¿Secuela innecesaria o refuerzo a la historia original? Dos visiones sobre la película recién estrenada que extiende la trama de Breaking Bad.

Por Carolina Bello y Pablo Díaz Marenghi

 


Alaska no está tan lejos – Por Carolina Bello

El bien es lento porque va cuesta arriba. El mal es rápido porque va cuesta abajo.

Alejandro Dumas.

Parto del siguiente postulado: El camino no es estrictamente una película, es el último episodio de Breaking Bad.

Aclarado esto.

Una vez que las narraciones suprimen el vínculo binario entre el héroe y el villano, consolidan la figura del antihéroe. Aquel personaje que no es la encarnación de la maldad, ni de la bondad. No tiene anhelos magnánimos, ni resuelve grandes hazañas. Es, probablemente, la representación de una persona con todos sus claroscuros.

Así, por ejemplo, los relatos de historietas se han ido adaptando a las cosmovisiones de cada época e incluso a demandas políticamente correctas que parecen subversivas. Pasaron muchas versiones antes de que Joker —con independencia de la torpeza política de la película de Todd Phillips— fuera representado más como un ciudadano alienado y solitario que como un monstruo burlón forjado en la factoría de la locura que es Arkham Asylum.

Aquel villano artificial es de pronto una persona que, arrojada al mundo, enloquece y obra. La empatía del que mira es automática: al igual que el Joker, todos somos antihéroes en un sistema.

Breaking Bad es una serie que a través de sus personajes principales recupera el antiguo valor del villano —Walter White, Salamanca, Gus Fring, Lydia, Tuco, Todd—, no del antihéroe. De este se ocupará El Camino a través de Jesse.

Hay varios tipos de villanos: aquellos cuyo génesis justifica su devenir torcido —Dexter Morgan—; otros, psicópatas nazis fuera de manual —Hans Landa—; aquellos que saben desplegar su batería artera con gracia y estilo —Jafar, en Aladdin—; quienes operan desde la sombras y arbitran los actos de sus secuaces como títeres —Keyser Söze— y existen aquellos que representan el grado cero de la maldad. O, en términos químicos, para hacerle justicia: la maldad en estado puro.

Walter White fue uno, incluso si borramos de la evaluación cualquier barómetro moral. A este villano —protagonista y con un génesis engañoso al ser profesor y padre de familia— le podíamos perdonar alguna que otra muerte para salir del paso. Después de todo, estábamos ante una serie donde el matar o morir era moneda corriente. Pero hay un umbral, un momento que signa el antes y el después de Walter y que convence, de una vez por todas, de que no solo estamos ante un mentiroso compulsivo —como el personaje de El Adversario de Emmanuel Carrère— o un manipulador sin escrúpulos sino ante un tipo que decide contemplar —sí, contemplar— la sobredosis de Jane (la novia de Jesse) sin atinar a salvarle la vida. Desde ese momento no hay redención posible para este personaje. Las remeras no estamparon a un alienado con el que empatizar, sino a un cuerdo de los que dan más miedo.

Comenzaba la barranca abajo. Nada iba a salir bien jamás en Breaking Bad. Y a partir de la muerte de Jane la serie se oscureció porque Jesse, el único nodo de frescura al momento, aún con su adicción a cuestas, también lo había hecho.

La reinvención de la soledad

Días antes de que se estrenara El Camino terminé de ver Breaking Bad toda de vuelta. Fue un ejercicio. Limpiar la serie de su peripecia y, por lo tanto, de las tensiones producidas por lo que acontece en el primer nivel del relato, para prestar más atención a la segunda capa.

Breaking Bad es una serie tan devastadora que, al terminar cada capítulo, constataba imaginariamente que los órganos siguieran ahí. Hay un desgarro interno cuando la soledad, el sentimiento de no futuro, de esperanza perdida y de desolación se encapsulan en un relato que a priori parece contarnos otra cosa. Pocas veces hemos visto en series tan extensas —cinco temporadas más el capítulo final de dos horas— un panorama humano así de opresivo.  El mundo se funda en la mentira y la carencia de certeza en el origen nos asegura una ontología refurbished.

Jesse, el protagonista de El Camino, encarna el drama existencial. Aquel que ha decidido creer aunque cada acto de fe tenga averías. Aquel que, privado de las convenciones amables del mundo, se da cuenta, como el Joker, como Don Draper, como Henry Chinaski, como Arturo Bandini, de que algo se rompió antes que nosotros y, por ello, estamos solos. Esa es la pesadumbre más grande después de la vida consciente.

