resultaba más interesante. Pero había algo que ya estaba en ese mundo mitológico, ese mismo donde hay una virgencita, demonios, realismo, sufrimiento en las mujeres. Si uno lo piensa, esa es la genealogía. De hecho, Heroína me dio el paso para pensar que las historias podían ser alojadas en ese espacio: un espacio carcelario, tumbero, con condenas que están en tela de juicio.

AZ: Parecés moverte siempre dentro de un mismo universo de personajes.

NC: Sí, creo que es mi zona. No sé si algún día voy a poder salir de eso. Igual, como dicen todos los grandes, me parece que no se sale de una historia. Uno siempre cuenta la misma con distintas palabras, desde distintas voces, con distintas formas. Y yo me siento así hoy. Mi primer poemario, Virgencita de los muertos, recorre ese mismo espacio. Tambien Súcubo. En Íncubo se abre pero es parte de lo mismo. Ni hablar de Heroína. Excepto mis libros de cuentos, todo transita el mismo espacio, el mismo trauma. Y en parte lo es y en otra parte no, porque uno siempre busca salirse, no pensar en lo regional, en trascenderlo. Pero es algo que uno no termina de calcular. Además, cuando empezás a hablar, todo empieza a perder sentido.

AZ: En una nota de hace unos años habías dicho que te interesaba abordar formas de vida distintas a la tuya. ¿Tuviste ese mismo desafío con Heroína?

NC: Lo que me pasó con Heroína fue que primero tuve la historia. Y luego me di cuenta de que esa historia no tenía tanta importancia como sí lo tenía la forma, su voz. Esa con la que se iba a proyectar. Y durante un tiempo no podía soltarla, eran muchas páginas de mucha voz, de mucho fárrago. Y no tenía argumento. Es más, un poco sigue sin tenerlo. En el texto nunca termino de definir a quién le habla ella. Dejé de pensar en eso. Es posible que algo de esa circunstancia estuviera planeado, pero lo cierto es que algún momento me dije “basta”. Ya no me importaba tanto pensarlo.

AZ: Es como una base de hip hop que funciona como un esqueleto.

NC: Puede ser. Hay una estructura o una base y sobre ella se arman las funciones, en este caso semánticas, sintácticas o pragmáticas. Igualmente, no es algo que me haya dado cuenta en un principio. Salió después. El argumento estaba: era una historia de amor fracasado, una desgracia. Lo que pasó fue que cuando terminé de encontrar la forma, me di cuenta de que era una historia bastante trágica, sin embargo el personaje me daba mucha tranquilidad. Había podido realizar esa transición, y a pesar de todas las balas recibidas estaba bien plantada en ese presente. Era consciente y había elegido.

AZ: Esa fortaleza se ve cuando se queja de que a todos los soldados de Malvinas les dicen que terminaron locos.

NC: Exacto. Y eso tiene que ver bastante con lo que es una guerra. Yo recuerdo en los noventa, cuando era chico, que se hablaba de los papás que eran veteranos como tipos que estaban re locos. “Es que fue a la guerra”, decían. Era como que había una clausura de sentido. También me pasó en otros espacios. En una época que laburaba mucho en Plaza de Mayo, donde está el acampe de una franja de ex combatientes. El común de la gente que conocía me decía que estaban todos locos. Y la verdad es que es un discurso arbitrario e impuesto, y además sintetizador de una época. De cómo se generó el trauma, de cómo se corrió tan rápidamente, y de cómo no nos hacemos cargo de algo que está aún hoy muy presente.

AZ: ¿También es una forma de inhabilitarlos no?

