Compartimos un cuento del autor de Las Tormentas (2017), 27 maneras de enamorarse (2018) y Castillos (2020). Este texto pertenece a un libro inédito que ganó el segundo premio de Cuento del Fondo Nacional de las Artes en 2019. 

Pintura de María Luján Marchesini

1. Lo que dicen los otros

Dicen que es complicado pensar entre las ramas de la selva. Que hay cosas para hacer, muchas, antes de hacer eso. Que el viento de los sauces entorpece el pensamiento, que es por estar solo, que desde chico, siempre, tuvo dando vueltas alguna idea rara en la cabeza. Que la gente de anteojos es ladina. Que es como su papá. Como su mamá. Que no está bien que todos tengan en su familia el mismo gesto. Ese. De laucha ladina. De viejo prematuro. Que un día, los curas le dijeron que pidiera lo que quisiera y él pidió alimentar a los caballos con la mano. Que, en el colegio, no hizo amigos. Amigos que le durasen. Que nunca le supo pegar ni con los pies, ni con un palo, ni con las manos a una pelota. Que en la casa hay humedad. Que hay basura. Que huele a flores podridas y a bichos muertos. Que, una vez, en un campamento, lo vieron aullarle a la luna. Que guarda en una cajita las tapas chupadas de los alfajores. Que el loro que tenía en el patio, el Juancho, mudo y todo, era la reencarnación de un santo. Que le dedicó milagros el loro. Todos sucios, cochinos, pecaminosos. Que es una idiotez lo que se propone. Que le hace mal al pueblo y que es alboroto inútil. Pero también dicen que hay que comprenderlo y ser piadosos. Que hay que apoyarlo en su buena voluntad, en su cortedad y su tontería. Que uno no es quién para andar juzgando. Ni a él ni a nadie. Que para eso está Dios. Y la justicia.

2. Lo que piensa Fabricio

Las ideas son iguales a los higos, piensa Fabricio. Ovoides y con pancitas dulces y moradas, llenas de semillas. En una idea hay jugo, hay carne y cáscara. Con eso es con lo que uno se alimenta, piensa Fabricio. De mirar la higuera se le ocurrió, no de otra cosa. Estuvo en el patio la infancia entera, hasta que murieron la Tata y el Cheche. Su papá la cortó porque no era suya, era de ellos, y con ellos la higuera, los higos del verano, las moscas y las manchas, tuvieron que irse. Pero a Fabricio le quedó ese sabor y esa forma, esa rechonchez calórica encimada en la frutera, arriba del mantel de hule y así, una sobre la otra, supuso desde entonces y hasta ahora, que las ideas se juntaban a esperar a que las pelara y las abriera para chuparles el jugo y rasgarle las fibras dulces.

Entre todos los higos morados y parejos, la idea de la hamaca se hizo notar como un limón encendido. Amarillo y duro, ácido hasta a la vista. Un mediodía comiendo ensalada de fideos fríos, tomate y palta, viendo cómo se movía igual que siempre el brazo mecánico de la embolsadora, sin parar nunca y balanceándose, de atrás hacia adelante, entre los higos habituales, apareció el recuerdo del vaivén cadencioso de la cuna, cuando las manos de la Tata, del Cheche, de sus padres incluso, lo mecían para trasladarlo al sueño; redondo y poroso, lleno de luz cítrica el recuerdo, fue encascarándose sobre sí mismo, abriéndose paso entre los higos y con un cabito flaco, con dos hojitas verdes apenas insinuadas, se hizo idea redonda. Sin terminar la ensalada, dejándola suelta nomás en el banco del patio, al lado de las máquinas, Fabricio supo algo. Sin saludar a nadie, se fue para siempre del trabajo. Algunos se enojaron con él por descortés, por desconsiderado. Otros ni se dieron cuenta de que había estado ahí todo ese tiempo y, mucho menos, de que, antes de terminar sus tareas, antes de cumplir su horario, había salido sin marcar tarjeta por el portón de atrás y había cruzado seis calles corriendo y sin mirar, para llegar hasta la plaza redonda y húmeda, hasta el medio de todo.

3. Lo que dice la mamá de Fabricio

La mamá de Fabricio dice que no hace falta que te quieran todos para ser bueno.

