La adaptación de Hulu del best-seller tiene una primera temporada de diez episodios y, esta vez, Rob es una protagonista femenina interpretada por Zoë Kravitz.

Por Juan Martín Nacinovich

“Cuando escribí el libro, me preguntaba si todo eso no se estaba agotando (…). El Rob Fleming original estaba empezando a sospechar que había dedicado la primera mitad de su vida a una causa que ya no era significativa o relevante”, dispara Nick Hornby en una entrevista reciente con la Rolling Stone. El autor de High Fidelity (1995) jamás imaginó que su libro se iba a convertir en un best-seller ni que, veinticinco años después, con el reinado de Spotify y las mega-tiendas de discos obsoletas, las únicas en pie serían las pequeñas disquerías independientes, hechas por y para melómanos.

En el año 2000 llegó la adaptación a la pantalla grande por parte de Stephen Fears, con un elenco encabezado por el galán romántico noventoso John Cusack. La película fue un éxito. Sin embargo, a dos décadas de distancia, muchos aspectos envejecieron mal. Rob Gordon pudo ser una suerte de héroe nerd, culturizado y carismático, pero también un novio manipulador, posesivo y hasta psicópata. Ahora, en formato serie, adaptada para Hulu por Sarah Kucserka y Veronica West, High Fidelity renació en diálogo con las nuevas generaciones. Mantiene algunos estereotipos de la película original y expande con gustoso empacho el universo sonoro que constituyeron los anteriores Rob, veinticinco y veinte años atrás.

La actual Rob se llama Robyn Brooks (Zoë Kravitz) y es una mujer solitaria, bisexual, de mirada cenagosa y dueña de Championship Vinyl, una disquería de vinilos. Al igual que su antecesor, Rob tiene la habilidad de romper la cuarta pared –quizás una herramienta que podrían haber olvidado para esta adaptación, no solo por ser un elemento trillado, sino también por la mera existencia de Fleabag (BBC y Amazon)–. El slogan de la película del 2000 que protagonizaba Cusack decía: “Él puede organizar su música, pero no su vida”. No solo es aplicable en esta nueva adaptación, sino que se maximiza a niveles impensados. Nuestra Rob transita un derrotero calamitoso, especialmente tras la separación con su prometido Mac (Kingsley Ben-Adir). Está abstraída, alejada de sus amistades más cercanas,vulnerable, sin mucho por lo que levantarse de la cama. Mientras se calza los auriculares y le da play a “Blonde” de Frank Ocean, camina por las calles de Nueva York en busca de alguna respuesta. A lo largo de los diez episodios la música es su mayor compañía, casi de forma indeleble.

El encanto de Championship Vinyl hace que los capítulos fluyan con fuerza. Ese reducto melómano de pertenencia, que tiene una santísima trinidad snob y adorable. A Rob la acompañan Cherisse (Da’Vine Joy Randolph), una potencial artista con tanto carisma como temperamento, y uno de sus ex novios, Simon (David H. Holmes), salido del closet y devenido en mejor amigo. Cargada de referencias y un amplio espectro de artistas a descubrir, la disquería resulta una suerte de dossier cultural intermitente que brilla como un lapislázuli. Pasan de debatir sobre los primeros años del Fleetwood Mac de Peter Green antes de volverse un tanque pop mundial, a regodearse fascinados con un vinilo original de The Man Who Sold The World (1970), con la portada drag y la falla del crédito mal escrito de Tony Visconti. A su vez, acompaña una banda sonora exquisita, que va de Alex Chilton a Sun Ra, pasando por The Beta Band y Blondie, a una catarata de música negra con Aretha Franklin, Janet Jackson, Darondo y A Tribe Called Quest, entre muchos otros.

Por otro lado, la serie, aunque lamentablemente no de un modo constante, se aggiorna a algunas problemáticas de estos tiempos.Una clienta entra a la tienda en busca de Off The Wall (1979) de Michael Jackson. El debate sobre si venderlo o no escala con rapidez –en todo caso, ¿por qué lo tenían en bateas? –. Cherisse no quiere hacer el intercambio. En cambio, Rob resalta el talento de Quincy Jones, productor y cerebro detrás de la obra. Y suelta el interrogante: “¿Cómo beneficia a la sociedad mantener como rehén al genio de Quincy, solo porque el tipo que ponía la voz resultó ser un completo pedófilo?”. Simon desliza: “Si todos los artistas que escuchamos tienen que ser indiscutiblemente buenas personas, la lista sería acotada”. De una u otra forma, imaginar esta discusión hace veinte años hubiese sido impensado, prácticamente fuera de lugar. Ahora toma otra dimensión, ni tan extrema como el fuck Picasso de Hannah Gadsby en Nanette (2018), ni tan tibia como Justin Bieber diciendo que la golpiza de Chris Brown a Rihanna fue solo un error.

Entre tropezones y descuidos, Rob avanza. El final resulta un poco abrupto, con un resquemor algodonado, pero necesario y constructivo. Una primera temporada que funciona como la chispa que antecede al fuego. En la era del streaming, donde las cifras de rating se ocultan y no gravitan como antes, donde cancelan una serie de un día para otro sin ninguna clase de advertencia, esperamos que High Fidelity se desarrolle y continúe su historia. Alejada de una remake y más cerca de ser esos covers que transforman canciones y las embelesan, esta nueva adaptación de High Fidelity son los Galaxie 500 haciendo “Don’t let our youth go to waste” de The Modern Lovers, Jeff Buckley robándole para siempre “Hallelujah” a Leonard Cohen.//∆z

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