Una mirada sobre Californication, ante el anuncio de un nuevo show de los Red Hot Chili Peppers en el marco del primer Lollapalooza argento.

Por Sebastián Rodríguez Mora

Antes de Los Beatles, antes de Floyd y Zeppelin. Muchísimo antes de Dylan, apenas después del primer beso con una chica de séptimo. Antes de la secundaria, durante esa época horrible y transpirada de los once o doce años. Alquilar canchas de fútbol 5, depender de la Play 1 de algún compañero con guita, atormentarse con 3er Arco de Los Piojos y Rodrigo insistiendo en que era cordobés disfrazado de boxeador. En mi grado habíamos empezado a escuchar Libertinaje de la Bersuit, cantábamos “Señor Cobranza” porque creíamos –algo entendíamos, algo nebulosamente político- que la directora y las maestras caían adentro del tono de denuncia. MTV era el Paraíso, Britney Spears generaba un brote hormonal inmanejable. También apareció, de la nada, el video de “Around The World”: esos cuatro tipos agitándose en cuero, todos los colores saturadísimos al rojo, haciendo algo que era como un juego, pero al mismo tiempo no. Era Red Hot Chili Peppers, Californication, 1999. Antes de casi todo.

Alguno de los tíos entendió que el pibe necesitaba ese disco. Para Navidad empezó a girar y recién paró año y medio después, cuando llegaron los hermanos Gallagher. Terminó vendiendo el disco en el Parque Rivadavia a los 16, la primera novia le había regalado Pulse con su caja de diseño noventoso; una especie de fundamentalismo musical imponiéndose. Si la adolescencia es vergüenza e hipersensibilidad, Pulse era inconciliable con el rock fácil de canciones como “Purple Stain” o “I Like Dirt”. Sonaba a niño, a todo eso que se era y no se quería ser nunca más.

Pero en ese momento primigenio Californication sonaba a todo eso que no se sabía, que había que aprender. Había una especie de sinceridad en el plano de ellos tocando con un cielo de nubes de fondo, cruzado por sus avatares que sumaban puntos adentro del videojuego que rezábamos para que existiera. “Scar Tissue” mostraba también que se puede estar todo roto en el medio del desierto, sediento de aquello que se escapa hacia atrás y adelante, entre el horizonte y el pasado. Cerraban con el estereotipo de drogadictos que suponíamos, pero igual nos caía tan bien Frusciante soleando la Strato partida y Flea tocando el bajo hecho de cables telefónicos en “Otherside”. Tenían una esencia dark, triste en medio de la intensidad eléctrica. Tolkien, otro acierto de alguno de los tíos del pibe, terminaba de edificar una sensibilidad para lo pequeño y lo grandioso, para lo épico y lo más mundano; la misma situación que pasar del power trío en “Parallel Universe” al silencio apenas vulnerado por Anthony Kiedis en “Porcelain”. Un contraste dentro de otro y éste contenido por la contradicción que instalada en un cuerpo demasiado grande para guardapolvo de primaria pública.

Quedan fotos largamente olvidadas y ocultas, la mitología de anécdotas, la cama individual con sábanas de estampados de Los Simpsons. Elige Tu Propia Aventura, Carmen Sandiego, Los Caballeros del Zodíaco/Dragon Ball, el menemismo asintomático en la cultura pop. Quedan todas las cosas para las que se era muy grande y todas las cosas para las que todavía no se termina de ser chico. Y hay un soundtrack de época en 56 minutos al borde del tiempo en que se empieza a tener nostalgia. En este futuro que no para de caerse encima nuestro, subimos al mejor descapotable destartalado que encontramos entre los escombros. Al horizonte. A ganarle al futuro. Con estas impresiones en canciones sosteniéndonos el pie en el acelerador. Sin mirar el espejo retrovisor porque no hace falta: lo que dejamos atrás viaja siempre en el medio del pecho, vibrando.//z

https://www.youtube.com/watch?v=mgRszQjvtQA