Compartimos un cuento del escritor uruguayo, autor de las novelas: Pogo (1997), Derretimiento (1998), Noviembre (2000) y El hermano mayor (2016) y del libro de cuentos Lava (2013).

Visual de Florencia Alborcen

A Marcela le entraron a la casa de La Floresta durante la madrugada. Lo único que le robaron fue el colchoncito que había usado de chica, y ella lo tomó como una señal. Le habían robado ese colchón y nada más porque tenía que dejar de ser una niña. Estaba a punto de cumplir cuarenta y todavía no maduraba, seguía pichuleando entre los masajes y los trabajos ocasionales de babysitter. La poca violencia que usaron la reconfortaba. Había alquilado la casa todo enero y mitad de febrero porque precisaba la guita y había pasado el verano en Lagomar, en lo de Sandra, que vio en el robo un mensaje claro de que Marcela tenía que dejar La Floresta, vender y mudarse con ella de forma definitiva.

 – Yo también quiero mudarme contigo definitivo –dijo Marcela-. Pero después pasan cosas como esta y no sé.

El robo ocurrió durante la madrugada del último viernes de febrero. Marcela recibió la llamada de Duarte, el vecino, a las ocho de la mañana del sábado. Se vistió apurada y no quiso que Sandra la llevara. Se tomó un ómnibus y llegó a La Floresta a las diez. Duarte la acompañó hasta la ventana trasera, que tenía el vidrio roto, y le dijo que no había sentido ningún ruido durante la noche. Se había percatado del suceso ni bien empezó a clarear, cuando el Pitu salió a mear como todos los días y se quedó ladrando frente la ventana rota hasta que logró convocarlo. Duarte se ofreció a entrar con ella por si el ladrón seguía adentro pero Marcela creía que no iba a haber ningún problema, le agradeció, y esperó a que el otro se alejase para meterse por la ventana.

La casa estaba en orden. Aparte del olor raro, había vasos de plástico sin usar en la mesada de la cocina, una caja de vino en la heladera, los almohadones del sillón estaban cambiados de lugar, y en el botiquín del baño habían dejado un cepillo de dientes y un antisudoral sobre la cisterna. La tele y el equipo de audio estaban en su sitio, las copas de cristal también. El dormitorio grande estaba impecable. Sobre la cama hecha había una caja de bombones de almendras, una atención de los inquilinos. Cuando Marcela entró al dormitorio chico vio que faltaba el colchón. Las sábanas y la almohada estaban tiradas en el piso. Las recogió y se sentó en la cama a llorar.

Volvió a lo de Sandra a las dos de la tarde. En algún punto de los meses que venían pasando en Lagomar habían empezado a contemplar la posibilidad de que Marcela se quedara. La relación lo exigía, era el paso natural. Marcela podía alquilar la casa de La Floresta todo el año y sacar un buen ingreso, lo suficiente como para poner un consultorio. Eso o venderla. La duda, lo único que las mantenía indecisas, era la posibilidad de que mudándose juntas acabaran condenando la relación a lo de siempre, a que la convivencia terminara asfixiándolas y  arruinando lo que tenían.

– Quiero tener una decisión tomada para el lunes –dijo Marcela.

– Tomala ya. Quedate. No esperes más.

– No estoy segura. Si estuviera segura sabría qué hacer. Voy a esperar un poco. No me quiero apurar.

– ¿Qué vas a esperar?

– Voy a esperar. En algún momento me voy a dar cuenta. Algo va a pasar y me voy a dar cuenta.

Sandra enseñaba biología en el liceo. Se confesaba cuadrada, pero sus amistades habían sido siempre drogones o estaban vinculados a las artes o alguna cosa esotérica. Su pareja anterior, Eda, le llevaba veinte años, era cordobesa y estaba en el tema de los extraterrestres. Sandra tenía experiencia lidiando con la locura de la gente. Es más, estar rodeada de gente medio loca es lo que la mantenía centrada, pero esto la superaba.

