El legendario ex guitarrista de Los Redondos ofreció un emotivo show en la reinaguración del Estadio Obras, donde repasó gran parte del legado ricotero y de su gran presente solista.

Por Matías Roveta

“¡De nuevo en casa!”, le grita enfervorizado un loco barbudo a algún amigo que divisó en la platea durante la previa en el Estadio Obras. Algunos minutos más tarde, ya instalado en el escenario junto a los Seguidores de Tláloc, y antes de brindar con una bebida hidratante junto a su público, Skay dirá: “Por los viejos buenos tiempos, por los futuros buenos tiempos, y porque el único tiempo importante es hoy”. Esa mezcla de memoria emotiva y sólido presente musical, será el alma máter en que se sustentará todo su  show en Obras, el primero desde la reinaguración del glorioso templo del rock argentino (el último concierto de rock acá había sido en 2007).

Es que tanto para ese loco barbudo, como para las 4500 personas que colmaron el estadio, como para el mismo Skay, volver a Obras significa verdaderamente volver a casa. Desde los míticos recitales de Almendra en 1980, pasando por conciertos de Serú Girán, Sumo, Soda o Riff, todas las bandas argentinas pasaron por este escenario, y esa mística que recorre la atmósfera del lugar parece seguir latente. Obras era, principalmente, el espacio donde la joven militancia de la cultura rock argentina tenía su lugar de encuentro. También es un lugar especial para Skay Beilinson: hace 20 años, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota daba el último show en Obras de su carrera, cerrando una extensa seguidilla de conciertos (iniciada en 1989 y terminada en 1991) que marcaría a fuego a la banda y la catapultaría definitivamente a la esfera de fenómeno de masas.

Por eso al promediar el show, cuando Skay –chomba gris, inmortales gafas y vincha azul, Gibson SG en mano- arremete con los imbatibles acordes de “Todo un Palo”, a más de un ricotero cuarentón, de los muchos presentes, se le cae una lágrima. Lo mismo sucede antes de tocar la intro de una de las canciones más emblemáticas del rock local, “El Pibe de los Astilleros”. Skay imita el riff de saxo de “La Bestia Pop” con un electrizante punteo de su guitarra, que cala hondo y golpea directo al corazón; o antes de tocar “Lejos de Casa”, del gran solista ¿Dónde Vas? (2009),  cuando destapa una perla y toca el instrumental de guitarra “Capricho Magyar”, del disco doble redondo Lobo Suelto/Cordero Atado (1993).

Pero más allá de las citas recurrentes al pasado y de esos golpes de nostalgia que te descolocan y te dejan al borde del knock-out emocional, lo que ayer pasó por el escenario de Obras es una banda con un enorme presente. Skay comanda su barco desde la inigualable personalidad de su guitarra (un mix donde se cruzan Angus Young, Keith Richards y Jimi Hendrix), sus riffs marca registrada y sus punteos que erizan la piel, pero apoyado en una banda sólida. Oscar Reyna se luce con su slide (“Soldadito de Plomo”, “Tal vez mañana”), Claudio Quartero, desde la sobriedad, junto al baterista “Topo” Espíndola, marca el paso firme de la canciones con su bajo, y hasta se anima al punteo (“Aplausos en el cosmo”), y el tecladista Javier Lecumberry dispara bases programadas y samplers (“Territorio Caníbal”), pero siempre con la impronta de la mentada tracción a sangre que caracteriza a la banda de Skay, que ya tiene su buena lista de clásicos propios, coreados por todo el estadio, como “Angéles Caídos”, “El Golem de Paternal” o “Astrolabio”.

El entrenamiento y la química que los músicos lograron en vivo, luego de 6 años girando juntos, les permite versionar sus propias canciones, como en la cadencia más downtempo de “La Rueda de las Vanidades”, y ofrecer interesantes matices musicales a lo largo del show: en “La Luna en Fez” y “Arcano XIV”, los arreglos de vientos –que acá son reproducidos desde el teclado- dejan traslucir la fascinación del ex-Redondos por la música de medio oriente. Arriba del escenario y en sintonía con las melodías orientales, Skay por momentos se acerca a la figura de un chamán poseído y en trance, cuando invoca a los dioses de la guitarra con los frenéticos movimientos de sus brazos.

El cierre, como no podía ser de otra manera, corrió a cargo de “Ji ji ji” y no obstante, aún lejos del “pogo más grande del mundo” y de las 60 mil personas en River, hay que observar esa marea humana al grito desaforado de “No lo soñeee ehhh…”: es una experiencia a la que alguna vez todo rockero debiera someterse. Luego de los bises (una gran versión de “Oda a la sin nombre”), y con la parquedad y la economía de palabras que lo caracteriza, Skay se despedirá de su público: “Fue una noche hermosa, muchas gracias”. Para los feligreses del evangelio ricotero, empezará la lenta retirada y la vuelta a (la otra) casa.

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