4. El lugar en el que queda la plaza

La plaza, la iglesia, el reloj. El reloj, la plaza, la iglesia. Dispuesta así, la arquitectura perezosa y obvia de los pueblos. En ese lugar también, la peatonal San Martín, que empieza en Belgrano y termina en Rivadavia. O en Sarmiento. En este caso, ni una, ni otra: Boulevard Garibaldi. Ahí donde confluye la desidia de todas las planificaciones estatales del mundo, un cuadradito cargado de arena entre los eucaliptus que desde el cielo se vería, si por ahí pasara alguna vez un avión, una avioneta, igual a la tapa de un alfajor de maicena. En ese lugar queda la plaza. Porque, aunque se le dice a todo, por comodidad y pereza, para nombrar el conjunto, la plaza son, nada más, los cinco juegos. El arcoíris de pasamanos, la línea de subibajas, el tobogán, la calesita con manivelas y las tres hamacas. No los árboles, ni los bancos verdes de madera, no la estatua de la virgen enmohecida por la mierda de las palomas, los caminos rojos de piedra picada. Ese es el alrededor, ese es el lugar en el que queda la plaza. Y hasta ahí fue Fabricio a una hora plana y sin gente; a sentarse en la hamaca del medio.

5. La prueba que hay que hacer

La idea de Fabricio sobresale de las otras porque muestra un quehacer simple. Ofrece la arbitrariedad tranquilizadora de las reglas claras. Por eso es redonda, por eso brilla como un limón. No se parece a las otras ocurrencias que germinaron durante el horario laboral. Un viaje en micro hasta México, una inversión en semillas y gallinas, el seminario, una cruza entre un tractor y una moto. Fabricio sabe que esta idea es distinta y mejor, porque es básica: sentarse en la tablita de madera, tomar con las manos las cadenas, balancearse. Es algo que puede hacer.  Semanas, un mes a lo sumo, no más: el tiempo necesario para ganarle a todos.

Hace los movimientos previos, prueba el balanceo, el aire, la flexibilidad, la resistencia. Una vez entrado en calor, baja de la hamaca y se aleja. Cuenta los pasos. Cuatro. Respira tres veces. Toma el aire por la nariz y exhala por la boca, igual que les vio hacer a los clavadistas, antes de emprender la carrera corta, armar con el cuerpo un impulso y una vaina, caer con gracia al vacío. Camina hasta la hamaca y busca testigos necesarios. Dos nenes y una señora gorda con los brazos cargados de bolsas. Podría ser la abuela, la señora que los cuida. No la madre, eso seguro. Sirven. Fabricio le avisa a la señora que son las cuatro y veintiséis, que por favor se acuerde cuando le pregunten. La señora lo mira, pero hace como si no lo viera; les dice a los nenes que no corran cerca de las hamacas. Los nenes siguen tirándoles piedritas a las palomas. Nunca le pegan a ninguna, pero insisten. Las palomas se escapan a los árboles y después vuelven a picotear el suelo. Los nenes no pasan cerca de las hamacas, hacen caso, pero están ahí, lo ven. Fabricio empieza a hamacarse. Mantenerse así, pendulando, es el modo de hacer lo que hay que hacer, de llevar a la práctica su idea.

6. Maneras de hamacarse

Después de un rato, todo se vuelve aburrido. Es un problema humano. Aburrirse. Los animales, con eso, no parecen tener inconveniente. Fabricio tuvo dos perros, un gato y un loro mudo. No mudo del todo. Un loro que silbaba. Mientras se hamaca, piensa en lo que ellos hacían. Todos esos días iguales. Más que nada, los del loro. Juancho. Parado en el poste de metal, escarbándose las plumas o hundiendo el pico en el pote de semillas, en los gajos de mandarina. Silbando a veces para estar ahí nomás, para hacer algo. Los animales sueltos, los de la selva, tienen rutinas todavía más opas. Porque son rutinas para sobrevivir, rutinas de trepar lianas y esquivar pantanos para comerse a los otros, para no ceder a las ganas que los otros tienen de comérselos. Esconderse, atacar, dormir alerta y a medias, armar niditos, cavar cuevas. Lo que en documentales y películas se ve excitante y vertiginoso, es, en el fondo, un modo de repetirse. Un hábito, una costumbre anodina. En la fábrica también, como si hubieran predadores y miedos urgentes, pero sin que haya nada, simulan un propósito natural en el apuro. Entre las máquinas, las latas y etiquetas, las bolsas. Se ponen los hombres a hacer sus cosas como si se las susurrara Dios en los oídos, como si en todo hubiera una necesidad, una orden genética. Pero, como es engaño, dura poco. Nadie viene a morder, no hay zarpazo ni picadura que paralice, no hay el vuelo rasante de un predador sobre la inocencia del nido. En ese orden impuesto, sin la virtud animal del reflejo puro, aflora el tedio. Lo mismo en una oficina o en un matrimonio. Después de un tiempo, todo se vuelve aburrido. Y, como es normal, él, un hombre cualquiera, no un animalito, se aburre.