El Camino introduce varios tiempos: empieza con un flash back, quizás lo mejor de este largo episodio, en el que Jesse y Mike conversan a la vera del mismo río en el que, sabemos, el veterano gángster y abuelo devoto moriría un rato después asesinado por la espalda a manos de Walter.

Cuando vi Pulp Fiction por primera vez tenía doce años. Una edad suficiente para sentir satisfacción al ver que un personaje —Vincent Vega— al que habían matado en una escena volvía a aparecer en escenas posteriores. No sabía, por aquel entonces, que eso era producto del montaje, que en la literatura y en el cine se llama alterar la trama para modificar el tiempo de de la historia y que, eventualmente, sirve para generar determinados efectos de sentido, más que estilísticos.

Es interesante ver esos efectos en la obra de Vince Gilligan. Con criterio argumental e inteligencia creó tres piezas conectadas —Breaking Bad, Better Call Saul y El Camino— que, si bien plantean temas distintos, las une el desamparo humano como eje. Los saltos en el tiempo entre ellas generan un sentido extra y aseguran la experiencia de una obra total.

“Callate la boca y dejame morir en paz”, dice Mike en su último parlamento de Breaking Bad. Una escena tan contundente que pesa distinto cuando vemos su pasado de hombre común con buenas intenciones subiendo y bajando la barrera de un estacionamiento en Better Call Saul. Así, la primera escena de El Camino es más un espacio de sentido que un guiño para fans.

Jesse y su circunstancia

El Camino completa espacios vacíos, como la sugerencia de que Jesse fue testigo del asesinato de Mike; nos hermana con la idea de amistad incondicional en la adversidad a través de Skinny Pete y Badger; nos mantiene alerta aún cuando alguna resolución de escena carezca de la perspicacia a la que Gilligan nos tiene acostumbrados —como cuando Jesse va a reclamar una parte de un botín y, más que un yonqui roto y mal parado, parece un llanero avezado en las armas. de fuego—. Y, de forma sincera para aquellos que sentíamos latir el esternón mientras mirábamos Breaking Bad, nos alivia.

Necesitábamos ver el cautiverio de Jesse —el personaje doliente por excelencia— para seguir segregando empatía y alentarlo para que, esta vez, no erre. El Camino no es una película de venganza, sino de escape literal y simbólico. La mayor riqueza son los flashbacks, en donde una vez más Gilligan nos recuerda que “el hombre es él y su circunstancia”. Para ello nos muestra la anulación de la dignidad que experimenta Jesse, secuestrado a manos de Todd. Aquel personaje robóticamente sorete que no duda en pegarle un tiro a un niño cuando asaltan un tren, en uno de los mejores episodios de la serie no solo por su viraje emotivo sino por su logrado homenaje al western.

Considerando la pericia que suele tener Gilligan para construir sus espacios y personajes, es imperdonable que no haya sometido a los actores a una mínima metamorfosis física para que fuera verosímil la recreación del tiempo de la historia. Así, vemos a un Todd excedido de peso que le quita sobriedad al personaje y lo convierte, sin miramientos, en un paso de parodia.

La última frontera

— Si tuviera tu edad y fuera a empezar de cero, iría a Alaska. Es la última frontera. Allá podrías ser lo que quisieras. Empezar de cero. Es posible.

— Arreglar las cosas.

— No. Lo siento, muchacho, eso es lo único que nunca podrás hacer.

El flashback de Jesse hablando con Mike en la primera escena de El Camino no solo completa una elipsis de Breaking Bad, sino que muestra uno de los diálogos más sinceros de toda la obra.

Dos personajes que, aún moviéndose en el hampa, no se han corrompido. Mike y Jesse se entienden desde el minuto uno porque algo de la vieja guardia los une, un código en pie: la lealtad.

El Camino es un epílogo honesto que no pretende ser más de lo que es: la posibilidad de hacerle justicia a un personaje. Durante las dos horas el anhelo del protagonista es la reinvención. Morir y nacer en otra vida, como un desconocido sin pasado. La anomia del testigo protegido, la desolación, otra vez, aunque sea un escape.

El nudo del relato ya no transcurrirá en un laboratorio subterráneo mientras un jefe degüella a un compañero, ni en una caravana sin nafta y energía en medio del desierto; transcurrirá en una tienda de aspiradoras —¿qué otro negocio para desaparecer?—, en la que Jesse trata de convencer al Caronte de las nuevas identidades.