NC: Sí. Es una práctica que no se puede llevar a cabo, que no se puede resolver. Me parecía que había una sensación clara cuando Heroína habla de sus sueños, que incluyen al Indio López. Todo eso aparece en un espacio de ensoñación y neblina, como algo que no se ve. Porque me parece que estaban como suspendidos todos esos personajes alrededor de lo de Malvinas. Ahora creo que no es tan así. Me parece que el kirchnerismo, en cierta forma, trató de reubicarlos y darles cierta visibilidad, y ellos se fueron calificando. Pero sigo pensando en que la gente los ve en ese espacio tétrico, como personas que no pudieron resolverse, que no son capaces del decir. Es un colectivo muy sufrido. De hecho, el otro día salió una nota en la Paco Urondo y me llegaron como siete mensajes. Me decían que era una payasada lo que había hecho, una falta de respeto para los héroes caídos en las Malvinas. Es lo que puede pasar. En un primer juicio puede parecer eso. Yo no puedo dar un juicio de valor sobre mi propio texto, pero me parece que esa no era la intención.

AZ: Parece repetirse siempre lo de Copi con Evita.

NC: Sí, totalmente. Es una gran referencia. De hecho, para mí Heroína es eso. Una loca de Copi o de “La jaula”. En algún punto también es Toto de “La traición de Rita Hayworth”, y tiene algo de Molina de “El beso de la mujer araña” (de Manuel Puig). Esos personajes me atraen mucho. Como los de (Humberto) Tortonese o Batato (Barea) en el Parakultural. Son maravillosos, y fueron para mí como un acertijo. Tienen algo de ritual encantatorio, como una palabra arrolladora y una imagen seductora, que sin embargo no está dentro de lo normativamente atractivo para un hombre, y aun así lo es. Entonces, es un espacio de deseo, pero como silenciado o asordinado. Heroína tiene mucho de eso, me di cuenta con el tiempo, desde otras lecturas.

AZ: Hay como una especie de neblina narrativa entre lo que pasa en la guerra y lo que se vive en los barrios, como una violencia hermanada.

NC: Sí, lo noté después. Me parece que cuando ella habla de “sus hijos muertos” y de todo lo que tiene que ver con “Mashin Bu” —una alusión a Dragon Ball que parte del imaginario con el que me formé— hace referencia a personajes huérfanos: sin madre y sin esa necesidad de matria que ella les intenta dar. Una matria bastante hecha a su modo. Eran personajes que se podían traspolar y así funcionar. Parte de una sensación que tenía y que se genera de esa frase de Sófocles que dice “en tiempos convusionados el orden natural se invierte y los padres entierran a los hijos”. Esa frase me pareció muy poderosa. Y no la leí propiamente de Sófocles sino de Juan José Saer, que la toma de él.

AZ: ¿Ella busca no repetir la historia de Dorita, su madre? 

NC: Hay algo de martirio y de culpa. Están muy fijos los roles de una familia de barrio. Con todo lo que puede de horizonte y todos los impedimentos sociales. Son funciones parentales bien duras sin ninguna movilidad. De hecho, ella recompone la historia con su madre pero nunca dice hasta cuánto. No importa, por eso no está. Pero sí me parecía que ella padecía cierto sufrimiento, igual que esa madre.

AZ: Es curioso el lema de “poner el culo por la patria”, pero ¿cuál es la patria para ella?

NC: Es raro. Al principio no era más que un chiste. Una suerte de muletilla que el personaje tiene, eso de “si vos sufriste, yo por la patria puse el culo”. Pero no está claro cuál es su patria. Porque su patria claramente son los demás. Va muy por el lado de “la patria es el otro”, aunque parezca una joda. En ella funciona. De hecho al judío Kratz en un momento se acerca y lo hermana, y hasta terminan abrazándose todos. Ella está siempre tratando de tender un puente con el otro o con sus pares. Y eso siempre fracasa. Su amor queda huérfano todo el tiempo. En Heroína siempre está la idea de comunidad, en un sentido relacional. Un signo que está en relación a otro, y ahí está su función. El valor de ella en tanto parte de un todo. Ésa sería su patria. Y hoy yo diría que en realidad es su matria. Pero todo parte de que en un primer momento satirizaba mucho a la propia Heroína, exageradamente, y hasta de forma grotesca.