Por eso ahora, después de un rato, lo que parecía divertido, excepcional, se le hace opaco. Los mocasines perpendiculares apuntando al cielo, la copa de los árboles, su sombra en la arena, los mocasines perpendiculares apuntando al cielo, la copa de los árboles, su sombra en la arena. Por eso ahora, prueba soltar una mano, por eso prueba girar en el eje de la columna, empujar el aire con una sola pierna, hamacarse con el torso, volver el cuerpo duro y recto como una estaca. Sube también las rodillas y ensaya la posición de loto: se acuclilla, canta y se contonea igual que los gorriones cuando se sacuden el agua podrida de los charcos. Tratando de entretenerse así, nota que pierde velocidad, que corre el riesgo de frenarse. No son tantas las maneras posibles de hamacarse: tiene que asumir que habrá en eso también un orden impuesto, una rutina. El cielo, la copa de los árboles, su sombra en la arena. El cielo, la copa de los árboles, su sombra en la arena.

7. En lugar en el que vive Fabricio

Hasta lo que llamaron “el asunto de la hamaca”, muy poca gente había visto los paisajes que mostraron en los medios. Es justo decirlo. Reconocerlo. Nadie sabía nada del lugar en el que vive Fabricio. A nadie le importaba.

Porque pasó lo que pasó, personas que nunca hubieran puesto ahí su atención, vieron que había un pueblo con palmeras en la calle, una cascada, selva alrededor. Todo selva. Las ruinas con visita guiada y el escenario impecable para elegir a la Reina de los Inmigrantes, para que cantara el que le tocase el turno según la disposición municipal. El frente de la casa de Fabricio comido por la gramilla y desbordando hongos negros por las ventanas. La vereda por la que corría de chico, abrazando los árboles para contar hasta cien espiando siempre, sabiendo rápido todos los escondites. Porque no había casi ningún lugar para esconderse en el pueblo. Eso pudo verse también en las imágenes que salieron en la televisión, en el diario. No cambió casi nada desde su infancia en el lugar en el que vive Fabricio. Algún semáforo más, en el centro, bancos nuevos, dos edificios altos. Lo demás, todo lo mismo. De eso le pidieron que hablara él, que hablara el papá, que hablara la madre acercando por favor un poco más la boca al micrófono. Y todos coincidieron en decir que era ponerse un desafío encontrar algo para hacer, que era todo un reto, en ese lugar olvidado, tan chiquito en el mundo, lejos de todo menos del calor, de la humedad, de los mosquitos, avanzar hacia un objetivo para trascender, para ver si desde ahí podía surgir un talento que se destacara en algún asunto, modestamente, un campeón del mundo.

8. Algunas noticias acerca de lo que hizo Fabricio

Los que se concentraban en la geografía le decían “El Lugareño”, “La Nueva Joya Local”, “El Récord Man del Litoral” y “El Joven Obereño”. Impreciso el último, porque no estaba en Oberá el joven, o sea Fabricio, más bien un poquito atrás y al costado, pero a no muchos les interesó el nombre del pueblo verdadero. En Internet, del pueblo aparece más bien poco, lo que no justifica, pero explica la imprecisión y vaguedad de la prensa. Lo que no está en Google no es tan cierto como lo que aparece. Por eso, es posible que al no encontrar casi registros, nombrar el pueblo les haya dado pudor a los periodistas. Como si ellos tuvieran que ser los primeros en atestiguar de la existencia de naves voladoras o fantasmas.

Las notas aparecieron siempre en la parte de sociales, en las últimas páginas, en los suplementos de los domingos, y en un caso (raro) en la sección deportiva. “La Nueva Joya Local cerca del récord mundial de hamaca”; “Los pies en el aire, la cabeza en las nubes”; “Joven Obereño detrás de una hazaña impensada”.