– Vamos a pasar el fin de semana sucuchadas, esperando una señal –dijo Sandra-. Me oigo decirlo y no puedo creer.

De tarde trabajaron en el jardín. Sandra levantó un tejido alrededor de la huerta para que el gato de Irma no siguiera meando y cagando en esa tierra. Marcela se dedicó a librar de ramas y hojas secas al romero y la lavanda, luego limpió el cantero donde crecían las frutillas. Coincidieron unos minutos para compartir un mate, los ojos puestos en la copa de los eucaliptos, atentas a los susurros del viento.

A las seis cayó Juan, el padre de Sandra. Venía de traje y corbata. Sandra lo recibió como atajándolo.

 – ¿Qué hacés por acá? ¿Por qué no avisas que venís y te voy a buscar? No me digas que te tomaste un ómnibus.

Tenía 83 años. Nunca se quejaba pero los pasos se le acortaban casi a diario, y la lentitud que lo iba ganando le ponía cara de vértigo. Sandra lo abrazó y lo condujo a la reposera bajo el techo del parrillero, junto a las frutillas.

– ¿Adónde vas tan guapo? –le preguntó-. ¿Precisás que te lleve a alguna parte?

– No, solo pasaba a verte.

– ¿Estás seguro? Mirá que te llevo adonde precises.

– Me vestí y te vine a ver, ¿cuál es el problema? –la cortó él mientras cruzaba una pierna sobre la otra. El pantalón era gris y tenía arrugas, pero se había lustrado los zapatos. Las medias eran finas, verde oscuro, y el saco cremita estaba impecable. La corbata tenía un diseño de líneas que iban del negro a un marrón claro. Apoyó ambos brazos en los apoyabrazos, sacó un pañuelo celeste del bolsillo interno y se secó la frente.

Sandra entró en la casa, fue directo al  baño y se metió bajo la ducha. Marcela se disculpó, fue hasta la cocina, le trajo a Juan un vaso de agua y se puso a recoger las herramientas. Se detuvo unos segundos a mirar la precisión con que Sandra había clavado la malla sombra a los palos de eucalipto. Juan la saludó alzando la mano con el vaso, brindando a la distancia. Luego de guardar las herramientas en el galpón, Marcela regresó al lado de Juan y el viejo le pidió un poco más de agua. Se tomó la mitad de un solo golpe, después señaló la piscina inflable.

– ¿Y eso?

Sandra la había comprado unos veranos atrás en ocasión de la visita de unos amigos con hijos chicos y la tenía arrumbada. Marcela la encontró en el galpón, la infló y la puso contra el cerco a la sombra del fresno. Los días más calurosos les sirvió para refrescarse y cada vez que se metían se alegraban, era como volver a otra época. La piscina era redonda, con anillos rojos y amarillos. Sentada, Marcela cabía perfectamente. Para caber acostada tenía que doblar las piernas.

Arrimó la otra reposera al lado de Juan y le contó sobre el robo. Sin sacar los ojos de la piscina, Juan la escuchaba y asentía con su cabeza pálida y seca.

–  Habiendo garrafa, tele, habiendo microondas. Ni siquiera estaba bueno el colchón. No le puedo decir  hace cuánto lo tengo porque no sé. ¿Quién se lleva un colchón y nada más, Juan?

– Alguien que vive abajo de un puente.

Marcela esperó unos segundos, por si se trataba de la primera parte de una idea, pero Juan no dijo más nada. Procedió a sacar una caja de cigarros de un bolsillo, prendió uno y le preguntó a Marcela dónde se había metido Sandra. Se estaba secando el pelo. Juan estaba sordo y no llegaba a oír el ruido del secador ni había sentido el de la ducha en ningún momento.

Sandra apareció con el pelo mojado en una toalla. Había puesto a calentar agua para un mate nuevo y le dijo a Marcela que se bañara, no había usado todo el calefón. Se había puesto perfume. Marcela  no se iba a bañar. Estaba calentita todavía.

