El mítico disco de The Clash cumplió cuarenta años en diciembre. En ArteZeta repasamos canción por canción un álbum que marcó un antes y un después en la historia del punk rock.

Por Rodrigo López

La elevada relevancia musical y cultural de London Calling es indiscutible, pero sin dudas es una cuestión sobre la que vale la pena profundizar. Lanzado en 1979, el tercer trabajo de estudio de The Clash fue una verdadera apuesta: un extenso disco doble que significó uno de los primeros grandes pasos en la historia del punk rock. Bajo la producción del excéntrico Guy Stevens, los británicos potenciaron la base sonora creada en sus dos primeros LP y fueron mucho más allá de lo que marcaba la delgada línea del horizonte. Si bien tanto en The Clash (1977) como en Give Em’ Enough Rope (1978) –a pesar de desmarcarse del sonido más directo y cuadrado de la primera ola– habían decidido asentarse con la rabia del punk rock originario y la potencia galopante del hard rock y el blues rock clásicos, la ascensión de The Clash hacia el Olimpo musical se produciría con el uso de un juego de herramientas muy diferentes a las que su público estaba acostumbrado.

London Calling trajo consigo un huracán que sacudió los cimientos del punk y que le permitió consolidarse en la escena grande con la misma fuerza que en el underground. Mientras los grandes poderes del mundo buscaban dividir y conquistar, The Clash propuso borrar todas las fronteras culturales para crear un sonido que se acercara a la idea de una sola voz global. El viaje tuvo paradas plagadas de diversidad: Camden Town, Kingston, Palma de Mallorca, Manhattan, Brooklyn, Queens, México D.F, El Cairo y muchas otras ciudades encontraron unidad total en las diecinueve canciones que componen y definen al disco. Alejándose del ethos sonoro minimalista y básico del “primer punk”, The Clash inició la única y verdadera globalización musical: con la decencia humana como leit motiv, Joe Strummer y compañía decidieron rehacer un, en aquel entonces, muy breve legado, a riesgo de perderlo todo en apenas un movimiento.

El mítico riff que inicia la mítica y ambivalente “London Calling” –una de las más grandes composiciones de la historia contemporánea– sin dudas ha marcado a varias generaciones. De la guitarra de Mick Jones llegan toneladas de reggae, dub y punk rock, mientras Joe Strummer se encarga con sus gritos selváticos de ponerle el marco ideal a la columna rítmica creada por la profundidad de las fintas de Paul Simonon y la contundencia del golpe seco sobre los parches de Topper Headon. Desde de las profundidades de una Londres devastada por la trágica sucesión entre la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y el Thatcherismo, este llamado a la siempre temida lucha de clases tiene su continuidad perfecta en la peculiar cruza entre post-punk, rockabilly y hard rock titulada “Brand New Cadillac”: una pseudo sátira del rock and roll clásico norteamericano cuya esencia es tan festiva como furiosa, característica principal de la juventud rebelde de fines de los ’70, la famosa generación del “NO FUTURE”.

“Jimmy Jazz”, deudora del blues del delta como del reggae roots de la Jamaica profunda, aprovecha a la perfección la distorsión guitarrera y un muy preciso juego de vientos para crear una atmósfera que va de la tranquilidad a la intensidad. Así, construye en el camino una conversación entre Bob Dylan y el jazz más clásico. Sobre la misma superficie sónica, “Hateful” rescata las raíces negras de la música popular norteamericana y le agrega bastante foxtrot a una melodía eficiente que depende de igual manera de los sobresaltos rítmicos de Simonon como de las inflexiones vocales de un Strummer al borde del quiebre. Con la isla tropical siempre en el horizonte, la concepción melódica de “Rudie Can’t Fall” es una delicia, pues coquetea por momentos con el ska-punk y con el blues rock, además de tomar la decisión acertada de darle poderes plenipotenciarios a los vientos.