Fueron pocas las citas textuales a Fabricio, menos las filmaciones en las que se mostraba su testimonio. Él trató de explicar lo de las ideas como higos y limones, los motivos que lo impulsaban a hamacarse hasta ser un campeón del mundo; trató de contar por qué se aburrían las personas y no los animales, las cosas que a la noche se le ocurrían ahora y no se le habían ocurrido nunca antes de estar tanto tiempo sin tocar el suelo. Pero, de todo eso, salió poco. Preguntaban por aspectos prácticos: ¿Cómo hacía para comer?, ¿Cómo hacía para dormir?, ¿Cómo meaba y cagaba, al fin y al cabo, Fabricio? No era difícil contestar a esas preguntas. Era aburrido. Se juntaba gente siempre cuando venía algún corresponsal. Más que nada las primeras semanas. Se armaban rondas. Los vecinos, camuflados entre los periodistas, aprovechaban para robarle intimidades a Fabricio y hacer correr el chisme. “¿Es cierto que su padre y su madre nunca durmieron juntos?”, “¿Qué pacto diabólico tenía su familia con el loro mudo?”, “¿Cuándo había sido la última vez que había salido con una chica bien, con una chica en serio?”.

También le preguntaban por un coreano. Un tipo que ya era viejo, pero que desde 1969 mantenía invicta la marca de hamacado: tres semanas encima de una madera blanca colgada de un cerezo en alguna de esas ciudades insólitas que los chinos (coreanos) ponen al pie de los volcanes. Al coreano le tenía que ganar Fabricio si quería ser el campeón del mundo. Sin verlo, sin tocarlo, dejarlo en la lona.

9. Lo que le gusta hacer a Fabricio

Mientras se hamaca, a Fabricio le gusta imaginar a su rival coreano, verlo a la par, como si fueran dos corredores esperando el disparo de salva que precipite la carrera. Le gusta mirarlo a los ojos rasgados que le inventa y dedicarle arranques de hamaque furibundos. Es bastante parecido al chino del supermercado, el rival coreano que imagina Fabricio. A veces gana él, a veces no. Pero lo mejor de todo son las charlas. A la noche, o un rato antes de que salga el sol, con el cielo violeta de frío, Fabricio y el coreano que se inventa hablan de lo que les gusta hacer a los dos. Y en muchas cosas coinciden, pese a ser uno de acá y el otro de Asia, uno de verdad y el otro imaginado. Arriba de las hamacas, están de acuerdo, uno se desliza por el tiempo como si pasara la palma de la mano encima del lomo de un animal peludo que duerme.

10 Lo que le dijo una nena a Fabricio

Una nena de siete años que se hamacó un rato con él le dijo una tarde a Fabricio que prefería mil quinientas veces el tobogán a las hamacas. El tobogán empieza y termina, las hamacas no: duran hasta aburrir y hay que bajarse.

11. Formas de alimentación

Con los licuados entretuvo el hambre durante varios días. Frutas, leche, agua. Ahora le traen además tortas fritas, sanguchitos, bizcochuelos; se los dejan en el piso, como ofrendas. Una liturgia rara de las viejas que van y apoyan en el suelo sus comidas envueltas en repasadores, apelmazadas entre servilletas de papel, adentro de tuppers empañados de vapor. Los dejan ahí y ahí se quedan. Sucios de arena, humedecidos, asaltados por las hormigas. Se los come más de aburrido que de hambriento. Porque la verdad es que hambre fuerte no le da. Hambre hambre. Más bien es una manera de agradecer, de no ser descortés con las señoras. Trata, pero conformar a todas es difícil: le dejan demasiado. A la mañana, se juntan varias para levantar los restos. Anotan cosas en una libreta, secretean. Inventaron una forma nueva de superstición: lo que come Fabricio define la salud de los nietos y el clima próximo, la suerte en la lotería de las cocineras. Hay un modo correcto y un modo incorrecto de hacer las cosas. Hay una secuencia válida y una defectuosa. Ellas inventaron leyes. Fabricio sabe, por sus ojitos brillosos, por sus refunfuños, si estuvo más cerca de complacerlas o decepcionarlas. Trata, pero es difícil. Y, en el fondo, innecesario. No todos tienen que quererte para ser bueno.

12. Implementación del sueño

Fabricio duerme. No del modo habitual: ojos cerrados y boca abierta, apoyada su cara en alguna superficie blanda. Duerme con los ojos abiertos, como los peces y los muertos. De a ratos cortos. Salteado. No sabe muy bien cuándo está despierto y cuándo está dormido. Para no confundirse, hace dos cosas. Una es atarse las muñecas a las cadenas con dos pañuelos. Pidió que averiguaran y es legal: está contemplado en el marco de la competencia. La otra es mirar la escalera del tobogán. Cuando está despierto, ve los barrales oxidados, los escaloncitos. Dormido, ve una columna vegetal que llega a una nube de miel que se desgrana. Así puede establecer una clara diferencia.

