En formato diario íntimo, un vampiro porteño relata diferentes pasajes de su vida en una Buenos Aires convulsionada. Dilemas como la inmortalidad y la pregunta por el ser se tiñen del rojo furioso de la sangre de sus víctimas en una novela extraña.

Por Pablo Díaz Marenghi

Un hombre escribe bajo la luz de una vela en un pequeño cuaderno. Parece una escena de la época colonial pero es 1955 y ese hombre es el encargado de un edificio. No es cualquier hombre: duerme bajo la cama y es adicto al cloroformo. Este hombre se alimenta de sangre humana la cual succiona cual Nosferatu con su boca y sus dientes. Este hombre parecería ser inmortal, ya que reconoce que hace décadas que no escribía y demuestra ser inmutable ante el paso del tiempo. Todo parece indicar que este hombre es un vampiro. Aunque es un vampiro extraño. Es una criatura inhumana que escribe pero que no es escritor. Escribe casi como una especie de vómito que intenta ayudarlo a comprenderse a sí mismo. Tal parecería ser la metáfora utilizada por Ricardo Romero en su última novela, El conserje y la eternidad (Alfaguara), para exponer su propia filosofía en torno a la escritura. Un poco él también parecería estar escribiendo para conocerse mejor a sí mismo. Apelando a un tropos fundamental de la narrativa de terror (el vampiro) este lo vacía de sentido, lo resignifica. Este vampiro no asusta. No genera empatía con el lector. No sorprende. No divierte. No nada. Es un ser gris, taciturno, que bien podría ser un simple portero más de la gran ciudad si no fuera por el detalle de su peculiar dieta y su costumbre de dormir debajo de la cama.

La principal virtud de esta novela es su apuesta. Está ordenada en tres partes que se sitúan en tres momentos históricos de la Argentina. En la primera, 1955, se alude a los bombardeos de Plaza de Mayo y al golpe militar llevado adelante por la autodenominada “Revolución Libertadora”. La segunda, 1982, deja entrever la Guerra de Malvinas. En el final, ubicado en 2001, se asoma la crisis del ocaso de la Alianza y el ruido de las cacerolas machacantes que irrumpe por las ventanas. Sin embargo, todo esto es un mero telón de fondo. El 17 de junio de 1955 escribe: “El edificio temblaba. Se escuchaban gritos. Por encima de todo eso, sobre el temblor, los gritos y las bombas, estaba el vuelo rasante de los aviones. Cuando escuché los aviones dejé de escuchar todo lo demás”.

El protagonista de esta historia se devora las 159 páginas del libro tal como lo hace con la sangre de sus víctimas. Todo se narra mediado por su propia mirada. La mirada de un ser al cual estos hechos le pasan de largo o se le interponen como un mero eco. Este es, quizás, el principal riesgo de la novela y su punto más flojo: al depositar tanto esfuerzo en la construcción de un personaje con estas cualidades, se descuida la estructura dramática de esta historia, que pese a estar dividida en tres partes está lejos de ser estructurada en tres actos. ¿Cuál es el conflicto? ¿Y el desenlace? Pese a que no siempre se debe escribir de un modo tradicionalista/aristotélico, sin conflicto no hay nada qué contar.

Parecería ser que El conserje… es una novela de voyeurismo: el lector espía durante tres momentos determinados la vida de este fantástico ser. Explora algunos de sus dilemas existenciales, lee algunas de las descripciones de sus asesinatos y no mucho más. La condición de voyeur se da también en este narrador, que espía a sus vecinos y potenciales víctimas/alimentos y lo vuelca todo en su diario. Tampoco logra espantar o generar rechazo o asco. Simplemente no genera nada. Lo describe el autor en una entrevista: “No considero que el conserje sea una criatura maligna, es una criatura con la que mejor no cruzarse en un pasillo a oscuras. No tiene maldad, simplemente hace lo que necesita para sobrevivir como lo hacemos nosotros”.

Lo que más cautiva es lo poético de su modo de escribir (algo que es digno de destacar del trabajo del autor, que por momentos se torna casi poesía en prosa) pero le cuesta materializarse en un gran relato. Abundan a lo largo del devenir de este ser, Juan Drodman, las preguntas por su identidad. “’¿De qué estoy hecho? Si digo tengo instinto, ¿dónde se asienta? ¿En qué encrucijada de humores y cartílagos?” por citar un ejemplo. En la segunda mitad el tono mejora cuando este Nosferatu posmoderno hace hablar a los demás y le presta más atención a los personajes secundarios que lo rodean. Sobre todo en una escena en donde queda oculto bajo la cama de una joven pareja mientras trabajaba en un hotel que recuerda a Rabia, de Sergio Bizzio.

La novela trabaja, como todo relato de vampiros, la cuestión de lo sexual y lo erótico de una manera muy sutil. El conserje desangra cuerpos hasta la muerte o los guarda en el sótano y los va succionando de a poco. Las mujeres lo seducen por demás. Esto es analizado por Stephen King en su ensayo Danza Macabra, donde reflexiona sobre diferentes figuras recurrentes del terror, la ciencia ficción y el cuento fantástico: “La base sexual de Drácula es un oralismo infantil emparejado con un intenso interés en la necrofilia (…). También trata del sexo sin responsabilidades (…) Drácula puede ser visto como un polvo sin bajarse la bragueta. Esta actitud infantil y retentiva hacia el sexo podría ser una de las razones por las que el mito del vampiro, que en manos de (Bram) Stoker parece decir: «Voy a violarte con la boca y te va a encantar; en vez de llenarte el cuerpo de fluidos te los voy a extraer», ha demostrado ser siempre popular entre los adolescentes todavía intentando llegar a un acuerdo con su propia sexualidad. El vampiro parece haber hallado un atajo a través de todos los rituales tribales del sexo… y además vive para siempre”.

Romero parece haber leído a King, Stoker y a los grandes maestros del terror para profundizar en las cuestiones que más le interesan a él mismo: el dilema de un ser atormentado, preso de una pulsión irrefrenable que no puede contener y que hasta a veces le da culpa liberar. Algo que bien podría ajustarse no sólo a los vampiros sedientos de sangre sino también, por qué no, a los escritores.//∆z

ricardo romero