Guillermo Francella se recibe de padre terrible en El clan, la irregular aunque efectiva película de Pablo Trapero.

Por Martín Escribano

Algunos recordamos la frase con la que Francella cerraba cada emisión de La familia Benvenuto, icónica telecomedia de principios de los noventa: “lo primero es la familia”. Quién iba a decir que tres décadas más tarde el mismo Francella volvería a sentarse a la mesa bajo el mismo lema pero esta vez como Arquímedes Puccio, el pater familias y cerebro del “clan Puccio”, conocido por el secuestro y asesinato de Ricardo Manoukian, Emilio Naum y Eduardo Aulet. A años luz de su Guille Benvenuto, y en la que es la mejor interpretación de su carrera (tanto en cine como en TV), el Arquímedes de Francella es una suerte de Tywin Lannister del conurbano, un témpano que apenas puede sonreír, un experto a la hora de meter culpa, infalible a la hora de evitar que su descendencia abandone el “negocio familiar”.

En El clan, el director de Leonera y Carancho intenta articular lo social, lo familiar y lo singular. La tarea no es sencilla: Trapero falla echando mano al siempre innecesario subrayado y por ello su última película peca de irregular, dejando lo mejor para el final. En este ir de menor a mayor, lo peorcito es el ida y vuelta entre 1982 y 1985 mediante la utilización de fragmentos de discursos de Galtieri y Alfonsín en un intento por mostrar “dos Argentinas” que, si bien contextualiza el momento en que los Puccio hacían de las suyas, viene cargado de cierta opulencia. Al mismo tiempo, la banda sonora (que incluye temas ochentosos de Virus y Serú Girán) y algunos efectos de sonido están puestos al servicio de remarcar la atmósfera asfixiante de la casita del horror sanisidrense donde vivían los miembros del clan. En varios pasajes del film, a Alejandro (Peter Lanzani), el segundo de los hijos de Arquímedes, se lo ve ahogado, metafórica y literalmente, por la ominosa figura de ese “monstruo” que barre la vereda en pijama y short como cualquier vecino pero que, puertas adentro, no duda a la hora de torturar a sus víctimas.

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Lo mejor del noveno largometraje de Trapero aparece no en lo macro ni en lo micro, sino en ese entre que se teje entre Arquímedes y su principal rehén: Alejandro. La necesidad del padre de pertenecer a la clase alta, la tibia desobediencia del hijo, sus mínimos movimientos a la hora de intentar armar su propia historia. Parece imposible que algo quede por fuera, el encierro extremo demanda salidas extremas y el policial deviene tragedia.

Pese a sus baches narrativos, Trapero sigue demostrando que sabe filmar. Ya inmerso en el cine de género e industrial y próximo a competir en la 72ª Mostra de Venecia (también participará fuera de competencia en los festivales de Toronto y San Sebastián), continúa entregando travellings notables. Que no pueda decirse lo mismo de cierto montaje paralelo que el lector sabrá reconocer es apenas un dato.

El que ya es el éxito comercial argentino del año va de la mano con algo que los Benvenuto no nos advertían. Aquello que Milan Kundera deja bien claro en La insoportable levedad del ser: la idea de que la familia puede ser un campo de concentración.//z