13. Cuando llega la chica

Fabricio no lleva la cuenta de las horas y los días, pero, de vez en cuando, se empuja hacia la frente los anteojos con el dedo índice y pregunta “¿Cuánto va?”. Así puede saber que, cuando llega la chica, van seis noches. No días, que son más laxos, menos contundentes, compartidos. Él pregunta cuánto va y la chica le dice que van seis noches. Fabricio le dice gracias, porque la escucha, pero además, mueve la cabeza, ladea el cuerpo y la ve. Antes de que se vaya, antes de que pase, la cara de la chica es un gesto. Ni condescendiente, ni de indiferencia. Algo puesto en su cara solo para Fabricio. Y ese gesto se le queda estampado en la frente a Fabricio; detrás de la marca rasposa que le deja el marco de los anteojos. Y eso es todo lo que pasa, cuando llega la chica.

14. Lo que dice la mamá de Fabricio

La mamá de Fabricio dice que, antes de enamorarse, ella era ella y que después fue otra cosa. La mamá de Fabricio dice que eso le pasa a todo el mundo cuando se enamora. Y dice, también, que es una pena.

 15. Cuando pasa una señora que pasea a su perrito

Le revolotea. La ve venir. Pasa de un árbol a otro como si tuviera un contrato firmado: no saltea ninguno. El trajecito violeta, la cartera en el antebrazo, el pequinés dientudo, fiero y desparejo, como si lo hubiera ensamblado un nene en el jardín de infantes. Dan saltitos, olfatean. El perrito y ella: tan iguales. Fabricio sigue con el balanceo cansino y la vista en los pies, sin abrir abrir puertas, sin levantar persianas, sin forjar ninguna grita por la que se filtre el diálogo. Ya aprendió por dónde viene la cosa cuando las señoras así encuentran amable una oreja. Dejan a un costado su mascota, se posan en su atención y liban hasta secar.

Siguen así cuatro noches, tardecitas, la hora de cerrar los negocios, de volver a las casas. Fabricio sostiene férrea su parquedad, aunque hay deslices breves en los que la mirada de la señora, tan impúdica, tan directa, logra ponerlo nervioso. Es un duelo callado. Igual que cuando era chico y jugaba a no pestañar, a no reirse, a no decir ni sí, ni no, ni blanco, ni negro.

La tensión tiene un límite. En ella, sobre todo. Se cristalizan las córneas de la paciencia, sube la risa del estómago como reflujo, si algo es blanco es blanco, si es no es no: la señora que pasea el perrito se le acerca, se planta y le dice: “Usted es un degenerado”. Aunque Fabricio no pregunta nada, aunque se comporta como si soplara nomás un poco más fuerte el viento, la señora que pasea al perrito se explaya: “Usted se cree mejor que nosotros”. Es un insulto, sí. Se pretende. Fabricio espera a que se vaya para dejar que se despliegue una sonrisa: ella pestañeó primero.

16. Lo que Fabricio se acuerda mirando un barrilete amarillo

Cuando Fabricio cumplió ocho años, su tío Jorge lo llevó a uno de esos bazares en la Costa Atlántica, pongamos que en Mar de Ajó, en Santa Teresita, en Ostende, en los que ofrecen a los turistas remeras estampadas, alicates, esculturas de caracoles y barrenadoras de telgopor. Le señaló esa montaña de todo con el índice y le pidió que eligiera su regalo. Fabricio eligió un librito de historietas apaisado que en la tapa tenía un perro descansando encima de una casita roja. El perro no hablaba en el libro, pero podía pensar y hacer cosas que los perros normales no hacen. Bailar, por ejemplo, o escribir a máquina. El dueño del perro era un chico con la cabeza redonda y sin pelo. Todo le salía mal al chico de la cabeza redonda. Le llovía siempre encima, lo destrataban. Uno de sus pesares, siempre repetido, exasperante, era no poder remontar un barrilete. Se le enganchaba en los árboles o en el cuerpo, se hundía en las alcantarillas, lo deshacían los pájaros en el aire. Y aunque perdía todo el tiempo, el chico de la cabeza redonda seguía tratando de remontar el barrilete. Fabricio pensaba que el chico de la cabeza redonda era un imbécil y no le veía el chiste a buscar con tanto empeño la frustración. De eso se acuerda Fabricio, mientras ve achicarse en el cielo un barrilete amarillo. El chico que lo remonta mira el cielo concentrado como si estuviera manejando con el hilito una base espacial soviética. El barrilete flota limpio en el cielo. Fabricio sigue agitándose en la hamaca. Cuando sube, el barrilete está cerca, cuando baja, se aleja.