Juan vivía solo en la misma cooperativa en la que había vivido los últimos cuarenta años, donde Sandra se había criado. Tenía vista de las canteras y se captaba parte del mar desde el balcón. Además de Juan, quedaban dos o tres de los fundadores originales. Cuando la hija visitaba, Juan los llamaba y los viejos, que la conocían desde que nació, pasaban a darle un beso y le hacían siempre las mismas preguntas. A pedido de Sandra, Juan estaba contándole en qué andaba cada uno cuando Marcela estalló.

– ¡Miren!

Un pájaro blanco venía caminando desde el muro lindero. Era demasiado grande para ser una paloma y tenía un penacho alto. A Sandra le parecía una gallina, Juan decía que para gallina era demasiado chica. Sandra fue hasta el muro con el termo bajo el brazo y llamó a Irma. Al mismo tiempo, le pidió a Marcela que agarrara al pájaro y lo trajera. Debía de ser una de las gallinas de Irma que se había escapado.

– Agarralo vos.

– Ni muerta.

Marcela saltó de la reposera y corrió en dirección al pájaro, que se había acercado al cantero de las verduras. El pájaro hizo un vuelo corto cuando sintió los pasos de Marcela y quedó parado sobre uno de los postes de eucalipto. Luego volvió a bajar, corrió unos metros y se dejó atrapar. Era totalmente blanco y tenía pintitas verdes en las alas. Marcela le juntó las alas y las patas al cuerpo. Juan aplaudió. Marcela se inclinó y le mostró el bicho. El viejo dijo:

– Eso no es una gallina.

Marcela se la quiso dar a Sandra y Sandra reculó. Fue Marcela la que le mostró el bicho a la vecina por encima del muro. Irma dijo con toda seguridad que esa no era una gallina, que era una paloma de mago. Entonces apareció la hija de Irma, igual a la madre. Estaba masticando algo, extendió los brazos por encima del muro y le sacó a Marcela el pájaro de las manos. Le abrió un ala, luego la otra, y les mostró a todas que la paloma tenía las plumas cortadas.

– ¿Vieron lo dócil que es? Debe habérsele escapado a un mago o algún colombófilo.

Dijo colombófilo y quedó callada para que la palabra se desplegara. Después dijo que no se la podían quedar. No era una gallina, y si la ponían con las gallinas la iban a matar a picotazos. Eso, o se la terminaba comiendo el gato o el perro. Irma negaba con la cabeza y hacía señas para que le diera ese bicho: ella lo cuidaba, no iba a pasar nada. Marcela volvió al fondo con la paloma y cuando la soltó voló un trecho, se depositó en el sendero de piedras, fue caminando hasta la piscina y se puso a picotear la tierra entre las raíces del fresno.

– Es hermosa –dijo Sandra-. Debía de estar en uno de los árboles.

Luego corrió para adentro de la casa y volvió con la cámara. Tenía los ojos brillantes y entre foto y foto miraba a Marcela.

– Esto es algo muy especial, muy especial –decía.

Juan hizo el gesto de levantarse de la reposera y gimió. Marcela lo agarró del brazo y no lo soltó hasta que estuvo parado. Debajo de la ropa era mucho más flaco. Juan dio unos pasos, se detuvo sobre el pasto y guardó las manos en los bolsillos del saco. Se tambaleó y abrió la boca como para pedir auxilio, y en seguida recuperó el equilibrio. Después se puso a cantar.

– Dos palomitas se lamentaban lloooraaandooo

y una a la otra se consolaban diiicieeendooo

quien te ha cortado tus bellas alas paaalooomaaa

o algún farsario ha sorprendido tuuu vueeeloooo

aaaay aaaay aaay

paaalooomaaa

o algún farsario ha sorprendido tuuu vueeelooo.

