El esperado nuevo álbum de los monstruos brasileños del Metal, Sepultura, acaba de editarse en Europa. Desde los primeros minutos Kairos muestra una banda reencontrada con sus raíces trasheras que, con o sin los hermanos Cavalera en sus filas,  la sigue rompiendo

Por Ernesto Castillo

Se habían generado muchas dudas sobre el nuevo trabajo de los brasileños. Desde que en 1996 se marchara su cantante y fundador, Max Cavalera, los de Belo Horizonte parecían haber perdido el rumbo, y en un primer momento, la elección de Derrick Green no terminaba de convencer a los fans, quienes criticaban sus cualidades vocales o disgustaban de que un estadounidense –por más afro que fuera- se convirtiera en frontman de la banda de Metal latinoamericana más grande de todos los tiempos, que había hecho de su identidad y mestizaje cultural brasilero una bandera. Para peor el sonido del conjunto pareció alinearse con el New Metal, en lugar de continuar innovando.

La partida en 2006 del batero Igor Cavalera – quien se sumó al proyecto de su hermano, Cavalera Conspiracy– pareció confirmar el declive de Sepultura. Pero extrañamente su siguiente disco, A-LEX (2009), dejaba entrever una vuelta al metal extremo, junto con novedades dignas de atención. Quedaba planteado el interrogante: ¿el siguiente trabajo representaría el resurgimiento de los brasileños o su caída definitiva?

La duda finalmente se despejó: Su doceavo álbum,  Kairos –concepto griego referido a un periodo de tiempo donde sucede lo extraordinario- comienza con la misma furia “batuquera” de su inolvidable Chaos A.D (1993) y de ahí en más le sigue cerca de una hora de machaque sonoro, con la particular melodía trashera “tribal” de Sepultura. Nada menos que diecisiete cortes – once temas, cuatro “introducciones” cortas e instrumentales y dos bonus- que varían desde el trash más clásico hasta el groove o el metal industrial, todo con el sello selvático y brutal que los hizo famosos. Lo primero que se destaca es la viola de Andreas Kisser, que no ha perdido un ápice de su poder. Por momentos parece retornar a sus años de adolescente cuando se rompía el cuello escuchando Destruction o Kreator (si no me crees, escuchá “Seethe”), para más adelante retornar al sonido que transformó a Sepultura de grande a gigante. Esos riff caóticos, oscuros, que caracterizaban al mencionado Chaos o al épico Roots. Precisamente, las percusiones afro-brasileñas tan típicas de éste último están, obviamente, presentes por todo el disco, pero entremezcladas con speed y death-trash a tal punto que a veces creeríamos habernos equivocado y puesto a sonar el Beneath the Remains del 89’ en lugar de un disco del 2011.

El batero Joan Dolabella parece haber olvidado su pasado grunge y ser metalero de toda la vida, a juzgar por aplanadoras como “Born Stong” o “No One Will Stand”. Y Paulo Junior – único miembro superviviente de la formación original de 1984 -completa la dotación instrumental de los brazucas, con su bajo compacto, tan potente  y sólido como siempre.

Lo de Derrick Green merece un comentario aparte, muchos seguirán prefiriendo a Cavalera a la hora de pegar esos alaridos desesperados, que al morocho se le dan artificiales. Pero para “podrir” la voz, el tipo tiene toda la ira que hace falta. Nada extrañamente, las únicas partes “niu metal” del disco se notan en su desempeño, pero el norteamericano se las apaña para no perder agresividad ni fuerza. Tras seis discos en la banda, Green ha encontrado la manera de sonar que mejor se apega al estilo de sus compañeros, dentro de sus limitaciones y aprovechando sus fortalezas. En definitiva, un trabajo bien digno.

El papel de tema “raro” del disco – siempre hay uno en los discos de Sepultura-  lo cumple “Structure Violence (Azzes)”, un corte de metal industrial que incluye un segmento más calmo de folk afro-brasilero, y voces de fondo en francés, inglés y portugués.

Para terminar, cabe destacar los dos covers del álbum, que también evidencian un coqueteo con lo industrial: por un lado, una versión de “Firestarter” de Prodigy, muy bien adaptada, con batucadas y todo, y por el otro, “Just One Fix” de los Ministry, que muestra como podrían haber sonado los de Chicago si en su lugar hubieran nacido en la California de Metallica y Slayer.

En resumen, para sacarse el sombrero el nuevo trabajo de los brasileros, que seguramente van a mantener los fans ganados durante su última década y media, pero que también posiblemente recuperen muchos de los que tenían ganas de volver a escucharlos tocando el trash-death en el que hicieron escuela y marcaron un hito: ser la única banda jevy sudamericana en influenciar a un sinfín de grupos”del norte”, y convertirse en un referente del metal mundial.

Tras veintiséis años de carrera, las raíces siguen sangrando.