17. Acerca de ver algunos detalles

Para compenetrarse en su tarea, Fabricio achina los ojos. Pone cara de chino para ganarle al coreano. Con los ojos así, ve mejor los detalles. Lo hacía también en la fábrica, en su casa, si estaba solo. Detrás del vidrio grasoso de los lentes, arma ranuritas filosas que se concentran en curvas y líneas y puntos que los ojos abiertos del todo pasan por alto. No es que sean importantes los detalles, no es que cambien nada. Si Fabricio no hubiera visto las manchitas de óxido en los tubos niquelados de las máquinas, si no hubiera visto el almíbar agrio en las grietas de los tilos o el perfil de una lagartija en una nube deshaciéndose, seguiría todo ahí. Sería lo mismo. Se concentra en lo mínimo para estar. Es más fácil quedarse en lo chiquito, acurrucarse así. Que lo grande sea bordes y mundo, ajeno, inabarcable. Más que nada, cuando uno está balanceándose todo el día, desde hace días, encima de una hamaca.

18. Cuando llega el inspector de récords mundiales

Tiene valijita y blazer, comitiva. Una chica que saca las fotos, otra que les sonríe a todos y reparte cupones para una rifa. Sortean la última edición de los Récords Guinnes en tapa dura y con láminas satinadas. A Fabricio le dan un ejemplar gratis. En el libro ve la foto de Sultan Kosenm, el hombre más alto del mundo, rodeado de mujeres asiáticas que le llegan a la cintura; la de Ramón Campayo, un español que sostiene en alto uno de sus sesenta trofeos como campeón mundial de memoria; la de la Señora Vassilet, una rusa con cara de perdiguero que entre 1829 y 1872 había engendrado sesenta y nueve hijos. Ve otras fotos: pasteles gigantescos y chicas con el cuerpo anudado como el moño de un regalo. Pasa páginas de eso, busca la cara del coreano. Mientras hojea el libro, el inspector de récords mundiales con un metro retráctil mide las cadenas y los caños que sostienen las hamacas, con un cronómetro temporiza las flexiones de las rodillas de Fabricio. Las secretarias  hacen preguntas y anotan, le piden que por favor mire hacia un costado, después hacia el otro, con la vista clavada en un punto lejano, como si estuviera tratando de ver un avión que vuela lejísimos. Le sacan fotos. Se junta gente, toda la gente, y se arma un ruido de fiesta. Al inspector, delante de Fabricio, todos le hablan bien de él. Escucha la palabra “Héroe”, la palabra “tezón”, la palabra “orgullo”. Las secretarias (con su mono azul, con sus ojos de ciervo, consu pelo veteado reglamentario), juntan a la gente alrededor de la hamaca para sacar una foto: atrás de Fabricio, sus familiares, los viejos y las viejas, las madres con los bebés colgándoles del antebrazo; adelante, los chicos y los hombre jóvenes acuclillados como futbolistas, los perros revoloteando. A Fabricio le parece que lo agarran distraído cuando la sacan, en medio de un gesto insulso, pero los del Guinnes opinan que la toma está perfecta. El inspector le dice que esa foto va a publicarse en el libro del año próximo. Le da una palmada en los hombros, un apretón de manos, una tarjeta con letras doradas en relieve. No deja un hueco para preguntar por el coreano. Se lleva el libro también, el libro gratis, se va con las secretarias y la gente se dispersa. Entre los que quedan, nenes casi todos, viejas chusmas, como un limón encendido, aparte de lo demás, está la chica. Le dice que van ya cuatro semanas, dos días y nueve horas cuarenta. Le dice que si quiere puede bajarse, que ya ganó. Le dice que ya puede hacer lo que quiera. Como Fabricio no le contesta, se sienta en la hamaca de al lado y se balancea sin decir nada ella tampoco.

19. Lo que Fabricio le dice a la chica para que se quede

Cuando está por dar el saltito breve que la devuelva al suelo, Fabricio le dice a la chica que él, una vez, hace mucho, la había visto en un cumpleaños. Él debía haber tenido ocho o nueve años y ella un poquito menos. Era el cumpleaños de uno de los Gutiérrez seguro, porque estaban en el club y hacía calor y habían decorado todo con luces redondas y guirnaldas. Era a la tardecita y habían estado tratando de cazar ranas con unos palos. Se dio cuenta de que era ella porque aquella vez también, como ahora, había notado que lo miraba sin otra intención, y porque, además, a esa edad ya tenía un nido de rulos como ahora, así de colorados y encendidos en el pelo.

