Lorena Muñoz y Natalia Oreiro catapultan a Gilda: no me arrepiento de este amor al selecto grupo de clásicos del cine argentino.

Por Martín Escribano

“No alargues las palabras, esto es cumbia”. En un departamento perdido de la Capital Federal , Toti Giménez (Javier Drolas) escucha a Míriam Alejandra Bianchi, una mujer linda y agraciada pero demasiado flaca y poco voluptuosa que, sin saberlo, inicia la metamorfosis que culminará en un nombre: Gilda. La frase de su futuro representante e interés romántico condensa la esencia del primer largo de ficción de Lorena Muñoz: la extranjera que conquista suelo desconocido.

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Muñoz decide empezar a contar la historia desde el final. Decisión acertada, pues todos sabemos cómo termina el cuento: con un accidente en el kilómetro 129 de la ruta 12, el 7 de septiembre del 96, en el que mueren Gilda, su madre, su hija mayor, tres de sus músicos y el chofer del micro. El plano fijo, prolongado en el tiempo, permite ver el ataúd de Gilda rodeado de gente dolida por su muerte. Son muchos y no les importa caminar bajo la lluvia, rodean su cuerpo, no la abandonan. ¿Cómo se construye un ícono popular? ¿Cómo construirlo desde el cine? La codirectora de Yo no sé qué me han hecho tus ojos, documental sobre la vida de otra cantante, Ada Falcón, responde con ese primer plano: Gilda es Gilda junto a su gente.

Más que ante una biopic, estamos ante una película que registra los múltiples atravesamientos que coinciden en una vecina de Devoto que ha cumplido algunas metas como ser maestra jardinera, casarse y tener hijos pero que a sus treinta años decide responder a un deseo que la impulsa a habitar otros escenarios que no son ni su hogar ni el jardín de infantes. Las numerosas escenas que transcurren en su casa son significativas tanto desde el punto de vista narrativo como visual: las discusiones que sostiene con su marido (Lautaro Delgado), que no la acompaña en su decisión, y la culpa que siente al dedicarle más tiempo a su nueva profesión que a sus hijos, se presentan a través de una pobreza cromática casi opresora en contraposición a la luz de los números musicales y a esos encuentros entre Miriam y la guitarra que le deja su padre (Daniel Melingo) en los que prima una luz cálida y brillante.

Importa que lejos de ser un destino prefijado, la “vocación” de Miriam estuvo marcada por el vínculo con su padre y su posterior pérdida. Asumir su propia voz y devenir Gilda fue una trabajosa construcción de la que solo ella fue responsable. Es por eso que aunque el tema aparezca (solo en una escena), la directora se mete poco con el carácter milagroso de Gilda, y se centra en sus actos más que en los roles (esposa, madre, santa) asignados por los otros.

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Exceptuando algunos flashbacks que podrían haberse obviado, ya que pecan de redundantes, Gilda: No me arrepiento de este amor no presenta demasiados sobresaltos. Su factura técnica está a la altura de las circunstancias, sus números musicales son al mismo tiempo una celebración y un homenaje.

Sujeta a un orden patriarcal dictado por maridos, padres, empresarios, representantes, la de Gilda no es la historia de una mujer que triunfa, sino la de una que se construye. El escenario en el que acontece la revolución es el cuerpo, la mirada y la voz de una Natalia Oreiro que alcanza la cúspide de su carrera actoral y entrega una Gilda a la vez tierna y sensual, tímida y apasionada.

Así como veinte años después de su muerte temas como “Paisaje” y “Corazón valiente” siguen vigentes, es cuestión de tiempo que Gilda: no me arrepiento de este amor pase con justicia a formar parte del reducido grupo de clásicos del cine argentino.//∆z