Alaska. La última frontera. No hay dónde ir después de ahí, como si el mundo de pronto fuera literalmente un mapamundi en pergamino que se termina en los bordes cuando empieza la mesa. Alaska es el fin del mundo y el principio. Un cementerio de almas en el que un día se encontrarán todos quienes creyeron reinventarse.

Buena suerte, señor Driscoll.


Un loco puñado de nada – Por Pablo Díaz Marenghi

Breaking Bad es una de las mejores series de todos los tiempos. De eso no hay dudas. Es, junto con Los Soprano, Mad Men, The Wire y algunas más, parte de una “Edad de Oro” de las producciones audiovisuales del siglo XXI que, nutriéndose de formatos anteriores (telefilmes, folletines, series de acción norteamericanas, dramaturgia), consolidaron un lenguaje.

Es por ello que es entendible la elevada expectativa generada por El Camino, ¿película? que se propone como una continuación de la serie pero, más bien, funciona como un epílogo. Es decir, nos muestra un poquito más de lo que pasó después de aquel icónico final lleno de dramatismo y tensión que (alerta spoiler) nos mostraba a Jesse Pinkman escapando de sus captores neonazis rumbo hacia lo desconocido. A partir de allí, se disparan varios interrogantes que El Camino se encarga de aclarar: ¿qué le pasó a Jesse Pinkman? ¿Sobrevivió? Y, una pregunta más incómoda e interesante: ¿qué le aporta al espectador conocer su destino?

El Camino, de dos horas y dos minutos de duración, se convierte en ese postre empalagoso que uno se come a la madrugada luego de haberse dado una panzada en la cena. No está nada mal pero uno, en el fondo, sabe que estuvo de más. Es esa jugada arriesgada hecha al borde del filo que termina convirtiéndose en gol pero peca de soberbia e innecesaria. Es una suerte de capítulo extendido (no es una película ya que no hay introducción, no hay presentación de personajes, no hay una construcción que busque generar empatía en el espectador: apela a un otro que ya vio, ya conoce el universo de Breaking Bad y ya mantiene un vínculo de cercanía con Jesse) en el que se nos muestra cómo el compinche de Walter White termina dándole el tiro de gracia a su existencia y cómo elige su destino final.

A la vez se encarga, mediante escenas de relleno que no aportan nada más que nostalgia y regodeo-fan-service, de homenajear a cada uno de los personajes más icónicos de la serie que tuvieron una relación con Jesse (Walter White, Mike, la novia de Jesse, Jane). También hay un tema con la continuidad: Pinkman (Aaron Paul) está notoriamente subido de peso (al igual que el inefable Todd, su captor) y esto se nota en esas escenas supuestamente pasadas y re-filmadas. Lo que genera un ruido extraño.

El capítulo extendido resulta entretenido para el fan y le da lo que quiere: saber qué pasó después. Aunque esto, en términos dramáticos, siempre es arriesgado y aquí termina siendo, parafraseando al nombre de un capítulo de la primera temporada, un puñado de nada. ¿Que pasó después del final de Seven de David Fincher con los Detective Mills y Somerset? ¿Cómo fue la vida de Jon Snow luego del final de GOT? Justamente, el atractivo de dichas construcciones narrativas radica en ese misterio, en no saber que cada espectador rellena con lo que le plazca.

El Camino rellena todo con lo que a Vince Gilligan, creador de la franquicia Breaking Bad, le parece. Explica el chiste, muestra el cómo se hizo del truco de magia. Es el equivalente al midicloriano de las precuelas de Star Wars, que le encontraban un por qué a La Fuerza. Lo cual puede resultar simpático para el fan más apegado a la saga Breaking Bad y no mucho más. Distinto es el caso de Better Call Saul en donde, a partir de ciertos personajes, se construyó toda una nueva mitología y abanico de acciones y devenires dramáticos que enriquecieron a la serie. Teniendo en cuenta ese antecedente, es una lástima que no hayan decidido ir en esa dirección. En relación a esto, es interesante lo señalado por el crítico Jorge Carrión en la red social Twitter: “Breaking bad creó buenos personajes, pero no un universo”.

Volviendo a El Camino, hay algunas secuencias de tensión que resultan efectivas y la construcción narrativa más lograda tiene que ver con mostrar el deterioro mental rozando el síndrome de Estocolmo que desarrolla Jesse (cual Theon Greyjoy en Game of Thrones, a menor escala, claro) junto con sus captores. Y no mucho más. //∆z