La chica no se acuerda de aquella vez, aunque se enlaza los bucles entre los dedos y reconoce que a Fabricio lo tiene visto. No de aquella vez, pero sí de otras, de esa vida común en el pueblo, desde siempre.

Para conversar, en vez de saltar, en vez de irse a su casa o a juntar piedras o a comprar una bolsa de gomitas de eucalipto, la chica se queda ahí, al lado de Fabricio, ella también agarrando las cadenas, estirando y recogiendo las piernas, hamacándose.

20. Lo que dice la mamá de Fabricio

La mamá de Fabricio dice que es bueno tener una actividad. Cualquiera que sea. Porque no es sano estar ocioso, hace mal a la cabeza y al cuerpo. Pudre lo que uno es. Marchita.

21. Cosas que podrían pensarse si se mira durante un tiempo a los animales

Ahora que está con la chica, Fabricio habla más. De noche, sin un ruido, estuvieron conversando acerca de animales. Empezaron por los pájaros. No podían saber si las cotorras eran de ahí o si eran brasileñas, si seguían habiendo o no en el mundo sueltos, volando salvajes, tucanes como los que ilustran las enciclopedias. A la chica le gustan los cuervos, los mirlos, los pájaros negros. Las golondrinas. En la selva no hay muchos pájaros negros, son de colores. Fabricio tenía un loro. Un loro verde que no hablaba, pero sabía silbar. Canciones enteras que nadie conocía en la casa, pero el loro sí. Nadie sabía de dónde las había traído. Tenía la lengua negra el loro. Así que podría, a lo mejor, interesarle. No, los loros no le importaban a ella. Para nada. Los escarabajos, los cascarudos, casi todos los bichos, esos sí le gustaban a la chica, por negros, pero además, por ser tan igualitos entre sí. La chica dice que en algunos bichos como esos, es fácil ver cómo de uno sacaron a todos los otros.

Soplaba un viento lindo y las hojas de los árboles, encima de las hamacas, hacían el ruido que hace el arroz crudo cayendo adentro de una bolsa con arroz crudo. Era verdad: si se los miraba durante un tiempo, los escarabajos eran todos iguales. Fabricio, como hombre se empezaba a sentir lo único distinto. Igual que Gulliver en el país de los enanos, al país de los gigantes, al país de los caballos. Único y diferente. Pero no era tanto eso, sino más bien todo lo contrario. Mirar a los loros o los escarabajos era una forma de enterarse de que no había, entre las personas, tantas distinciones. Algunos son negros, otros de colores. Algunos se suben a un palo y se pasan treinta años silbando canciones. Algunos se eligen entre los demás, conversan a su modo, se hamacan hasta ser campeones del mundo.

22. Los límites de la felicidad

Son fáciles los días encima de las hamacas. Con la chica llegaron ya incluso a un poco más que besarse. Si se dan las condiciones del clima y la intimidad, no va a pasar mucho tiempo hasta que terminen con el cuerpo lo que empezaron conversando. Proyectan un futuro incluso; enumeran formas de escaparse imaginadas en pleno bamboleo. Con lo que pueden y saben, se cuentan todo. El aburrimiento que le da a Fabricio la embolsadora, lo que lo apena de las siestas y la clasificación frutal con la que jerarquiza sus ideas. Lo que dice su madre. El placer que le da a la chica sentarse en las terrazas de casas ajenas a fumar cigarrillos y tomar Coca-Cola, que en la escuela no había tenido ningún apodo, que los que estudian en la universidad le parecen vagos y pretenciosos.

Son fáciles los días encima de las hamacas. Son felices. La gente, como no está ahí, no molesta. Después de un tiempo, la novedad se agotó y pasaron a ser irrelevantes. Como es irrelevante el sol, como es irrelevante una sábana, un estómago. Los saben ahí, pero no importan.

Son fáciles los días encima de las hamacas. Entremezclar las sombras, chocar despacito las tablas de madera, enredar las cadenas, subir y bajar hasta dormirse sin usar los párpados como dos peces en un acuario. Ir pasando así las horas, lánguidas y blanditas, hasta que un día la chica le pregunta a Fabricio: “¿Cuándo nos bajamos?”.

