Por Matías Nicolaci

Hubo un tiempo en que no tenía que escribir sobre remeras rockeras: las usaba. Nunca pensé que de lunes a viernes terminaría vistiendo traje, saco, camisa, corbata; el uniforme de los garcas. O como bien sabíamos decir, los caretas. Pero acá estoy, recordando cómo era usar remeras rockeras hace más o menos dieciséis, diecisiete años, los mismos años que por entonces tenía. La más emblemática de las que usé, por ser la primera en ese tiempo noventoso donde comenzaba el fervor por La Renga, Los Piojos, Divididos, y se gestaba silenciosamente la debacle de la chabonería, fue, para variar, y como bandera de un alma maricona, esa: la de Lennon. Anteojos circulares, pelo corto, claro, ojos achinados, al límite de la fusión con Yoko. La cara angulosa del Lennon de los 80s sobreimpresa en el fondo negro de una remera negra, negra como las de Hermética, negra como las de Metallica. Pero de Lennon. Mi Lennon era acaso un Lennon singular:  Lennon, el que yo escuchaba, tenía su costado de no future y, si se me permite la expresión, hippismo dark. Era Nirvana pero con música. Quiero decir, escuchar a los diecisiete años esta simple frase: “dios es un concepto por el cual medimos nuestro dolor” me parecía más demoledor que cien Pappos juntos. Sobre todo porque no se entendía muy bien, no se trataba de un gesto de desprecio evidente, no le escupía la cara a todo y a todos; no, era un punk suavecito, casi de salón, mimetizado con la gente y las buenas costumbres. Hasta que descubrías que con esa misma elegancia y esa sutileza genial se venía desde nadie sabía bien dónde el inevitable y certero cross a la mandíbula. Me dejaba pensando. Si dios es un concepto por el cual medimos nuestro dolor, y dios es infinito, nuestro dolor es infinito. Creo que estuve meses hasta entender eso. La frase se incubaba como un organismo inocente y en algún momento imprevisible se activó dentro. No estaba afuera como un cartel, paradójicamente, festivo; a todas luces y a color, como las que se podían escuchar en boca de los supuestos rockeros denegacionistas de todo setentismo allá por los 90, 2000, 2001. Lennon, aún en la declamación más íntima, aún en la crudeza y en la honestidad brutal de una canción como “God” no era simple. Daba una vuelta, una vuelta mínima, un rulo genial, como si la frase hubiera tenido que adquirir la forma de una lengua, primero, de tu propia lengua, para que te encontraras diciéndola como por primera vez. Eso es pensar, llamar a pensar. Por eso tuve una época ramonera, una época chabona, una época ricotera, una época bersuitera; pero de todo eso sobrevive únicamente Lennon, porque las épocas son de afuera, pero el palo verdadero es el de adentro.

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Crecíamos como las formaciones silenciosas que se van gestando de acuerdo a la constancia más o menos variable de ciertas condiciones, como hongos, como un cáncer, en la repetición infundada de los ritos, en la secreta desconfianza hacia lo exterior, en el azaroso instinto de asociación que teníamos entre nosotros como jóvenes. Recuerdo mi remera rockera con mi Lennon negro y dan ganas de ponerse a llorar. Porque, a pesar de tanta mierda que tuvimos que comer, a pesar de las notas de la Viva y el sermoneo universal de la gran conspiración de adultos que nos reprochaban nuestra falta de organización y nuestra abulia -nuestra nulidad-, a pesar de que finalmente perdimos también nuestros amigos, tuvimos también nuestros muertos, y conocimos apenas el amor, a pesar de todo eso, pienso, éramos hermanos en la nada. Un ejército de Bartlebys. La cabeza prendida como un fósforo. Y sólo saber decir no.

Todavía tengo mi remera rockera en el fondo de un placard. Agujereada por las polillas. Detrás de la camisa. Del ejército de corbatas. Todavía me susurra algunas noches. Habla como hablan los espejos  “Who are we?”, me dice; “Who I am?”.//∆z

Matías Nicolaci nació en Julio de 1983. Estudió filosofía en la Universidad de Buenos Aires. No se recibió. Escribió dos libros; Errar, y El tren de los Suicidas. Tuvo amores, pocos, desgraciados. Lo poco que sabe de la vida se lo debe a Spinetta, Charly García, Lennon, y algunos otros. Actualmente trabaja de ñoqui en el Estado.

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