En su primer libro de cuentos, la autora expone algunos de sus intereses más íntimos como el periodismo, la militancia, la identidad y la pareja con una prosa nutrida del mejor realismo.

Por Pablo Díaz Marenghi

Periodista de amplia trayectoria, María Eugenia Ludueña formó su escritura literaria en el taller de Liliana Heker. Su influencia se nota en estos cuentos, los primeros que publica dentro de la colección Variaciones de Ediciones La Parte Maldita. Allí expone vínculos familiares, relaciones de pareja, enamoramientos tóxicos, madres desequilibradas y, además, un claro interés por temáticas de derechos humanos (sobre todo lo referido a la última dictadura militar argentina). Por ejemplo en “La cena” se aborda el tema del secuestro y robo de bebés a través del relato en primera persona de una mujer que se enfrenta a la irrupción de la senilidad y la demencia de su madre, que se cree que están en el 29 de marzo de 1976. Miedos corrientes (como el pánico ante la decrepitud o el no saber qué hacer al invertirse los roles padre/hijo) se entremezclan con el miedo a meter el dedo en la llaga de una familia que ante el fantasma del terrorismo de Estado prefiere el silencio.

Otro relato que va en la misma línea es “La canasta mágica”, en donde la represión se narra desde los ojos de una niña: “Escuché ruido de platos, de elefantes y monstruos corriendo. Miré de nuevo hacia arriba. No oí a Laura llamándome, como otras veces, pero la vi agachada al lado de las macetas. Me hacía señas con las manos para que me acercara en silencio (…) Mamá todavía no vino a buscarme”. En “Cándida” se aborda la ausencia del militante, la incertidumbre del no saber si uno estaba vivo, muerto o “chupado”. Ludueña utiliza estas preocupaciones como alimento de su literatura (algo que trabaja también en sus artículos periodísticos o en su libro Laura, una biografía de la hija desaparecida de Estela de Carlotto).

También construye diversas tensiones y pequeños grandes conflictos en tramas íntimas, más propias de mundos cotidianos. Por ejemplo en “Guacamole” –uno de los relatos más logrados– en donde una mujer de mediana edad, casada y madre, disconforme con su vida, ve en la invitación de una vieja amiga bohemia a una fiesta en una terraza la oportunidad para dotar a su rutina de un poco de vértigo dionisíaco. Luego la autora se luce construyendo el derrumbe de estas expectativas con simpleza y minimalismo narrativo. Las dudas de un noviazgo que se va al tacho se materializan en el monólogo interno de la protagonista de “Paddington”, tomando como principal insumo el recurso de lo no dicho, la ambigüedad por debajo del discurso de la narradora.

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Un amor prohibido, tóxico y lleno de mentiras y pasión se ve en “Jota”, en donde sobrevuela todo el tiempo el fantasma de la violencia de género. A lo largo de todo el relato se da forma a un hilo narrativo denso que parece estar a punto de romperse en cualquier momento, como una cuerda floja por donde los protagonistas caminan en un delgado equilibrio que amenaza todo el tiempo con arrojarlos al vacío. Hay un homenaje a Cortázar en “Instrucciones para despedirse”, además de otro guiño más hacia el romance.

“Islas” es un cuento en donde Ludueña involucra su experiencia como periodista (en un giro que bien podría ser autobiográfico) para contar la culpa de clase, la mirada pequeñoburguesa de la clase media que deja en jaque hasta al más progre y los márgenes de la ciudad (la villa, la ribera, el riachuelo). A partir de un conflicto que puede parecer una pavada, la autora termina llevando a la protagonista a un dilema moral contra sí misma. “Seychelles” es otro de los mejores cuentos. Una narradora, también, en primera persona que es periodista y pasó por la Facultad de Ciencias Sociales (como la propia Ludueña) cuenta su relación con Erika, una joven que la cautiva, se gana su admiración y, también la llena de dudas y envidia. Una muestra: “Profundizar con Erika era un viaje al fin de la tierra. Era tan inteligente que me daba miedo. Y a veces decía las cosas con tanto cariño que era difícil contradecirla”.

El mundo… da una pista ya desde el título del universo literario que plantea Ludueña. La autora, notablemente contaminada de realidad por su experiencia periodística, elige moverse dentro del realismo (matizado con algo del estilo seco norteamericano de Flannery O´Connor o J.D. Salinger) y por eso no hacen falta más canciones que las que entona la realidad, que como dice el dicho “supera la ficción”. La autora parecería sentarse a escuchar con atención las melodías que emanan de la vida misma para luego darles forma de cuento. Esto le alcanza y le sobra para nutrir sus historias. Algo similar, aunque a la inversa, suele repetir Leila Guerriero respecto a por qué no escribe ficción y sólo se dedica al periodismo narrativo, al decir que la realidad es lo suficientemente rica como para inventar algo más.

También es muy curioso que, pese a sostener desde el título que no se necesitan más canciones, el libro abre con una cita de una canción (“Troy”, de Sinead O´Connor). Aquí se desliza algo más respecto a la cosmovisión de la autora (cargada de giros rizomáticos a un pasado que no deja de volver, a una memoria que re-escribe de manera constante el presente, a una melancolía que inunda las relaciones amorosas y a un futuro que atemoriza): “Éramos tan jóvenes entonces, nosotros pensamos que todo lo que posiblemente podríamos hacer era lo correcto. Después cambiamos, ante nuestros propios ojos, y me pregunté dónde te habías ido. Dime: ¿Cuándo fue que la luz murió?”. Será cuestión de esperar por las próximas canciones que María Eugenia Ludueña le arranque a la cotidianidad y transmute en solventes piezas narrativas.//∆z

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