Hablamos con la escritora sobre 17 kilómetros, su primera novela editada por Metalúcida; la línea que separa la realidad de la ficción; el lenguaje; lo familiar y su Carlos Casares natal.  

Por Marvel Aguilera
Fotos de Pablo de las Mercedes 

En la Ciudad de Buenos Aires no hay olor a pasto ni gallinas entre los árboles, hay calles inundadas por un diluvio que no cesa desde el mediodía. Tampoco hay tambos ni grillos irrumpiendo el silencio como en Carlos Casares, pero sí autos que orquestan bocinazos sobre la Avenida Córdoba y paraguas que se dan vuelta en la entrada de la Facultad de Medicina. En el microcentro no hay mate con yuyos ni grandes extensiones de girasol, hay un atardecer que se pierde entre los rascacielos y un tazón de café en una confitería con ínfulas de estética francesa. Eliana Madera registra la seña al entrar. Se hizo un espacio entre los talleres en los que participa, los que organiza y el cuidado de su hijo. Reconoce la hibridez de su texto. Una novela que puede ser leída como un gran anecdotario o un diario familiar que es, a su vez, la representación de una época y una forma de vida casi extinta, una novela que parece dispuesta a hacer parte al lector de esa cercanía con una memoria afectiva que se singulariza ante cada lectura.

17 kilómetros (Metalúcida) adopta el costumbrismo solo como un tono. Las historias que cruzan el Carlos Casares pergeñado por Eliana Madera hacen foco en el carácter de los lazos, los vínculos forjados en la cercanía, en lo multitudinario. Los usos y costumbres se suceden de generación en generación y conviven a través de los rituales del pueblo, donde las mujeres tienen un rol primario: son las organizadoras de las familias. La voz de Madera se hace invisible en los relatos (como si contara desde debajo de la mesa de la cocina y cubierta por el mantel), pero a su vez es transformadora. Tiñe los sucesos y los pone en una perspectiva más enriquecedora basada en haber sabido cómo eran las cosas gracias a la experiencia de no estar hace tiempo. La primera novela de Madera es hiladora, juega con la emotividad de los recuerdos y con el imaginario de aquellas familias criollas pero de raigambre italiana, ungidas por el amor y la fidelidad a sus tradiciones.

 

AZ: Da la impresión de que 17 kilómetros puede ser leída espaciadamente, por las historias, como si fueran relatos reunidos en un mismo libro.

Eliana Madera: Al libro lo armé y lo desarmé mil veces. Lo armaba, le cambiaba las partes, lo volvía a armar. El hilo podría ser el que fue, pero hay mil hilos posibles si no, por la manera en que lo trabajé. Creo que ésta fue la última versión, pero tengo muchísimas más.

AZ: ¿Y por qué te convenció esta en particular?

EM: Me pareció que el ritmo fluía mejor, que tenía una buena dosis de lo que consideraba “un tema”. De los seis personajes, hay más o menos tres episodios por historia, y después está lo que yo entiendo por imágenes de la novela. Es una mezcla para que no termine aburriendo o transformándose en algo muy monótono. Tiene un poco de risa, otro de llanto. Lo armé siguiendo ese criterio.

AZ: Habías dicho hace un tiempo que no veías la novela desde lo familiar sino desde lo colectivo, ¿a qué te referías con eso?

EM: Yo no lo considero muy mío, eso es lo que pasa. Hay seis personajes, pero en realidad la historia más mía es la de los abuelos. La del campo. Pero no son recuerdos tan genuinamente míos, son más cosas que yo me apropié de la zona en la que vivía. Por ahí a un personaje le terminaba cargando lo de quince personas a las que conocía. Después hay miles de anécdotas que son ciertas pero no necesariamente propias o de mi familia. Son cuentos que se contaron durante muchos años pero que nadie sabe realmente si existieron o no. Y me parece que lo colectivo está en eso. En que son los tíos de todos. Apareció gente que me dijo “yo tengo una tía que es igual”. Un poco lo que me impulsó a escribirla tiene que ver con lo que era esa zona, que hoy quedó diezmada. Hoy solo se siembra soja.

AZ: Pero eso lo mostrás solamente al final.

EM: Sí, es un atisbo. Una posibilidad de un ahora distinto. De hecho me preguntaron por qué no contaba lo de ahora. En realidad yo quería cristalizar algo que sentía que se había ido. Lo empecé a escribir sin ninguna intención real de publicar. Por eso para mí son fragmentos, porque escribí durante mucho tiempo impresiones, sensaciones e historias que me habían contado o que escuché. De todos lados, de gente que había conocido en distintos lugares. Después surgió lo de poner personajes, un gen, y todo lo que arma la novela.

AZ: ¿Desde que dejaste Carlos Casares venías pensando la idea de reunir estas historias?

