Alfaguara reeditó la primera novela de Marcelo Figueras, publicada originalmente en el año 1992. Un relato de aventuras en clave de ucronía que se animó a vaticinar la llegada de un Papa argentino y de pensar cómo hubiera sido la historia sin Perón.

Por Juan Alberto Crasci

El muchacho peronista es una novela de aventuras, de iniciación en el mundo del hampa y el sexo. Al estilo de El juguete rabioso, el joven personaje de esta obra, Roberto Hilaire Calabert, se escapa de su casa en un tren y participa de la red de trata de personas “Zwi Migdal”, comete asaltos de la mano de su nuevo tutor Tardewski y termina nada más y nada menos que siendo Papa luego de haber matado a Perón –habiendo, previamente, examinado la relación de Juan Domingo con su primera esposa, “Potota”–. Los disparatados sucesos ocurren en tan solo una semana y la vida de Roberto, niño de doce años, se verá modificada totalmente. Las aventuras se vuelven oscuras y siniestras para el chico, que aprende rápido a sobrevivir en un mundo hostil en el que abunda la traición, para luego convertirse en Papa.

Debut extraño el de Figueras en la narrativa argentina, en la que según cuenta el propio autor, abundaban las obras extasiadas de contar la nada posmoderna, llenas de referencias pop, música de rock y cocaína. Pero Figueras plantó su novela en el año 1938, a finales de la década infame. Y condensó en ella inmigrantes ilegales –el verdadero Trauman, cabecilla de “Zwi Migdal” fue amigo de Arlt e inspiración para un personaje de Los siete locos–, aristócratas venidos a menos, bandidos rurales, aventuras descabelladas hacia adentro de la provincia de Buenos Aires y visiones premonitorias en sueños. Figueras se maneja en un universo literario clásico, alejado de la posmodernidad imperante en los años 90. Lo que prima es la búsqueda de la aventura y las referencias literarias: Tardewski opera como homenaje a Ricardo Piglia y Roberto Hilaire Calabert era el nombre de un niño muerto en el año 38, atropellado por un tren –noticia que leyó el escritor cuando estaba realizando la investigación para esta novela–, en el que el “Roberto” recuerda el nombre de pila del mismísimo Arlt. Y el apellido Calabert remite fónicamente a la “calavera”, del niño muerto, y del personaje que se convertirá en asesino.

Es curioso observar el surgimiento de un Papa argentino aún dentro de la ucronía planteada por Figueras: Francisco es, para muchos, “el Papa peronista”. Pero aun desarticulando la presencia del peronismo dentro de la historia argentina, surgiría también un Papa popular, pobre y oriundo del barrio de Flores: Roberto Hilaire Calabert sería en el paralelo novelesco lo que Jorge Bergoglio en el mundo real.

La pregunta que merodeaba por la cabeza de Figueras a la hora de escribir la novela era qué hubiera sido de los tormentosos años ’70 sin la existencia de Perón. Y al autor no se le ocurre mejor idea que matarlo antes de que alcance su esplendor como figura política. Porque suprimir a aquella figura era la manera de torcer la historia. Premisa un tanto acotada, pero que funcionó –y funciona– de gran forma para poner en marcha los mecanismos de la ficción, y de las maneras en que se piensa y se entiende la realidad a través de la literatura. Se trata, en última instancia, de una batalla por el relato, por la necesidad de combatir al enemigo no solo en los hechos, sino también en las lecturas –y escrituras– de esos hechos y de los modos en que se resignifican.//∆z

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