Y nada más es sencillo. Porque entre todas sus formas posibles, esa es la que encuentra para ellos, el límite de la felicidad.

23. Un final posible

Aunque es malo, aunque distancia, a Fabricio le parece mejor no dar una respuesta concreta a la pregunta. Le dice a la chica que no es todavía el día de suspender el hamaqueo, que cuando tengan que parar, van a darse cuenta.

Parece que se normaliza la situación. Parece que son ellos de nuevo. Pero, entre que Fabricio contesta esa vaguedad y se hace cierto ese día exacto e inventado no pasa casi nada de tiempo. Del invierno a la primavera, pongamos, de un miércoles a un domingo. Ese día, que era cualquiera, pero ahora es uno, aparece, llegado de su pueblo chino al pie de un volcán, el coreano del récord. Un japonés en zapatillas sin cordones, el coreano, con remera beige anodina, con jeans grises gastados, de unos doscientos años, veinte o treinta y cinco, dependiendo de lo que uno decidiera mirarle. Si es el pelo, copioso, abundante, grisáceo, todavía no del todo negro, los ojos fuertes, coreanos, se puede pensar en la mediana edad, en la plenitud de las fuerzas, pero si se recorren las venas azules de los brazos, los dedos anudados, el cuello replegado como un strudel de manzana, el hombre podría haber salido de la Biblia o de uno de esos libros más antiguos que Dios que escribieron los chinos con la tinta que inventaron. Llega en una camioneta de campo un poco destartalada. Antes de ser él, es un sonido. Se baja enfrente de la plaza y, sin saludar, se para al lado de Fabricio y de la chica para verlos hamacarse un rato. Pasa siete minutos mirándolos y calculando en un susurro chino la secuencia de las oscilaciones. Con cinco dedos de una mano  dos de la otra, les deja en claro el hecho. Después, despliega un pañuelo celeste encima de la tablita de madera verde, se sienta en la hamaca libre y empieza a balancearse. Silba una canción, algo que nadie en el pueblo había escuchado nunca. Podría sonarle, piensa Fabricio, de algún lado. Pero no. Es algo de su país, seguramente, ajeno a la selva, a la peatonal, a la iglesia, a ellos. Otra cosa. Una canción que nadie sabe quién inventó y que en su país cantan todos, porque, como los escarabajos y los loros, los chinos coreanos, son todos iguales.

Es el momento de dar juntos el salto chiquito que los devuelve al suelo. Acelerados por las nuevas circunstancias: caminar, de pronto, estar ociosos de nuevo, enfrentar el mundo, siguen juntos sus vidas. En ese pueblo o en otro lugar (da lo mismo) tienen una casa con pasto al fondo, al final de una galería en donde cuelgan la ropa mojada y en el pasto plantan una higuera que cada verano, pasados los años, les da limones gordos y amarillos. En sus ramas, se apoyan a veces cotorras, a veces pájaros negros, a veces tucanes salvajes de los que salen en las enciclopedias. Las ramas del árbol son débiles y no se les cruza jamás colgar en ellas una hamaca.

24. Un final verdadero

Puede ser que lo más probable pase. No siempre es así, pero sucede. Fabricio se acomoda los anteojos apretándolos contra el entrecejo, se aclara la garganta con una tosecita idiota y baja la mirada hacia la arena cuando la chica le pide definiciones. Quiere dejar pasar el momento incómodo, hacerse el tonto. Pero la chica insiste hasta obligarlo. No va a bajar. Ni ahora, ni nunca. ¿Ni siquiera por ella? ¿Ni siquiera para seguir estando juntos en otros lados, en otra vida? No. Ni por eso, ni por otras cosas. Está bien así. Así sigue.

La chica se va, y hay al principio un dolor enorme, calambres en el estómago cuando el cielo es verde, cuando cae la lluvia. Después, nada. Fabricio en la hamaca, envejeciendo. Pensando a veces en el coreano que no conoce nunca, ese ex campeón sin cara para siempre, en sus abuelos y la higuera, en los días en la fábrica, en los animales negros. Feliz sería ya no, pero en paz, satisfecho, como quien silba para sí mismo su canción preferida, hace lo único que puede hacer: dibujar ese vaivén simétrico en el aire. Y ese surco de viento leve es su vida hasta que un día se queda quieta la hamaca y Fabricio, el campeón mundial, el héroe de su pueblo, con el ruido tonto de un pájaro doméstico que se cae de un palo, como un limón maduro que se desprende de una rama, vuelve a tocar el suelo y se muere.//∆z