EM: Cuando me fui de Casares todavía se parecía bastante al lugar que yo había conocido. El cambio se dio mucho con el auge de la soja y con cosas que después pasaron en la casa donde yo había crecido: falleció mi abuelo, mis familiares se fueron del campo, los vecinos ya no estaban. Desde el 2010 en adelante muchos se murieron. En los pueblos donde antes había diecisiete personas, quedaron cero. Y donde había trescientos, quedaron cuarenta o cincuenta (con toda la furia). Dos familias en el medio de la nada. Cuando yo empecé a volver sucesivamente y ver que en cada viaje se volvía todo más desolador y vacío, saqué fotos, escribí, hice de todo; una cantidad de registros inmensos. Después vino la novela.

AZ: ¿Fue un proceso de investigación complejo teniendo en cuenta que después a esos testimonios tenías que ficcionalizarlos y darles tu voz?

EM: Fue un proceso de investigación extraño. Ahora estoy escribiendo otra novela que requiere una investigación más formal, de un tema que no conozco bien y no manejo. Estoy estudiando, viendo películas. Con 17 kilómetros fue extraño, porque fue una investigación pero de conexión con la gente. Me juntaba a charlar con personas que no conocía mucho, como la abuela de alguien que yo había conocido. Me invitaban a su casa a tomar mate, y sin ningún propósito. Charlábamos horas, me contaban de su casamiento o de lo que fuere. No hay ninguna historia textual, pero todo el mundo puede reconocer un pedacito puntual, algún detalle de su abuelo o de su tío.

AZ: Sin embargo en la obra se hace foco en las mujeres de la familia.

EM: Fue un poco inconsciente. En realidad vengo de –lo que consideramos con mi hermana– un matriarcado. La herencia familiar en mi casa fue de mujeres. La base de mi familia eran mis tías, mis abuelas. Y al día de hoy fallecieron mis tíos abuelos, pero mis tías abuelas siguen con casi noventa años, y son ellas las que reúnen a toda la familia. Por eso lo que me parecía algo muy de mi familia y que empezó así en la novela, me llevó a darme cuenta de que en general las mujeres son más longevas. Y es verdad que en la familia de la novela ellas son las que deciden, pero sin ninguna carga valorativa, simplemente es así.

AZ: Pareciera que aún en la diversidad y en sus particularidades, las decisiones las tomaban en conjunto, en eso que vos llamaste “el plenario”.

EM: Es un modo de operar de la familia en el libro, que reconozco en mí y en otras mujeres. Hoy es una época compleja en la que parece que si uno habla de una mujer estuviera definiendo a todo un colectivo femenino. Y yo creo que mi novela es muy particular. En el sentido de que cada mujer no está tratando de representar de ninguna manera a todas. Al menos cuando la escribí no pensaba en algo feminista sino en rescatar el funcionamiento femenino a nivel de redes. Me parece que las mujeres siempre están construyendo una red. Ahora se ve mucho con lo de la sororidad, pero es algo que estuvo siempre. Se dice que no trabajamos juntas pero siempre está: de la abuela a la madre, de la madre a la hija, de la madre a la tía, de la tía a la hermana. Y esa red existe. Ahora se está visibilizando y está muy bien. Es un gran momento y la novela entró justo en eso. En ese sentido se muestra lo ancestral de lo femenino. La mujer estuvo vedada de un montón de espacios durante años, y la sabiduría y todo lo que se transmitió fue en este sentido, como una red donde nos fuimos pasando conocimiento ancestral.

AZ: Hay una novela de Amy Tan, El club de la buena estrella, que va en esa misma lógica, la transmisión de conocimiento a través de las distintas capas generacionales.

EM: Cuando empecé a hacer la investigación lo hice desde una perspectiva de pérdida: todo esto se perdió o ya no existe. Pero después tuve una sensación extraña de pervivencia.  Es cierto, se perdió quizás el campo en sí, pero no un modo de transmisión o de conexión. Puede cambiar una receta o quiénes cocinan pero no la forma en que esa familia se une a través de la comida. Entonces es un juego de pervivencia. Y el “gen”, que parece ser algo malo en un principio no lo es. Una vez alguien me dijo “uno no ama a las protagonistas a pesar del gen sino por el gen”. Es una gran frase para definirlas, lo que las hace parte de ese universo.

AZ: Hay una frase descriptiva del ambiente de la narración que dice “los peones no tenían casa propia, pero sí tenían casa y familia por todos lados”. ¿Es un poco el espíritu que quiere rescatar la novela?

