Por Esteban Castromán

1.
“¡Hola soy un alien y quiero ser inventor!” quizá haya sido la frase que a modo de lanzallamas supo calcinar los cráneos de todo adulto que me rodeara, preocupado por mi futuro, entre mi infancia tardía y los años de las primeras pajas. Desmantelar juguetes y electrodomésticos; diseñar aparatos tecno-animistas imposibles; dominar cierto territorio del progreso disparado por la fantasía cartoon a fines de los 70, principios de los 80.

2.
En 1986 comenzó a venderse en los kioscos de diarios una colección semanal llamada “Biblioteca Básica Electrónica”. Yo tenía 11 años y la compraba con la guita que me daban mis viejos para comer panchos en los recreos. El primer tomo se titulaba El Laboratorio Básico y me llamó la atención la frase de contratapa: “La principal función del laboratorio de electrónica es proporcionar un lugar de trabajo donde el aficionado…”. Me sorprendió el concepto de lo aficionado, saber que estaba dirigido a un público aficionado, es decir, que tenía en cuenta la posibilidad de que alguien como yo, un alien del saber electrónico, pudiera tener intenciones de aterrizar allí. Mi primer acercamiento erótico a la idea del do it yourself.

3.
En el 87 empecé la escuela secundaria en un industrial ubicado en Victoria, partido de San Fernando, provincia de Buenos Aires, cerca de la cancha de Tigre. Apenas entré, lo que más me llamó la atención fue toparme con aulas repletas de mesas de madera que tenían enchufes empotrados sobre los listones laterales debajo de la tapa, ocultos aunque funcionales. Parecían mesas con capacidades superiores al resto de las mesas de la galaxia. El flash sci fi duró poco, porque al toque empezaron las clases de taller y el crudo realismo cagó a patadas en el orto a la fantasía: descubrí mi torpeza para las tareas manuales y cuatro años después tuve que pasarme a un bachiller porque siempre me llevaba la materia Taller a diciembre, marzo, etcétera. Es como si un estudiante de educación física jamás aprobase la materia gimnasia; así de tremendo fue.

4.
Tercer año de la secundaria fue una época en que las identidades culturales se iban construyendo a partir de gustos, disgustos, pasiones y odios; y yo era ni más ni menos que un alien musical para los demás. A mí me flipaba el acid house, el new beat belga y el rap de Public Enemy. Y todos mis compañeros eran fanáticos del rock´n´roll clásico, del punk o del heavy metal.

5.
Vacaciones de verano en la casa de mis tíos en Monte Grande. Jardín enorme. Árboles adelante, a los costados y al fondo. Escenografía natural para las aventuras que dramatizábamos con mi primo Leandro. Primeras borracheras de birra bajo el sol. Algunos amigos suyos nos visitaban cuando caía el sol y hacían sonar al mango en el minicomponentes casetes enteros de Iron Maiden y Motörhead y AC/DC y otros grupos pesados oscuros sofisticados con nombres poco nítidos y versiones dark metal de todo lo conocido.
Bailábamos como poseídos por un demonio sonoro.
Bailábamos como liberados por un revolucionario molecular.
Bailábamos como enajenados por la promesa de un futuro imposible.

6.
Llegando al final de mis vacaciones en Monte Grande, quizá por la tristeza de seguir siendo virgen (aunque tampoco había estado trabajando para dejar de serlo) o por experimentar cierta redundancia respecto al formato de amigos, música pesada y cervezas y puchos a escondidas, algunas noches de aburrimiento fantaseaba que mis tíos se cansaban de la movida y envalentonados salían por la puerta de entrada y a los gritos nos cagaban a pedos y nos decían que ya basta y echaban a los pelilargos a la mierda y nos hacían entrar a mi primo y a mí a la casa y también entrar en razón y nos obligaban a irnos a dormir y yo no les contaba mi perspectiva respecto a que la única persona de quién aceptaba una orden era la de mi madre y no les decía nada y mientras pensaba eso mi primo enojado se resistía y yo le respondía dejá mañana seguimos y a los pocos minutos nos tirábamos cada uno en su cama y charlábamos con la luz apagada sobre algunas pelotudeces que al otro día olvidaríamos.

7.
A los pocos días fui a Rock Show, una mítica cueva de rarezas embutida al final de la galería Río de la Plata en Belgrano, buscando el disco de una banda de dark metal cuyo nombre, que me había mencionado en pleno ritual descontrolado algún amigo de mi primo, no recordaba con nitidez. Sólo pude retener que era dark metal, que era alemana y que se llamaba algo así como Burtus. Pero aparentemente no existía; ese tipo de confusiones pre digitales. Lo importante es que ante la falta de referencias, el dueño del local me propuso que escuchara un grupo alemán ruidoso, no metálico, aunque sí metálico en otro sentido. Algo así me dijo. Entonces asentí y pocos minutos después, una canción llamada “Ich Bin´s” (esto lo supe después) empezó a sonar al taco y el local se transformó en muchas cosas a la vez: ya no remeras y discos y pines y pósters y talismanes del paganismo rockero, sino que ahora podría haber sido un centro de reparación de cyborgs anarquistas o un taller mecánico atendido por dueños psicóticos con cierta inclinación hacia las artes o una batucada de piromaníacos celebrando el final de un carnaval indeseado.

