En su nueva novela, Samanta Schweblin explora una vez más las diversas formas del terror y lo siniestro.

Por Salvador Marinaro

La precisión visual de sus relatos le permitió a Samanta Schweblin explorar una serie de mundos que resultaban temibles, no tanto por su contingencia sino por su verdad interna. Su libro El núcleo del disturbio (2002) agrupó una serie de universos paralelos, donde los agujeros negros hacían aparecer y desaparecer a médicos y pacientes, un hombre deambulaba por la ciudad llevando el cadáver de su esposa devenido en obra de arte, o la pérdida de un pasaje de tren condenaba al viajero a una espera eterna y circular. Si el absurdo definía la primera colección de relatos, su segundo libro instaló un teatro fundamental para el terror: la familia. Pájaros en la boca (2008) producía una secuencia exótica, un degradé de relaciones básicas, donde un elemento extraño distorsionaba o exageraba el vínculo. Así, una pareja salía a la búsqueda de un bebé en una cacería literal, un padre separado miraba con indulgencia cómo su hija comía pájaros vivos y dos actores de circo se arrojaban a la muerte cuando no podían continuar aquello que habían hecho toda la vida. Como una película extraña y atrapante, o una exposición de naturalezas muertas de un planeta extraterrestre, sus cuentos estaban hechos de luz y decorado. Lo extraño sucedía en escena: en general, dos personajes cercanos (una pareja, dos amigos, madre e hijo) en un espacio border entre el campo y la ciudad, durante un tiempo límbico, sean las vacaciones o el fin de semana. Con maestría, el aparato narrativo generaba una sensación de inminencia: algo estaba a punto de suceder sin estar claro qué. Sus cuentos funcionaban como un ejercicio lógico, el lector lograba reponer los pedazos sueltos del espejo roto un segundo antes del punto final. Una estricta precisión se detenía en el momento exacto cuando emergía el orden de lo narrado. Al final, todo giraba en torno a un solo hilo que se tensaba hasta el quiebre. El fantástico de Schweblin se componía de elementos sueltos que pertenecían a una construcción perfectamente lógica (oponiéndose al realismo, donde prima el desorden), y eso daba miedo.

Por otro parte, Distancia de rescate (2014) mostró cómo un cuento podía ser una novela; es decir, cómo la arquitectura del relato corto se podía extender si la trama así lo requería. Una sola tensión, pocos personajes, pocos escenarios. La trama surgía de un diálogo duplicado entre una mujer y el hijo de una conocida, que recordaban, escena por escena, unas vacaciones interrumpidas por el avance de la peste. Se ponía a andar la rueda de un misterio inicial, que el lector debía descubrir junto con la protagonista. La metáfora política en Distancia de rescate era mucho más evidente que en sus libros anteriores. Los campos de soja brillaban detrás del escenario como una advertencia: soja y pesticidas en un pueblo de niños deformes e intoxicados. En cambio, la metáfora estética resplandecía oculta. David, el chico que guiaba la narración, realizaba una declaración de principios al decir que todo detalle, hasta el más mínimo, podía explicar la enfermedad. De esa manera, la afirmación justificaba el relato y le daba sentido. Se trataba de una búsqueda policial de un detalle desconocido.

En la transición, sus libros fueron incorporando cada vez más elementos psicológicos. Siete casas vacías (2015) volvía sobre las relaciones íntimas desde una madre que mantenía el hobby de visitar casas ajenas hasta una vieja que preparaba constantemente su propia mudanza. Su última colección de cuentos trabajaba sobre la frontera del género fantástico y el absurdo. En un sentido estricto, nunca traspasaban la frontera de lo posible. Desquiciados, locos o seniles, los personajes se sumergían en lo extraño, sin romper la barrera del realismo.

Foto: Alejandra López

Su última novela, Kentukis (Random House, 2018), continúa esta exploración psicológica. Un nuevo juguete tecnológico llega al mercado; mitad mascota, mitad “teléfono con patas”, los kentukis son dispositivos que permiten a una persona ser una mascota o tenerla. Desde una tablet que descifra el idioma del propietario, o un peluche equipado con cámaras y rueditas, el usuario puede elegir entre “ser” o “amo”, y así husmear en la vida ajena o exhibir la propia. Como afirmó Schweblin en una entrevista, de alguna manera esta tecnología ya está disponible y no hace falta mucha imaginación para trasladar Facebook, Instagram y todas las redes a un aparato autónomo que pueda saltar por la casa. La única ruptura con el orden de lo cotidiano es esa: un peluche conectado a una tablet en alguna parte del mundo. A través de pantallazos de distintas historias, la novela sigue el ciclo de vida de estos juguetes a medida que se popularizan, se extienden y se multiplican. El hijo de una mujer le regala una conexión kentuki que le haga compañía, un chico castigado por su padre reemplaza las horas de encierro por horas frente a la tablet, la pareja de un artista en la residencia de Oaxaca descubre un juguete que la saque del tedio. Algunos los prefieren conejitos rosados, dragones que escupen fuego o cuervos que graznan. La clave es la conexión única y estable que mantiene unidas a dos personas en polos opuestos del mundo. Cuando el aparato se descarga completamente, la conexión se pierde para siempre y el kentuki muere. Mientras tanto, no está permitido comunicarse directamente o al menos no está entre las opciones predeterminadas. El kentuki no debe perder la apariencia de ser una mascota aunque, por supuesto, siempre se encuentra alguna forma de evadir el sistema.

Se trata de una narración globalizada: los personajes viven en Hong Kong, Alemania, Suecia, Perú y México. Si sus cuentos construían con obsesión un espacio abstracto, que no podía identificarse con claridad (más allá de algunos detalles y fraseos que remitían a la provincia de Buenos Aires), este libro menciona explícitamente lugares y ciudades. Y como en la globalización, el contacto entre Lima y Beijing no da la sensación de un mundo ancho y diverso sino todo lo contrario: una reducción a lo mínimo. Cada personaje vive a su manera una soledad elemental, que parece ser el motivo implícito de la proliferación de los kentukis. Todos los espacios son el mismo espacio, en la velocidad que permite la tecnología.

La novela examina lo perverso, no tanto del voyuerismo, sino de aquello que se percibe de a pedazos: en algún momento, las conexiones se establecen en lugares inesperados, por ejemplo la celda de captura de una mujer secuestrada. En esa manera de introducirse secretamente y espiar el dolor ajeno, sin comprenderlo ni vivirlo, tan solo entreverlo, sin establecer una relación personal, en la tensión entre diálogo y vigilancia, se construye lo que tiene de terrible la novela de Schweblin.

Si de sus colecciones de cuentos el libro conserva un trabajo con la tensión y el capítulo como una temporalidad cerrada, Kentukis explora un origen distinto de lo terrible. Centrada en la psicología de personajes solitarios que viven distintas formas de encierro (el encierro implícito de toda tecnología), la nueva novela de Samanta Schweblin avanza una vez más en las diversas formas del terror; un terror que no se fundamenta en lo aparentemente absurdo, sino todo lo contrario, en lo que tiene de verdadero y posible la narración. //∆z