Novela sobre la política de lo íntimo, ficción especulativa, narración experimental, la segunda novela de Castagnet  desafía las formas y resignifica la idea de desaparecer. 

Por Sebastián Rodríguez Mora

Es perfectamente posible afirmar que la ciencia ficción en la actualidad funciona más como un meta recurso narrativo antes que como género diferenciado. Recurso, herramienta, sistema de trabajo narrativo. Mármol sobre el que tallar -grafo a grafo, golpe a golpe- la historia por contar o el archipiélago de ideas que se quiere relacionar. El artificio de narrar en estas brumosas coordenadas no está ya tanto en la especulación sobre el futuro en sí, como lo hizo el género de la ciencia ficción desde comienzos del siglo pasado. Por décadas este artefacto de industria pesada cargó presente como material de fundición, con el que luego modelar piezas de futuro. A veces sólidas y otras no tanto, acaso mal templadas, la durabilidad y belleza del trabajo literario suele redundar en la pureza de la materia prima y la efectividad de la maquinaria. Una escoria muy valiosa se amontonaba de a montañas al final del proceso. De ella parece nutrirse Martín Castagnet para su nueva novela, la cual analizamos a continuación.

Tanto en Los cuerpos del verano (Factotum, 2012) como en Los mantras modernos (Sigilo, 2017) es posible establecer un mecanismo, un sistema de encendido narrativo: un aspecto esencial para lo humano ha sido solucionado por el desarrollo de la técnica. En Los cuerpos es posible continuar la existencia mudándose a un nuevo cuerpo, de modo que somos inmortales; en Los mantras los buscadores (lo que podríamos entender como una concepción ampliada de Google) permite conocer el futuro. La humanidad rompe sus fronteras hacia el infinito, al menos en la superficie; sin embargo, hay problemas en el Paraíso. La mudanza frenética de un cuerpo a otro permite que la venganza sea eterna y acaso imposible; saber el futuro es saber que se viene el fin del mundo. Acaso sea esta la pregunta propia de toda ficción especulativa, la única que vale la pena: ¿es posible resolver el conflicto humano, salir  del valle de lágrimas? Ambas novelas de Martín Castagnet argumentan que no. Y para hacerlo, optan por un punto de vista lógico y muy efectivo: la voz íntima de sus protagonistas, la trama familiar, el núcleo donde lo irresoluble se hace carne (y para contextualizar sobre Los mantras, se deshace). Como esos Especiales de Halloween de Los Simpsons en los que al finalizar Bart quedaba convertido en un murciélago o todo Springfield se volvía zombie, los mundos narrativos de Castagnet ofrecen un tour por lo extraño dentro de la cotidianidad del futuro, un relato del momento en que todo cambió.

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“La gente desaparece, el sentido común permanece”

En Los mantras la gente desaparece. Sí, se desvanece en el aire, se hace transparente y sutil. Está y no está, se evade pero permanece. Al principio sin control, luego con tutoriales por internet, es posible desmaterializarse y mirar, como Frodo adicto al anillo, el mundo desde otra perspectiva. El problema es para los que quedan de este lado, a los que la luz los choca y no pasa de largo. Masita busca a Rapo, su hermano, en medio de la separación de su novia Sabrina y las visitas al geriátrico donde retienen a Ababa, su abuelo a medio demenciar. Hay más personajes en esta conflagración: Marcial y Lupe que tienen a Flamarión, el niño que puede hablar con los objetos; Vicky, un jubilado entre zen y neonazi que parece leer mentes; la madre de Masita, que gitanea efectos personales ajenos y llora al marido también desaparecido secundada por su astuta empleada doméstica; la madre de Sabrina que cuida un jardín. Castagnet arma una red de muchos personajes desperdigados por Embarcación, la ciudad, la región y el mundo entero del relato –acaso un homenaje oblicuo a Eisejuaz de Sara Gallardo. El foco entre todos ellos se distrae, nunca se queda mucho con uno solo, como si quisiera verlos a todos y darles micrófono a sus pensamientos. Porque nadie sabe muy bien qué es lo que pasa con este presente. Ni utópico ni distópico, podríamos llamarlo a-tópico: sin lugar firme, sin tema central, la gran incertidumbre. La gente se acostumbra a lo extraño, pero la duda prevalece y ahí se centra el afán de cada personaje. Masita busca a Rapo, Rapo busca a su padre, la madre busca a todos, Ababa confunde a sus nietos y se escapa para encontrarlos. Una familia lucha para no desaparecer, la tradición pugna por no desangelarse. Entonces, el mecanismo de encendido narrativo traspasa su energía al motor de la novela, una máquina fascinante, multiforme, que tracciona a ambos lados de la hoja y a través del espejo de la narración hacia nuestro mundo de lectores, hacia nuestra cotidianidad. Desapariciones, incertidumbre, objetos que se comunican con nosotros y entre sí: Los mantras modernos le habla al presente en voz alta, y le avisa que se viene el agua.

