Algunos apuntes sobre la serie que cuenta la vida del ídolo y femicida argentino Carlos Monzón.

Por Carolina Bello

En pocos países ha sido tan fuerte la tendencia a forjar la imagen del ídolo, algunos se convierten en estampitas que alcanzan la categoría de lo sagrado, otros se erigen en monumentos avalados por las instituciones, a otros se les perdona todo, incluso la trampa irrefutable de un gol con la mano, a otros se los embalsama.

Carlos Monzón fue un ídolo y fue, según lo demostró la justicia, un femicida. En una proeza sin igual, desafió al campeón del mundo Nino Benvenutti y trajo el título desde Italia a Argentina; y con tres dedos de una de esas manos levantó del cuello a su esposa Alicia Muñiz hasta asfixiarla. Luego la tiró por el balcón.

En la televisión argentina se habían contado historias de la gente común, basadas en mitos literarios o sobre asesinos, pero no se había contado a los ídolos. De Gilda y Rodrigo se ocupó el cine. No parece ser arbitrario que la industria de los contenidos audiovisuales decida producir y filmar al mismo tiempo la vida de Sandro, Maradona, Carlos Tévez o Monzón.

Así son los ídolos en Argentina: héroes de tierra y oro, claroscuros que nos recuerdan lo reales que son, tótems animados que garantizan ya no la admiración, sino la empatía.  Aquel ponerse en el lugar del otro para entender.

Y en los setenta Argentina entendió a Monzón y después lo quiso. De pronto, la sociedad sintonizaba una pelea de boxeo con la misma vehemencia con la que se sintonizaba un mundial de fútbol –la factoría de emoción y anhelos por excelencia en el Río de la Plata-. Acá no eran 11.  Acá había uno solo con todo el pueblo soplándole presión en la nuca del ring.

Sin tener la poesía de Mohamed Ali –capaz de enmudecer con su retórica a los periodistas más agudos– este pibe del interior salvaje o pobre –según el material que se elija para construir el mito– traspasaba la pantalla con su osadía y la picardía al declarar. Peleó en la categoría de los medianos y supo aprovechar bien el largo de sus extremidades. El brazo estirado llegaba dúctil a la cara del adversario, y sus piernas flacas y livianas jamás se clavaban en el ring: parecía flotar. Eso le permitía un desplazamiento tan rápido que burlaba al aplomo de cualquier boxeador.  “Yo lo único que sé hacer es pegar”, le dijo Monzón a Tito Lectoure, promotor histórico del boxeo en Argentina, el día que le comunicó su retiro. También tuvo un gran maestro: el que lo hizo, el lado pensante de la vida, Amílcar Brusa, interpretado por Fabián Arenillas con maestría, la mejor actuación de la serie.

Inventarla de nuevo

Monzón plantea  varios tiempos de la historia que oscilarán entre la década de los 90 –años de cárcel y su muerte-; los 80 –los excesos, el cine y el femicidio-; los 70 –el apogeo y gloria-; y los 50, quizás lo mejor de la serie por el especial cuidado en la recreación y la intención cinematográfica para mostrar sus infancia y adolescencia.Uno de los logros de Monzón es el acierto en la dirección artística, aquella que se ocupa de que todo en el espacio sea fiel a la escena y esté al servicio de la historia. Recrear historia reciente siempre tendrá un riesgo: puede ser fácilmente refutada por la memoria de los contemporáneos. Además, la recreación reciente tiene el desafío de no convertirse en una parodia epocal que solo acumula objetos en las escenas a modo de indicios que funcionan como mero ornato, vacío de contenido.

En Monzón es tan cuidada la recreación que no asistimos a una sumatoria de referencias epocales, sino a escenas recreadas de forma integral que nos hacen prestar atención a la historia. Esto porque su contexto es tan verosímil que no necesitamos apuntar a la pantalla cada vez que aparece un objeto del pasado, ya sea un fax o un blazer con hombreras desmesuradas. Están ahí porque tienen que estar.