Engolaba voz y se mecía para adelante y para atrás, y cuando el gato de Irma apareció sobre el muro fue el primero en notarlo. Sandra lo vio después. Bajó la cámara y corrió tres pasos agitando la mano para ahuyentarlo.

– Fuera de acá –decía-. Cúchese.

Juan chistó y le pidió a Sandra que lo dejara quieto.

El gato tenía los ojos enormes y amarillos y miraba a la paloma con todo lo que tenía. Luchaba por controlar el impulso de cazarla y eso lo estremecía. El murito estaba lejos, a cinco metros y la paloma no se daba cuenta de nada. De vez en cuando el gato intercalaba un vistazo fugaz para cerciorarse de que todo el mundo seguía en su puesto, y nadie se movía. Cuando se cansó recorrió el murito hasta el final, se trepó al techo del galpón y saltó al baldío del fondo, desapareciendo.

Terminaron el mate después de que se puso el sol, nubes verdes y violetas en el cielo. Juan no volvió a sentarse; no se cansaba de seguir a la paloma por el jardín. No la perseguía pero trataba de mantenerla siempre a la vista. Cuando la tenía cerca le susurraba. Sandra le fue a la saga un par de veces, pensando que el viejo se caía de trompa, luego se fue a abrigar y volvió con un buzo para Marcela.

– No tengo frío, gracias –dijo Marcela.

– Mirate  –dijo Sandra y le extendió el buzo-. Por lo menos tenelo en la mano. Por favor.

Marcela descruzaba los brazos para aceptar el buzo cuando hubo un estruendo de alas y todo quedó envuelto en un rugido. La paloma había conseguido volar un par de metros y estaba posada en la reja de la banderola. Algunas de sus plumas todavía flotaban. El gato le maulló un par de veces haciendo cálculos bajo la banderola, luego se sentó a lamerse las garras. Sandra le pegó una patada y el gato voló y pegó contra la pared, gritó y así como tocó el suelo salió disparado.

– ¿Qué hacés? –le gritó Marcela.

Sandra se puso colorada cuando el padre, como infectado por el grito de Marcela, la rezongó.

– ¡Cómo le vas a dar así, Sandra!

– ¡Se la quería comer!

La paloma dijo algo desde la banderola y Juan se acercó y le estiró los brazos y el bicho se prendió más fuerte del barrote.

Marcela propuso entrarla ahora que se había puesto oscuro, pero Sandra ni loca iba a tener a ese bicho adentro de su casa.

– Los bichos con plumas contagian cualquier peste.

– Debe estar vacunada, si era de un mago –dijo Marcela.

– Andá a saber hace cuánto que anda por ahí.

Marcela entró a la casa, llamó a Informes y preguntó por el número de algún mago en el barrio. Le dieron dos números. El primero no atendió y el segundo, que era un celular, quedó encantado con que una paloma entrenada le cayera del cielo pero el tipo estaba en Durazno todo el fin de semana y recién la podía pasar a buscar el lunes después del mediodía. Marcela la explicó cómo llegar.

Sandra y Juan conversaban en la cocina. Cuando la vio venir del living, Sandra le preguntó si le parecía buena idea pedir unas pizzas.

– Yo prefiero algo casero, si se puede –dijo Juan.

– ¿Cómo qué?

– Fideos con tuco, lo que sea.

– ¿El bicho sigue afuera? –preguntó Marcela.

– Está bien donde está, el gato no llega, quedate tranquila. –dijo Sandra.