EM: Era otro modo de vida. Hay que pensar que eran peones golondrina: gente que iba y venía, que pasaba solo temporadas. Ahora se siembra únicamente soja. Entonces, la cosecha estacional y la idea de que se van a ir con las cosechadoras desde La Pampa a Santa Fe o a Buenos Aires ya no se da. Los peones se mudaban con esa gente que iba cosechando por toda la zona. Dejaban a su familia. Pasaban cuatro meses acá y cuatro allá. Y esos vínculos quedaban.

AZ: Parece que lo que queda atrás es todo un modo de relacionarse humanamente.

EM: Principalmente la pérdida de un paisaje, que se perdió indefectiblemente. Cualquier persona que haya vivido en el campo hace veinte o treinta años recuerda cómo después de una cosecha en el campo surgían mini flores azules y violetas, que eran hermosas. Tenías el campo por momentos amarillo y por otros violeta. El campo verde y sembrado, el campo cultivado o cosechado. Hoy se fumiga todo, entonces solo nace lo que tiene que nacer. El resto muere. Eso es lo que noté, la pérdida del paisaje y la diversidad. Se sacan los árboles y se pierden los pájaros. Y también se pierde un modo de vida, con este acelere y con tanta gente que se va a vivir a las ciudades. Cuando era chica pasaba el tipo que te vendía la leche recién ordeñada, también el que pescaba en la laguna. Se perdió el hombre de campo. Hoy hay otro tipo de chacarero, ya no es el campesino que tenía su chacra. Y todo dentro de la poca tierra que queda.

AZ: Es curiosa la voz de la narración, por momentos parece aniñada, como si contara lo que ve del mundo de los adultos, pero sin embargo se permite reflexiones sobre el paso del tiempo.

EM: Es una narradora tramposa. Que tiene saltos espaciales y temporales. Pero que como narra desde un recuerdo, se lo permite. No le puse una edad definida. Si me preguntás una, diría que va y viene todo el tiempo desde la adultez. Cuando vuelve, hace como los viejos cuando recuerdan su juventud y se les ilumina la cara. La narradora creo que tiene ese don. Siempre que vuelve, vuelve a vivirlo. Alguien dijo que recordar es volver a pasar por la memoria y el alma, ella hace eso.

AZ: Más que una novela sobre Carlos Casares, ¿17 kilómetros es una representación de ese tipo de vida que otrora había en el campo?

EM: No es ni una novela de mi familia ni una novela de Carlos Casares. Anecdóticamente aparecen Casares y Pehuajó pero porque cuando escribí me pareció innecesario inventar nombres de pueblos. Lo mismo con la protagonista, que se llama Eliana. Son pequeños juegos que me gustaba hacer. Pero si viniera alguien de Casares a decirme que yo escribí la historia del pueblo, mi respuesta sería que no.

AZ: A veces irrita al lector no saber si lo que lee es real o ficticio.

EM: A algunos los irrita, otros quieren que sea real. A muchos les molesta que se mencione a los pueblos y otros quieren que sea efectivamente así y lo fuerzan. Y yo les digo que no es exactamente así, que lo inventé y lo compilé de una determinada forma. Pero sí no quise sentir que ocultaba signos. Son terrenos que manejo muy bien. Donde me parecía muy fácil dar descripciones de lugares en los que había estado infinitas veces. Por eso no vi la necesidad de borrar eso. Lo que sí, nunca tuve la necesidad de escribir una novela histórica que cuente la vida de mi pueblo o mi familia. Además no me gusta ese tipo de novelas. Para mí el foco está puesto en el lenguaje, en la forma de narrar más que en el contenido. Y el lenguaje me parece que es lo que recupera ese otro modo de vida.

AZ: ¿Cuál era esa búsqueda de lenguaje?

EM: Mi idea era –aunque suene raro– buscar un lenguaje que respire y acompañe. Que tenga un métrica y un sonido diferente a ciertas producciones. Hoy hay una era de un lenguaje muy rápido: de puntos y oraciones cortas. Y si bien no es un lenguaje barroco -creo que es muy sencillo en la novela- juega con una musicalidad que te va acompañando. Casi que la lógica por la cual lo ordené fue porque la leí en voz alta. Tenía la música que yo necesitaba que tenga. Ponía o sacaba un capítulo según cómo sonaba. Por eso la historia termina siendo un poco anecdótica y podría haber sido otra.

AZ: ¿En tus talleres la idea es ayudar a que otros encuentren su propio lenguaje?