Se le ha criticado a la serie haber agregado situaciones que en verdad no han ocurrido así, pero lo cierto es que se trata de una ficción, no de un documental –aunque este género, aún pretendiendo contar la realidad, nunca pueda aprehenderla del todo, sino también intentar recrearla-. El relato de ficción basado en la realidad es, como decía Tomás Eloy Martínez, “por definición infiel, no se puede contar, ni repetir. Lo único que puede hacerse con la realidad es inventarla de nuevo”. Y es preciso atender a esta cita en Monzón, porque en tanto recreación que construye un relato, tiene que echar mano de elementos artificiales para mantener la tensión que, por sí sola más allá de su impacto, no ofrece la historia real.

Lo mejor de su recreación de época es el flashback: la infancia y adolescencia del futuro boxeador.  En este salto al pasado dentro del pasado, vemos al pequeño Carlos, un pillo al mejor estilo del relato picaresco español, sobreviviente de la miseria. “Comer para vivir, robar para comer”, canta –desde la factoría Disney de 1992 – Aladdin, otro héroe pillo y pobre, mientras escapa de los guardias por robar un pedazo de pan. Y eso mismo parece decir el pequeño Carlos ante el increpe de la autoridad, mientras cena el abandono con hermanos que tienen descalzos hasta los ojos. Esa escena, en la que campea el fuego en torno a una mesa en la que los niños comen con la mano, parece una evocación lograda con mucha calidad de una escena similar de la película Gatica, el mono, otro ídolo que salió del vientre de la mugre y la furia.  En ambas escenas hay un sentido consolidado entre las luces y la sombras de los fuegos en tachos, acaso como imaginamos la siempre vigente Alegoría de la caverna.

Ya en la adolescencia de Monzón, mientras transcurre la década del 50, las acciones giran en torno a un sitio magistralmente recreado y pocas veces visto en el audiovisual contemporáneo, que es la pulpería. Ese espacio almacén y bar, confesionario y ring cuando la cosa se va de mambo, cuyo génesis se encuentra en el mundo criollo de gauchos y chinas pero que, tanto en Argentina como en Uruguay, sobrevivió en regiones del interior como bastión de otros ritos que hoy se perpetúan en otras formas: una red social cara a cara con olor a agua ardiente y a carne salada.

Cada escena allí filmada tiene una intención cinematográfica en la estética y en el timing que por momentos evoca pasajes de lo mejor de Lucrecia Martel en Zama, aunque esta película recree acontecimientos del Siglo XVIII.

El criterio de saber contar

A estas alturas, estamos ante una serie que va mucho más allá del efectismo a nivel argumental de mostrar al ídolo asesino. Es una obra que se esmera por plasmar fragmentos esenciales de la cultura argentina y lo logra con el rigor del archivo y con la destreza de aquellos que saben cómo contar una historia con criterio.

El rol de la mujer, siempre como subsidiaria; la función de los medios de comunicación y la noción de verdad; el ídolo como construcción al servicio del sentimiento patrio; el lenguaje y sus modos como articulador de saberes; la justicia y sus falencias; el peritaje antes del ADN y la naturalización de la violencia como una cuestión endémica, son los temas que aborda la serie más allá del ascenso y descenso que plantea el relato principal sobre la vida del campeón asesino.

En Argentina ocurre un femicidio cada 32 horas. O, lo que es decir lo mismo: una mujer es asesinada cada día y medio. A golpes, quemada, a puntazos o por un tiro. El problema es y ha sido endémico. Por primera vez el arte comienza a revisar sus modelos de reproducción, lo que, incluso, conlleva riesgos.  Porque no hay que confundir reproducción artística para recrear una circunstancia con la supresión de formas para evitar la propagación de un mensaje incorrecto.

Si en Monzón no viésemos cómo la abogada contratada por la defensa tiene que hacerse camino para dejar de servir el café, o si el lenguaje empleado estuviese sujeto a la tutela de la corrección, la serie se volvería inverosímil, además de un fiasco. Por suerte cada época es reproducida con toda su crudeza.