Marcela quedó en silencio mientras Sandra buscaba en la heladera, luego salió al fondo. Alguien en la cuadra había aprovechado la caída de la noche para prender una fogata con pasto recién cortado y el fondo estaba lleno de humo. El viento lo movía y las gallinas de al lado se escandalizaban. La paloma bajó de la reja ni bien vio a Marcela y la siguió hasta debajo del fresno y observó cómo Marcela se agachaba junto a la piscina y la daba vuelta. La paloma se espantó cuando el agua le lamió las patas, pero en seguida hundió el pico en la tierra mojada. Marcela volvió a la cocina en busca de un trapo y se lo pasó a la parte interna de la piscina, lo escurrió y lo volvió a pasar. Luego comprobó que estaba seca y arrastró la piscinita hasta el centro del patio, donde la paloma vagaba con su pescuezo lanzando brillos tornasolados en medio del humo y la cubrió con la piscina. La paloma cabía parada perfectamente adentro de la piscina. El piso le servía como techo y era demasiado pesada para que el gato pudiese moverla.

Juan la miraba hacer desde la puerta de la cocina. Marcela se paró al lado suyo a contemplar la obra.

– Bien pensado –dijo Juan, y llamó a Sandra para que viera.

Cuando Sandra entendió lo que estaba viendo, le brotó la carcajada. Estaban los tres en la puerta y el olor del tuco se mezclaba con el del humo. En medio de los olores Marcela podía sentir el que le subía de las axilas y se dijo que había hecho bien en no bañarse. Podía quedarse así todo lo que durase la cena. Podía irse así a la cama. Dejó a padre e hija en la puerta, caminó hasta el centro del jardín y pegó un oído a la piscina.

– Está perfecta –dijo después, pasándoles por al lado. Ahora sí se iba a bañar..

En el living, después de la ducha, la estufa a leña prendida, Juan comía sin quitar la vista del plato. Masticaba la comida hasta deshacerla por completo y se ayudaba con un poco de vino. Durante la sobremesa, mientras fumaban, Marcela le preguntó qué era un falsario.

-¿Un qué? –dijo Juan.

– Un falsario. Como en la canción que cantó.

– Farsario, querés decir. Con erre. Farsario.

– ¿Qué es? ¿Sabés lo que es?

– ¿Un farsario? Parecido a un halcón. Más grande que una paloma, casi el doble de tamaño. Les roba los huevos a los demás pájaros y los empolla, y cuando nacen los pollitos se los come.

 – Nunca había escuchado hablar.

– No son de ciudad.

Unos minutos después, Juan cabeceó en su silla. Sandra le ofreció el brazo para llevarlo a la cama del cuarto de huéspedes y el viejo dijo que prefería que le tiraran el colchón en el living, junto a la estufa.

El dormitorio matrimonial y el living estaban separados por una pared. Se acostaron en silencio con la puerta entreabierta. Oyeron cómo Juan se fatigaba sacándose la ropa, después les llegó el olor del cigarrillo. Luego se hizo el silencio y lo único que hubo fue el crepitar del fuego. Cada vez que la leña hacía un chasquido, Marcela se imaginaba los huesos del viejo.

El gato la despertó tres veces durante la noche. Los maullidos se metían en sus sueños y Marcela se levantaba, iba hasta la ventana de la cocina y el gato estaba sentado sobre el piso de la piscina, maullándole a la paloma atrapada debajo como a una gata en celo. Marcela le chistaba y el gato se iba. En la tercera ocasión salió a ahuyentarlo. El pasto estaba frío y cuando Marcela estuvo a unos pasos de la piscina el gato ya había huido y la paloma comenzó a ulular bajito, luego paró.

A la vuelta miró a Juan. Dormía boca arriba con las manos en el pecho. Parecía estar descansando profundamente. Tenía la nariz afilada, su ropa estaba perfectamente doblada en el sofá y los zapatos descanaban junto a la estufa. Marcela se descubrió hincándose junto a los pies del padre de Sandra. No estaba completamente desvelada y levantó un rincón de las mantas hasta que uno de los pies del viejo quedó destapado. Se había dejado las medias puestas, flojas alrededor de los tobillos. Luego Marcela tenía el pie de Juan envuelto en la mano. Estaba tibio. Luego volvió a taparlo, se acostó y se durmió de inmediato.