“¿No tenés cada tanto la impresión de que la gente es analfabeta? A mí no me interesan tanto el clima o las elecciones sino el futuro personal (…) ¿De qué sirve saber el futuro si no puedo saber mi futuro?”. Los mantras es, entre varias cosas, una novela sobre la política de lo íntimo. Las personas desaparecen aquí bajo los mismos términos en que uno aprende a relajarse y a gozar(se) hasta el límite de lo que se define como disolución. Perderse en lo propio, dejar el mundo con sus desafíos y aporías, olvidarse del otro. La ciencia predice el futuro pero también ayuda a contener la epidemia de intimismo con dispositivos para ver lo invisible. La ciencia elonga hacia el futuro y revela la complejidad del presente: los desaparecidos, al igual que todos los objetos, están impregnados de “vida exótica”, un aura sutilísima y pegajosa, una gelatina áurea. Volveremos a ella a su tiempo. Pero centrémonos en estos desaparecidos, en su autogobierno corporal: “Para los desaparecidos es más fácil permanecer inmóviles. La inmovilidad como camino a la disolución, la disolución como camino hacia el futuro”. La novela habla con el presente porque en sus términos desaparecer no es encallar en el pasado inmanente del que no termina nunca de morir, en la historia argentina del siglo XX; arriesga kamikaze todas las fichas a un nuevo sentido cuando desaparecer es viajar en el tiempo hacia adelante y volver. Porque en Los mantras los desaparecidos vuelven, y por eso Castagnet incrusta una escena mínima y turbulenta: el anciano Ababa dice que su nieto Rapo está invisible y Masita lo corrige:

-No se dice “invisible, se dice “desaparecido”.

-Desaparecido es otra cosa.

-No sea viejo, abuelo.

En otras palabras, esa lucha está terminada (perdida), el protagonismo es de los jóvenes que no están anclados al setentismo, hardware pesado e inútil en tiempos de veloz androidicidad. Porque esa escena polémica está atada a una representación del presente a través del futuro, otra vez utilizando lo cotidiano como fratacho. Los viejos del geriátrico donde vive Ababa protestan porque contra el avance de la tecnología: piden monitores, teclados, gritan reclamando su legítimo derecho a ver porno como lo hacían en sus años mozos. Castagnet pone al siglo XX en ese geriátrico, lo delira un poco. Pero con el paso de las páginas, Ababa saldrá del campo de concentración para la tercera edad –tercera edad de la humanidad, los viejos analógicos- y salvará a su familia de la disolución. Esta dinámica aparecerá en muchas instancias de Los mantras: hay recetas del pasado que atemperan el futuro para contener al presente de la explosión de sentido.

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La ciudad invisible como doble de la ciudad presente

Italo Calvino dice en el prólogo a una edición norteamericana de Las ciudades invisibles que le parece mejor leerlo como un libro de poesía antes que de narrativa. Es posible leer ambas novelas de Martín Castagnet bajo esa clave. “El perro no está solo: todos los perros que enterraste en tu vida, en tu parque, vinieron a buscarte. Corren hacia vos, te rodean, tascan el espacio donde estuvieron tus talones, te empujan, te mordisquean, te hacen tropezar. El fin del mundo huele a comida para perros”. Como Los mantras centra su atención descriptiva en el tacto, encontramos derivas inesperadas de lo que la ciencia ficción clásica entiende por ficción especulativa: se especula sobre capacidad humanas imposibles como hacer invisible tu cuerpo, antes que sobre cuál será el futuro orden del mundo que determine nuestra historia. El Estado es fantasmático, los gobiernos cambian, pero nada parece determinar mucho a los protagonistas. Los individuos se cuidan entre sí hasta donde pueden, sus problemas son metafísicos pero a la vez muy concretos. Sabrina, la ex de Masita, rastrea y se relaciona con un militar al que logra rescatar de la desaparición profunda. Un militar desaparecido: cuando las alarmas del lector se encienden, la narración huye hacia adelante. Así es el motor narrativo y estético en esta novela que descoloca, reasigna sentidos, obliga a acoplarse e inunda la lectura de interpretaciones. Lejos de tirar la pelota afuera o pisarla en el córner, Castagnet llena de centros el área de nuestro presente y que cada uno elija para qué lado quiere cabecear.

Lo más difícil que tiene la literatura como actividad intelectual es ser capaz de hablar al mismo tiempo de dos o más temas a la vez escribiendo las mismas palabras. Los mantras modernos, en su maremágnum por momentos confusa y por otros excepcional, logra eso mismo. Es una novela política, por encima de la obvia lectura política que todo texto literario permite. Es una novela familiar, es una novela intimista, pero también es una narración experimental que no resuelve su trama por arriba ni por la puerta grande: como David Copperfield, es capaz de desaparecer la Estatua de la Libertad vía satélite, creamos en el truco o no. Vayamos a un ejemplo concreto que además cierre otro eje temático presente en la novela.

Volviendo a Calvino, la ciudad de Embarcación para los desaparecidos es una ciudad invisible pero repleta de aquella vida exótica, esa biología indescriptible –por momentos, incluso para el autor- que recubre y anima los objetos, desde un lavarropas hasta un plato de fideos. Muchos de los que están de ese lado al parecer trafican objetos de un lado a otro, del futuro hacia el presente. La mezquindad y el acaparamiento desequilibran algún orden metafísico, y el caos sobreviene. Allí los perros hablan, los hombres prosiguen vivos en sus objetos aún después de muertos y en la Embarcación del presente se trasvasa el futuro informe. La ciudad se inunda de futuro, un agua pegajosa que barre todo a su paso. El sentido del futuro del que hablábamos más arriba arrasa los que todavía se aferran al presente, y a su paso ese caldo de cultivo matará a muchos. Una ciudad inundada por el futuro sin forma. Un fantasma ronda con insistencia sobre el final del libro: esa catástrofe ya la vimos hace unos años en La Plata, ciudad de la que el autor es oriundo.

Ni por arriba, ni por la puerta grande, Los mantras modernos provoca esa lectura torrentosa que desborda las bocas de tormenta del sentido común y arruina los muebles viejos de la casa, la propia. Un arrebato violento y necesario al estado de bienestar del panorama literario argentino.//∆z