En su ópera prima, la directora elige como punto de partida la tensión de un examen final para explorar los vínculos y las relaciones de poder entre las personas y las instituciones. 

Por Ignacio Barragan

El título de Las facultades (2019) tiene un doble sentido. Por un lado se refiere a las universidades, y por el otro retrata literalmente las facultades, aquellas capacidades que las personas desarrollan para realizar distintas tareas. En este documental, primera película de Eloísa Solaas, desfilan una serie de distintos exámenes finales de muy diversas carreras. Es el registro íntimo de la instancia oral entre el profesor y el alumno, aquel momento de intercambio y legitimización de conocimientos. Esta ocasión de aprobación o bochazo conlleva además todo un ritual: el estudio, la espera, las dudas. Las facultades aborda todos esos momentos.

Si hay algo que genera más tensión que dar un examen es ver cómo alguien lo rinde. El espectador sufre, ve cómo al alumno le tiembla el cuerpo, su cara desconcertada, y se entretiene con el hablar ecléctico y sinuoso de ciertos estudiantes. Las manos y los movimientos son fundamentales. A lo largo de la película hay un ballet de gestos y figuras. En todo final oral hay un manto de suspenso, cierta certidumbre de que algo terrible puede pasar: el olvido de un tema o la no comprensión de un texto. Las facultades podría ser una película de terror si no fuese por su final feliz.

Hay tres hitos claramente distinguibles en la obra: la salida de un preso de la cárcel con un título universitario, el examen final de la carrera de Derecho y una rubia que no estudió a André Bazin e intenta chamuyar hasta las últimas consecuencias. Además, hay otras variantes del prototipo de alumnado que, en conjunto, conforman una visión de lo que es el mundo académico. Esta amalgama de futuros profesionales tiene una sola cosa en común: todos son la representación de las aspiraciones sociales de una clase media que aún cree en la meritocracia como valor fundamental.

El retrato más crudo es el de Jonathan, el preso que cumple su condena y se recibe de sociólogo, una carrera que justamente estudia el comportamiento de su propio arquetipo, el delincuente. La contraparte es el examen de Derecho Penal en el que hay una clara distinción de futuros abogados que resulta clasista, hasta inclusive racista: de un lado, tres alumnos blancos, algo rubios. Del otro, un trío de morochos con rasgos norteños. En la obra de Solaas hay un cuestionamiento hacia las instituciones y su mal funcionamiento e inoperancia, y no solo se pone el ojo en lo absurdo de ciertos procedimientos sino que se subraya el carácter kafkiano de ellos y en cómo las instituciones estatales pueden llegar a ser nuestros enemigos.

El problema central es la circulación de los cuerpos y el lugar que ocupan. Quienes meten preso a Jonathan son los que se están cagando de risa en un examen de Derecho mientras deciden el futuro de un hipotético condenado. Resulta aterrador ver la soltura con la cual condenan a un delincuente en contraste con las imágenes de una persona privada de su libertad. En estos dos retratos se condensa lo arbitrario de algunos procesos judiciales y cómo los cuerpos están condenados a desplazarse por distintas instituciones a lo largo de toda su vida. De la Universidad a la cárcel o al hospital.

Las facultades explora estos tópicos variados desde una mirada desprejuiciada y atenta y logra que el espectador se aferre a la butaca y se olvide del paso del tiempo. Esos segundos de tensión que hay entre cada uno de los exámenes son baches llenos de nervios que te transportan poco a poco hacia el desenlace de un examen, hacia su victoria o su fracaso. El documental de Solaas explora a la sociedad argentina desde el becerro de oro de la clase media: la educación pública. //∆z