AZ: Hay un constante diálogo con el lector, como si estuviera charlando con alguien, la protagonista. ¿Qué intención trae aparejada esa metodología?

NC: Es una experiencia que había tenido con Súcubo. Que para presignificar el relato decía: “¡Pará! Escuchá ésto que va a estar bueno”. Tiene que ver más con mis obsesiones y la necesidad de tener todo bajo control, que nada quede libre. Es como si le dijeras a alguien “no te vayas”. Es también miedo a que el lector se escape. Tengo terror con eso. A veces de forma inconsciente.

AZ: ¿Sos un autor que siempre necesita arriesgar con la forma de la escritura?

NC: Trato de arriesgar siempre un poco. Me gustan más las presunciones estéticas que las realidades. Trato de ir saltando. A veces son muy abruptos esos saltos. De hecho, de Íncubo a Heroína hay un pasaje bastante largo.

AZ: ¿Cuál es la conexión que tiene la novela con las obras La cautiva y El matadero?

NC: Es una cuestión de imagen. Al menos para Heroína es así. En cierto punto a ella le atrae el espacio que tiene La Cautiva como objeto de deseo para el malón y como un personaje femenino sufriente. Varias condiciones de lo que en su imaginario a ella le agradaría. Después me di cuenta de que había otras cuestiones, por detrás de eso. Ahí aparece El Matadero y esta idea de la guerra gaucha. Esa gauchada que fue la Guerra de Malvinas. Fue una gran gauchada en muchos niveles. Al menos en mí interpretación. En La Cautiva ella encontraba una forma de reflejarse, dentro de ese espacio violento. Pensando más que nada en esos grandes cuadros y trabajos que las ilustran: su significado, su cuerpo, su pelo. En Heroína había una necesidad por saber hasta cómo podían mantener su pelo arreglado en medio de tanta voracidad. Por ahí viene la relación con esa imagen. Ahora, en cuanto a espacio referencial con el gaucho y la pampa, es más interpretativo. No sé si tiene que ver con ello exactamente.

AZ: Las cautivas que eran rescatadas ya no pertenecían a la comunidad indígena ni tampoco podían reinsertarse en la sociedad “blanca”. ¿Esa dificultad de inserción social es un poco la que sufren personas como Heroína?

NC: No lo había pensado. Es bueno el concepto. Lo que me pasó con Heroína fue que en un momento me acerqué a una referente del movimiento trans, para plantearle un poco el texto, y además quería que fuese la tapa del libro. Me dijo que iba a leerla y luego responderme. La leyó y no le pareció pertinente hacerlo. Me dijo que todas las trans no tienen el mismo devenir que Heroína, que no todas terminan en la prostitución como su principal fuente de ingresos. Y la verdad es que, hablando con otras personas del colectivo, el noventa por ciento cayó en esas prácticas. En realidad, muchas lo eligen y otras no. No tiene que ser un problema.

AZ: Por eso la necesidad de las leyes de cupo laboral trans.

NC: Exacto. Sigue pasando. Por eso creo que escaparle a esa lectura y no problematizarla es un error. Tal vez la cuestión pasa por verlo de forma biográfica o personal, que está bien, es lógico. Pero no representa a la mayoría de los casos que al menos pude conocer.

AZ: ¿Creés que los relatos del conurbano y de los barrios más marginales terminaron ocupando el lugar de la literatura gauchesca?

NC: Es buena la idea. Me pasó de ir a ver a un amigo que escribe en ese tono, un tono casi del lamento. Era en Recoleta. Y a mí me dio la impresión de que los demás lo veían como a un mono que les estaba llevando la gracia desde el margen al centro. Entonces yo quería escapar un poco de eso. Pero si lo pienso de esa manera no está mal. Es más, hay un texto de Mariano Dubini que es “Indios, gauchos y villeros”, que tiene una lectura que va por ese lado. Es un recorrido que es posible hacer. //∆z