8.
Compré el casete. El lomo de la cajita tenía escrito a mano con birome Bic azul el nombre del grupo (Einstürzende Neubauten) y del disco (Fünf Auf der Nach Oben Offenen Richterskala). Volví escuchándolo en el walkman durante el viaje en bondi a mi casa. Y allí tuve una epifanía freak: me pareció que aun a los aliens les parecería un tipo de sonido alien, y tal pensamiento esperanzador auyentó a los fantasmas del trip paranoide.

9.
El día siguiente era domingo y las galerías estaban cerradas al público. Así que, como seguía de vacaciones, el lunes al mediodía volví a Rock Show para saber (y obtener) más de eso que me había llevado dos días atrás. Como quién tiene una primera experiencia de ácido reveladora y supone que todas las próximas tendrán la misma intensidad y peso específico de flash. Con algo de guita que había podido acumular durante el año anterior, originalmente destinada a comprar panchos en los recreos, y la suma de pequeños subsidios estivales, me compré un VHS de Neubauten en vivo en Liepzig y una remera negra de mangas largas.

10.
El frente de la remera tenía sobreimpreso el nombre del grupo de arriba hacia abajo, en vertical. Y en el centro había un muñequito deforme. Probablemente humano, pero no del todo. Probablemente alien, pero no del todo. Pero lo cierto es que en ese momento me identificaba con tal ambigüedad gráfica. Y ese sonido industrial parecía haber llegado a mi vida en el momento adecuado. Por un lado, para agregar más caos a la confusión fractal de la adolescencia, pero también me hizo comprender por qué me metí a estudiar en una escuela industrial: por cierta idea romántica de la técnica más que por el interés respecto a la técnica en sí; por la musicalidad del concepto; por la identificación de escenografías imaginarias similares a las que leía en la Biblioteca Básica Electrónica; por la ilusión tecno de un tipo de utopía ambiental que había decorado mi paisaje pop desde niño.

11.
Todo eso sintetizaba la remera de Einstürzende Neubauten para mí.

12.
Unos meses después, empecé a cursar cuarto año, mi último año en el industrial. Mi condición alien musical se iba amplificando de modo inversamente proporcional a mi desempeño en las distintas instancias de la materia Taller. Se comentaba que la torpeza de mis aptitudes para lo manual eran de otro planeta, en función de la media general, como también se sabía que me gustaba escuchar rap, techno y noise.

13.
Por alguna razón difícil de precisar, una mañana antes del primer recreo, los tres profesores de taller que nunca me habían aprobado un trabajo práctico me interpelaron para que hablásemos de música frente a todos los demás del curso. Si bien no había chicas para seducir, porque éramos todos varones, había matones a quiénes convencer de que no incorporaran mi nombre en la lista de futuras víctimas del bullying.
14.
¿Sabés qué pasa?…

(empezó a vociferar mi profesor, un treintañero feo, medio regordete, que seguro no la ponía hace mucho o que quizá nunca había mojado la nutria o que quizá había enterrado la batata hacía mucho tiempo, pero la germinación ya estaba en una instancia más cercana a lo putrefacto que a la vitalidad supuesta de un hombre de su edad; su apellido era Ayuso; no recuerdo el nombre)

… en diez años nadie se va acordar de la música que vos escuchás ahora, porque es una boludez pasatista… lo que va a quedar en la historia son bandas como Floyd, Zeppelin, Stones, Sabbath… esa onda… el rocanrol… de toda esa boludez que escuchás vos nadie se va a acordar ni a palos… van a decir en unos años: ¿música electrónica… pero qué mierda es eso?… jajaja… ¿rap, hip hop… de qué me estás hablando, Willys?… eso van a decir… porque la música que vale es la auténtica… ¿sabés vos, pendejito?… vos te hacés el loco… querés ser diferente a los demás porque metés esa mierda en tus oídos… pero te voy a decir algo y espero nunca se te borre de esa cosa fallada que te tocó por cabeza… por la música que escuchás seguro en la vida vas a mirar las cosas desde afuera… ¿no tengo razón?… si ni siquiera podés armar una torre con alambres de cobre y estaño… entonces, ¿cómo te parece que va a ser todo lo demás…?

15.
Dejé el industrial y al año siguiente caí en un bachiller de Vicente López, uno de esos antros repletos de eternos repetidores, algunos hijos caprichosos de gente con guita (no era mi caso) y freakies de todo tipo. Con mis nuevos amigos, por las tardes, luego del colegio, recorríamos las galerías que albergaban aquellas pequeñas cuevas en busca de rarezas en formato CD. Yo solía ponerme la remera de mangas largas de Neubauten y parecía que tenía una armadura invisible de diversidad zoocultural.

16.
Ya no me sentía un alien como antes.
O sí.
Sí, aún mucho más.
En verdad, ahora formaba parte de una comunidad de alienígenas cuya misión no era conquistar el mundo ni destruirlo, sino perseguir cierta experiencia de felicidad a partir de la ilusión de que la originalidad sería capaz de salvarnos del caos en que estaban inmersos todos los demás, la media en general… aun nosotros sin nuestras remeras, por ejemplo.//z

Esteban Castromán (Buenos Aires, 1975) es escritor y uno de los creadores de Editorial Clase Turista. Publicó los libros Cablerío (2014), El Tucumanazo (2012), Pulsión (2011), 380 voltios (2011) y Fin (2009). Su novela El Alud saldrá por el sello Mansalva en 2014.

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