El domingo temprano Sandra llevó a Juan a la cooperativa. Llamó para avisar que se quedaba a almorzar y regresó a media tarde. La paloma anduvo toda la mañana atrás de Marcela. La acompañó cuando fue a colgar ropa, comió migas de galleta mientras Marcela mateaba en la reposera bajo el techito, luego estuvo un rato posada en la hamaca paraguaya. Cuando salió a hacer los mandados la paloma la siguió hasta el portón y la esperó sentada en el cable de la electricidad. Almorzó afuera para tener a la paloma a la vista. Mientras comía, el gato apareció por primera vez en todo el día. Dio vueltas alrededor del cantero, husmeó el tejido; cuando vio a la paloma se paralizó. Una fracción de segundo más tarde captó a Marcela, volvió a mirar a la paloma, giró sobre sí mismo, fue trotando lentamente hasta la puerta del galpón y se echó en la sombra como una esfinge. La paloma saltó al interior de la piscina, que estaba nuevamente bajo el fresno, y el gato estiró el pescuezo. Marcela lo sacó corriendo y el gato escapó para lo de Irma. Luego tuvo que ir al baño, y cuando volvió al jardín la paloma no estaba. No había sangre ni plumas por ninguna parte y calculó que el bicho se habría metido en algún recoveco desconocido. Capaz que se había ido.

Sandra la despertó de la siesta, se pegó a ella desnuda. Luego se sentaron con una cerveza a mirar el sol. De pronto sintieron un carraspeo encima de sus cabezas y vieron a la paloma mirándolas desde la chimenea del parrillero. Sandra la saludó, luego le preguntó a Marcela qué había decidido.

– Mañana es lunes. ¿Qué vas a hacer? –dijo.

– No sé, pero ya no estoy ansiosa.

– Bueno, bien, me alegro. Se dio. No lo puedo creer.

– ¿Qué decís?

– La gallina esta. Es un buen augurio, ¿no?

– No es una gallina. Es la paloma de la paz.

– Con ese penacho estrafalario es el Ave Fénix.

– Vamos a entrarla esta noche. Si la dejamos afuera, el gato se va a poner a joder y quiero dormir. Yo me encargo.

Entraron la piscinita a la cocina y metieron a la paloma debajo para que no anduviera cagando adentro de la casa. El gato maulló toda la madrugada del otro lado de la ventana. Sandra durmió de corrido. Marcela no pegó un ojo. Los bichos no son para tener encerrados. No puedo ver un bicho enjaulado, pensaba.

Cuando se levantó la mañana del lunes, Sandra ya había salido para el trabajo. Marcela fue abrir la puerta de la cocina para sacar a la paloma pero sus llaves no estaban en la mesada, donde siempre. No estaban encima de la heladera ni en su mesa de luz ni entre la ropa del día anterior. Se fijó en el baño, atrás del wáter, en el canasto de la ropa sucia, en el cuarto de huéspedes, encima de la estufa. Luego llamó a Sandra.

Sandra había llevado las  llaves. Las había metido en su cartera por equivocación. No se las podía traer ya, dijo, podía recién al mediodía. No sabía cómo disculparse, pero tampoco era para tanto: ya eran casi diez y media y entre que Marcela se hacía el mate y daba una barrida se pasaba la hora. Marcela colgó, puso agua a calentar y sin haberlo previsto se encontró levantando un extremo de la piscina. La paloma salió, se rascó el espinazo y la pelusa mullida del pecho y dio unos pasos rápidos mirando a Marcela de costado mientras investigaba la cocina. Marcela se arrodilló y volvió a levantar la piscina para fijarse si había excrementos en el suelo. Apestaba a pájaro pero estaba limpio. Después de la cabeza Marcela metió los hombros dentro de la piscina, metió las piernas, dejó que la piscina  se cerrara sobre ella y se acurrucó ahí debajo. Creyó que se dormía cuando oyó los aletazos cerca de su cabeza, del otro lado.//∆z

Daniel Mella