Los aires de clásico eterno por parte de “Spanish Bombs” aparecen ya con los primeros acordes. Esta canción, híbrido entre el beach rock y el pop/rock, impulsa una comparación muy cruda entre los atentados de la ETA y la Guerra Civil Española.  Este punto nodal del disco es un acercamiento valiente y correcto a un tipo de sonido denostado por los llamados “punks puros” y la prueba de que lo único que vale en este juego es abrir la cabeza y tender puentes culturales de forma incesante. Claro que esto no significa que lo más crudo deba ser dejado de lado: el blues rock resuena bien fuerte en “The Right Profile”, mientras que, a lo largo de la alienante “Lost In The Supermarket”, los londinenses buscan parecerse lo máximo posible a la cara más romántica y pegajosa de The Beatles.

Con la superposición de voces al comienzo de la acelerada y estructuralmente punk “Clampdown”, The Clash deja el tono bien alto para que “The Guns Of Brixton” se convierta en uno de los emblemas de la generación perdida. La primera canción compuesta y cantada enteramente por Paul Simonon explora las profundidades del reggae roots y refleja en su lírica lo sucedido durante los entonces muy recientes riots del Sur de Londres. Luego, cuando todo parece oscurecer, es imposible no caer rendido ante la intro góspel de “Wrong Em’ Boyo”, otro de esos ska-reggae bien lúdicos que pueden poner a bailar hasta a las piedras. Con el mismo optimismo, pero con una postura más dura, el binomio “Death Or Glory”/”Kola Kola” los encuentra de nuevo hermanados con el punk y el hard rock, para dejar claro que los dueños del detonador nuclear son solamente ellos.

La esencia baladesca y por demás triste de la dura y fantasmal “The Card Cheat” –incluida la fanfarria hollywoodense en el fondo– es otro de esos puntos de máxima creatividad: para hablar de los males que aquejaban a la sociedad, Strummer buscó separarse de lo meramente político y social y se adentró en la vida de un adicto al juego que es asesinado brutalmente en una partida de cartas que sale muy mal. El hecho de que el doble track de fondo intentase imitar la pared de sonido patentada por Phil Spector, hizo imposible que esta canción fuese tocada en vivo por The Clash a lo largo de su carrera y quedara entonces guardada en el famoso cajón “de culto”. “Lover’s Rock” y “Four Horsemen”, sin estar a la altura de las otras canciones, destacan por su simpleza y búsqueda de un camino por igual directo y distorsivo. “I’m Not Down” se despega de la linealidad propuesta por sus antecesoras y navega sobre una serie de fintas impactantes para dejar el toque final en manos de un vertiginoso punteo de Mick Jones.

“Revolution Rock” es un vistazo bastante parsimonioso del laboratorio de The Clash: sobre una composición original de Danny Ray y plagada de enojo y optimismo –dos ingredientes básicos a la hora de cambiar el estado de las cosas–, los británicos le agregaron referencias claras al movimiento punk y la hicieron galopar sobre una base en la que el reggae, el rocksteady y el dub encontraron un lugar en el que rugir como una sola voz. Sorpresivamente, el cierre no quedó en sus manos sino en las de “Train In Vain”, un himno funk rock y soul que representa otro rescate fenomenal de la black music para ponerle el moño de oro a uno de los más importantes hechos de la cultura popular moderna.

Han pasado cuarenta largos años desde el lanzamiento de London Calling y muy poco ha cambiado: a pesar de todos los avances tecnológicos de las últimas décadas, las sociedades se encuentran cada vez más aisladas entre sí. Encerradas entre muros, no pueden evitar sufrir constantes desgarros internos debido a los altos niveles de alienación, prejuicio, miedo y paranoia que las caracterizan. Sonoramente revolucionario, con gran riqueza en sus texturas, extremadamente versátil en su estructura y lleno de mensajes que siguen siendo tan necesarios como urgentes, London Calling será ad eternum una de esas piezas maestras atemporales. Un rayo de luz en medio del caos que continuará empujándonos hacia adelante y armándonos de coraje en los momentos de mayor duda y oscuridad. //∆z