Camino al Oscar y al Goya, la cuarta película de Lucrecia Martel es una rara avis del cine nacional e internacional, una fiesta sensorial que de tan moderna ya es un clásico.

Por Martín Escribano

Necesitaba, rigurosamente, vivir tomado de las posibilidades, porque las cosas —demasiadas cosas— se desprendían de mí. Yo iba quedando desnudo.

Son terribles los azotes en las carnes desnudas.

Podría decirse que si la novela de Antonio Di Benedetto está dedicada las víctimas de la espera, los mil y un obstáculos que tuvo que atravesar Lucrecia Martel para presentar el que es su primer film de época y su primera adaptación literaria supusieron una excesiva espera que derivó en una perfecta anomalía. Porque el poder cautivante de Zama es de una rareza que no agota su poder en la mera fascinación. Hay en ella una suerte de “extranjeridad” condensada, ajena a cualquier cosa que pueda verse hoy, del mismo modo que Twin Peaks supera la lógica de las narrativas tradicionales para adentrarse en lo otro. Al igual que David Lynch, Martel es, como se dice habitualmente, “una distinta” y Zama simplemente se desmarca del resto, juega su propio juego, baila a su propio ritmo, toca su propia música, hace de la arritmia una norma.

Primero lo primero. En 1956 Antonio Di Benedetto publica Zama, la historia de Don Diego de Zama, un funcionario de la corona española en Asunción del Paraguay que, aguarda ser trasladado a Buenos Ayres para poder reunirse en España con su esposa y su hija. La trama transcurre a fines del siglo XVIII y está contada por medio del monólogo interior de su protagonista. Además de ser una de las mejores novelas argentinas jamás publicadas, su estilo hace que sea una singularidad literaria. Filmarla suponía un gran desafío, pues es una historia en la que confluyen la construcción de un nuevo orden (el que los españoles quieren imponer a los nativos americanos) y la destrucción lenta y progresiva del asesor letrado, víctima de la espera de ese traslado que nunca llega.

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Era dificultoso poner en imagen esa banda de Moebius, ese interior-exterior permanente que circula en la novela, la experiencia subjetiva que supuso para el Zama ese exterior extrañísimo y ajeno que fue el continente americano invadido por los suyos. Sin dejarse llevar por la apabullante maestría de Benedetto, Martel supo jugarle de igual a igual, sabiendo que en la película la autora es ella. Por eso se apoyó fuertemente en el sonido (toda su filmografía descubre que es más importante lo que se escucha que lo que se dice) para reflejar el estado mental de Don Diego en los tres tiempos del libro (1790, 1794 y 1799), marcados en la película por los tres gobernadores.

Sería incorrecto, sin embargo, afirmar que Zama es una película sobre Zama. Lejos de cualquier psicologismo, la autora se sirvió de ese tiempo de destrucción/construcción que fue la colonia para hacer de su cuarto largo uno claramente político. Ya desde el comienzo, a Zama se lo ve rehén de su propia mirada. Se lo tilda de mirón mientras espía a unas indias que, a pesar de ser racialmente inferiores, siempre lo pasan mejor que él. Zama (que es España, o Europa), se mueve dentro de una jaula narcisista, en la pretensión ilusoria, forzada e imposible de controlar y manejar los hilos de la escena. De sus grandes hazañas, de sus títulos (¡el corregidor, el enérgico, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada, el que se ganó honores del monarca y respeto de los vencidos!) ya no queda nada y hoy son apenas un intento por sentirse vivo. Martel presenta una ¿dominación? colonial marcada por la decadencia (evidenciada en el risible maquillaje de los blancos) y extremadamente falible, pues detrás de la cultura oficial, de la historia oficial, hay un magma de relaciones complejas que permanentemente ponen en duda al orden colonial. Hay otras lenguas, otras historias, otras voces, otros sonidos inextirpables, siniestramente presentes, una otredad tan amenazante como imprescindible.

Lejos de una propuesta existencialista sobre la identidad, Martel asesta una cachetada que apunta a cuestionar aquellos títulos, siempre ilusorios, que definen nuestro ser. ¿Qué se oculta detrás? ¿Qué queda después? La potencia visual y sonora que arroja Zama en la última media hora no se parece a nada que hayamos visto en el cine nacional. Es el registro de un abandono, cuando caen las máscaras y los vestidos, cuando alejado de la absurda pasión (ese sufrimiento que se padece pasivamente) por ser, de esa mentira que lo persigue, elige renuncia a la espera y abandonarse de una vez a la corriente.

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Aventura kafkiana con tines de realismo mágico, Zama ha duplicado en números a su antecesora La mujer sin cabeza. Los más de 60 mil espectadores que han asistido al privilegio de verla en pantalla grande desde su estreno hace ya un mes, son una caricia para una directora tan elogiada como cuestionada. Filmada en locaciones tan poco convencionales (y, sin embargo, tan nuestras) como Corrientes y Formosa, la que quizás sea la mejor película argentina del nuevo siglo nos habla del ser como un fantasma. ¿Acaso cuando la pantalla se puebla de cajas que se mueven solas, de llamas imposibles, de espectros y mujeres incorpóreas, no es Zama un fantasma ya él?

De lo subjetivo a lo político, Martel ha sabido retratar el exilio psicofísico de uno de los mejores personajes que ha entregado la literatura argentina sin dejar de lado su compromiso ideológico. Porque, claro, si Zama representa al Rey de España a lo mejor es que de Europa es mejor no esperar nada.//∆z

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