EM: No lo veo de ninguna manera individual. Cuando doy un taller nunca transmito ni enseño nada, simplemente habilito un espacio de intercambio. Por supuesto que tengo una propuesta de trabajo, una metodología y una forma, y hay ciertas cosas que son claras y no se discuten, sobre todo la política de lectura de la obra del otro. En el respeto y el compromiso por la obra de los demás soy estricta. Quiero ser justa en la lectura. A veces te traen lecturas que una quisiera no atravesar: escenas de violación, personajes nefastos que en la vida yo odiaría. Pero está bueno no dejarse enganchar y que la obra tenga la distancia necesaria para la voz que busca. Es una forma de mantenerme en contacto con gente que hace lo mismo que yo hago, y de enriquecerme. Aprendo de las correcciones en grupo, de las ideas. Tuve en mi casa un taller que durante cuatro años contó con la misma gente, y fue maravilloso. Es un taller que tuve que interrumpir. Eran seis chicas (no expulso hombres pero no llegan). Se había generado algo impresionante, chicas que incluso habían escrito tres novelas en ese ínterin. Y vos ves ese crecimiento de la primera a la última, todo lo que pasó en la vida de esa persona y a su vez en las novelas. Yo hice muchos años taller con Liliana Bodoc y ahora con un grupo de gente nos volvimos a reunir y hacemos taller de alguna forma en su honor, para volver a preservar ese espacio. Liliana era una persona muy especial, se generaba algo increíble en su taller.

AZ: ¿Y qué incorporaste desde lo literario de esa experiencia con Liliana Bodoc?

EM: Hice taller con Liliana y con Abelardo Castillo, también con Diego Pazkowski. Los primeros cinco años fueron con Diego. Ahí siento que aprendí las reglas ABC de la escritura. Él te caga a pedos, te tacha, te tira los textos. Pero cuando llegué a lo de “Lili” fue completamente distinto. Ella permitía cosas hasta horribles. Uno pensaba que era algo raro, porque sonaban mal. Igualmente ella lo aceptaba. Le daba espacio y aire. Y a la larga, cuando la persona lograba hacer sola el proceso de encontrar una voz auténtica, lo que estaba mal de repente se empezaba a ir solo. Ahí empecé a escribir tratando de prescindir de los recursos de la escritura. Yo soy publicista y trabajé muchos años en redacción publicitaria. Entonces había un montón de golpes de efecto que conocía: lo que sonaba bien, lo que enganchaba, lo que contar y lo que no. Con Liliana empecé a trabajar de otra manera, Permitiendo cosas de las que ahora puedo no estar conforme o no quisiera que estén, pero que por algo surgieron. Y hay que darle ese espacio de incertidumbre. Esta novela cuando estaba por la mitad la había llevado a un taller y me decían que tenía que encontrar un nudo potente, por ejemplo que la protagonista porteña volviera al campo y fuera odiada por el pueblo.

AZ: Pero la novela, salvo el final, no está sostenida por un nudo ni por un desenlace.

EM: Antes era más difícil aún. Cuando introduje el gen no tenía prácticamente historia. Lo hablé con Liliana y ella me dijo que hay novelas sin historia, el tema es que son difíciles de vender, pero existen. La cosí un poco más con un hilo que permitiera seguir una mínima historia, pero mi idea era la otra. Ahora, por ejemplo, en el nuevo proyecto que tengo llevo cien páginas. El otro día se lo pasé a un amigo y él me dijo que era el momento para que pasara algo. Pero no. En la vida nunca pasa “algo” para mí.

AZ: ¿Pero la voz de 17 kilómetros es una voz que encontraste para seguir desarrollando o solo se acota a esta novela?

EM: Para nada. De hecho yo pensaba que no había nada en común entre ellas, pero lo que tienen en común es otra vez la forma. Es otro ritmo, otra cadencia y otra estructura, pero vuelve a ser una novela puesta sobre el lenguaje: cosas que una quiere decir, que puedan sonar bien. Hay veces en que uno lee novelas impresionantes. Me pasó con Samanta Schweblin, thrillers que te llevan de principio a fin, que no podes parar de leer. Pero de pronto agarro otra novela menos trabajada o pulida, y encuentro algo hasta en el desliz y el descuido del escritor, como un personaje que te encariña. Lo último que leí fue a Libertad Demitrópulos, Río de las congojas, y es impresionante lo que hace con el lenguaje. Yo una novela que cuenta la fundación de Santa Fe o de Asunción no la habría leído nunca. Y es la que más me gustó en los últimos años. Castillo lo decía. En el primer día del taller dijo que las historias son siempre las mismas, lo que hace que perduren unas y no otras es el modo. Todos lo discutíamos. Pero él decía que Romeo y Julieta se contó un millón de veces, pero todo el mundo sigue leyendo la de Shakespeare. Ahora estoy con Kokoro de Natsume Seseki, y tiene un simplicidad y una forma de contar muy particular. Es la historia de un discípulo que se enamora de la sabiduría de su maestro. Y no pasa nada excepcional en la vida de ellos dos. Es la historia de una amistad. Y vos pensás ¿cuántas películas viste de ésto? ¿Cuántos libros leíste? Sin embargo tiene algo que lo hace trascender. Y a eso aspiro, casi al vacío de contenido. //∆z