Adiós al lenguaje

En este sentido, otro acierto de la serie es el lenguaje y la reproducción fiel de una forma de hablar de la época tanto en contenido como en forma. Y, al pensar en esto, es necesario plantear, de refilón, una sinapsis sobre la lucha por el lugar de la mujer en la sociedad y su relación con el lenguaje.

Resulta siempre interesante reflexionar si el lenguaje va a modificar las conductas por introducir en su gramática una “x” en lugar de una “o”, o podríamos pensar que el lenguaje mutará su significado cuando las convenciones de las comunidades lingüísticas que lo fijan dejen de decir “mi mujer” porque se habrá entendido que no se trata de forzar la gramática sino de cambiar la conciencia individual de ser y estar en el mundo. El lenguaje inclusivo no tiene que ver con alterar las desinencias, sino con socavar patrones culturales históricos desde su significado y no desde la forma de las palabras.

A la hora de las presentaciones ninguna mujer se refiere a su pareja como “mi hombre”. No sucede a la inversa. Como si la sujeción de un género a otro estuviese dada de plano por la lógica de la posesión.

Esa lógica de la posesión es mostrada sistemáticamente en Monzón. Carlos Monzón tuvo hambre, tuvo éxito, tuvo fama y tuvo mujeres. Primero su novia, Pelusa, con la que se casaría y tendría dos hijos. Después todas las demás, entre ellas la diva de los teléfonos Susana Giménez –en su eterno rol de no sabe no contesta-, interpretada de forma vistosa aunque poco convincente por Celeste Cid.

Justicia a medias

Monzón no agota el relato en la peripecia del héroe, sino que va más allá, al poner de manifiesto las negligencias del sistema judicial, el rol de los medios de comunicación anteriores a las nuevas tecnologías y la construcción pericial de lo que se entiende por verdad.

Hace solo treinta años la pericia más concluyente que existe actualmente para casos de asesinatos y violaciones no existía: ningún fiscal, ningún abogado, podía armar una causa que incluyera tres letras: ADN. Nadie supo durante la investigación de quién eran las gotas de sangre encontradas en la escalera de la casa de Mar del Plata donde Monzón asesinó a Alicia Muñiz.

Hubo dos autopsias. En la segunda se percataron de que al cuerpo de Muñiz le faltaba un músculo en el cuello. El mismo que genera hematoma cuando alguien muere por asfixia.

La justicia, sobre todo en los países que cuentan con juicios orales, ha sido siempre una pugna entre el discurso y la prueba. Aún así, la prueba, cuando es carente de ciencia concluyente –como el ADN–, siempre puede entrar a formar parte del universo discursivo.

Monzón se toma tiempo para colocar al espectador de ambos lados de la trinchera judicial y, en esa pugna, podemos ver cómo ante un mismo hecho que hay que desentrañar cada parte irá fraguando una estrategia de culpable e inocente, respectivamente. También muestra la falta de pericia histórica en Argentina cuando la policía irrumpe en la escena del crimen sin criterio ni prurito para preservarla, y el lado más endeble de un código penal que demora en adaptarse a su época. Como en 1984 no existía la figura del femicidio, a Monzón le dieron una pena de catorce años. Actualmente un femicidio es penado con condena o reclusión perpetua.

Antes de las redes sociales, los medios tradicionales como la radio y la televisión eran la única forma de acceder a la información. Monzón también se ocupa de los medios, sobre todo al capitalizar el archivo generado por ellos para transmitirlo tal cual o, para una vez más, recrearlo.

En estos tiempos de producción audiovisual indiscriminada, donde aparecen segundas temporadas que no estaban previstas solo porque un producto –ya no obra– funcionó bien y donde cada vez es más complejo encontrar series con la calidad de las lejanas Mad Men o The Wire, Monzón es un grito en la estepa. Una serie que podría haber sido mucho más correcta y cómoda pero, sin embargo, prefirió dar un paso más allá para introducir con destreza la permanente reflexión entre eso que fuimos y seguimos siendo. //∆z