Presentamos un cuento de Una tristeza decente, de Salvador Marinaro editado por Nudista. 

Mi hermano toma un leño de quebracho y lo tira al fuego. Las brasas chispean contra los ladrillos de la parrilla. Con un soplador apunta al centro amarillo de las brasas y las hace vibrar. Un borde naranja avanza por la punta más delgada del leño hacia el centro. Entonces mi hermano corre el soplador y deja que el fuego nazca: una llama pequeña pero intensa, casi bordó. Busca una pinza debajo de la bacha, sostiene un pedazo de hierro largo como un dedo y lo coloca en el centro del fuego. La llama lo envuelve y el hierro cambia lentamente de color. Luego deja la pinza junto a un balde con agua  y se sienta en un tacón de algarrobo que usa de banqueta. Yo sirvo un vaso de vino y se lo alcanzo.

            —Está bueno —dice.

—Está bueno —le digo.

Con la pinza saca el hierro, lo apoya sobre un yunque aferrado a la bacha y busca un mazo con la mano libre. En la terraza de un edificio de siete pisos de viviendas, mi hermano martilla con violencia. Da un golpe. Un montón de chispas saltan hacia la oscuridad y el sonido es una campanada que se expande de la parrilla a los edificios que rodean la terraza. Da otro golpe y el ruido se vuelve más agudo. Da varios golpes secos y cortos. Después deja el martillo en el suelo y se seca el sudor con la mano, tiene la frente cruzada por tres vetas de hollín.

Le pregunto si los vecinos se quejan del ruido.

—No se quejan del ruido.

Casi de un día para el otro mi hermano, el empleado de la municipalidad, empezó a martillar hierro. Buscó lecciones en revistas de manualidades y videos por Internet sobre “cómo fabricar cuchillos”. En poco tiempo, se transformó en un experto sobre templado, tipos de filo y dureza de los metales. Ahora toma la pinza y devuelve el hierro al centro el fuego. Le pregunto por su hijo y él se demora, busca el vaso al costado del tacón de algarrobo y le da un sorbo.

—El Pedri anda bien.

Cuenta que mi sobrino cumplió seis años la semana pasada y alquilaron un pelotero cerca de la casa del abuelo. El aguinaldo alcanzó para una fiesta con los amigos y compañeritos del colegio. Vino el hijo de Assat, un adolescente rubiecito que hizo de animador. Los hizo saltar, bailar y cantar y al final los nenes se llevaron una pelota y una bolsa con un autito y un silbato.

—Si lo hubieras visto… estaba tan contento —me dice y vuelve los ojos al fuego —Tendrías que ir a verlo.

            —¿A dónde? —le pregunto.

            —A lo del abuelo.

Siempre me llamaron la atención las personas que adquieren el punto de vista de sus hijos. Llaman tíos a sus hermanos, abuelos a sus padres y mamá a la esposa. Sin hacerle preguntas, dejo que mi hermano continúe con su rito. Él acerca la pinza al fuego y extrae el hierro que adelgazó después de la golpiza. Lo mira de costado, ya empieza a cobrar forma de cuchillo. Luego, lo apoya sobre el fuego y explica: mandó al Pedri a la casa del abuelo, le dijo que mamá se había ido de vacaciones al Sur. El abuelo va a cuidar del chico hasta que todo esté más acomodado y mi hermano pueda explicarle lo que sucedió con delicadeza.

—Hiciste bien —le digo y sumerjo la boca en el vaso de vino.

            Él vuelve a martillar con fuerza. Extiende el hierro hasta que se dobla en una punta; la curva se va tensando, hasta que marca un pliegue sobre sí misma. Cuando apenas se puede ver un hilo oscuro en el medio del hierro, lo devuelve al fuego.

            —¿Cada cuánto hacés esto?

            —¿Qué cosa?

            —Esto. Martillar hierro.

            —¿Forjar?

            —Sí.

—Cuando puedo.

            “Puedo”: hace unas horas prendimos fuego para el asado de los dos. Cuando terminamos de comer, me pidió si podía aprovechar el fuego. ¿Aprovecharlo para qué? Para forjar un cuchillo que empezó la semana pasada. El cuchillo, que ahora es un plátano ardiente sobre las brasas, será un regalo para mi sobrino. Cuando lo termine, con una pulidora va a grabar el nombre del Pedri y le hará un mango de quebracho. Después con lija y grasa le va a dar brillo.

            —Lindo regalo —le digo.

            —Si querés, te puedo hacer uno.

            Se lo agradezco. Sentado en el tacón de algarrobo afirma con la cabeza, una brasita le tiñó la nariz. El hierro incandescente da un pitido suave que se va apagando. Mi hermano se levanta y dice:

—Así son las cosas —una afirmación que usa cada tanto y yo no sé si se refiere a su esposa, a su hijo o a sí mismo.

Entonces vuelve a martillar, las luces de la forja iluminan la noche de a ráfagas cortas e intensas. Sumerge el hierro amorfo en el balde con agua, una nube gris estalla en un silbido de vapor y humo. Él se sienta y deja los brazos colgando en un gesto de satisfacción y cansancio: su mano izquierda, la del martillo, está hinchada y roja. Le digo que debería hacerse ver.

—Está bien —me contesta y la esconde detrás de la espalda —mañana no se va a notar.

Toma un sorbo de vino y mete la mano hinchada en el balde de agua, se detiene en esa posición y suspira de placer. Después descubre el cuchillo a medio fabricar, la luz del farol se refleja en uno de los costados, brillante y azul. Me lo alcanza y lo miro de ambos lados.

—Te está quedando bien —y siento que aquel objeto tosco, aniñado y prehistórico representa de alguna manera a mi hermano. Le devuelvo el cuchillo. Él revisa el borde buscando la comisura del pliegue, describe una cuestión técnica que no entiendo sobre flexibilidad y dureza. Toma el mango del balde y me pide que pasemos a su departamento. Lleva el cuchillo, la sopladora y el balde mientras yo cargo el resto de las herramientas. Bajamos hasta el segundo piso donde está su departamento. Haciendo equilibrio, busca la llave con una mano, está a punto de soltarlo todo y derramar un líquido turbio, mitad agua mitad suciedad, hasta que logra encajar la llave en el picaporte. Empuja la puerta y prende la luz con el dorso de la mano: en la pared de la sala cuelgan cuchillos, cimitarras árabes, floretes, marines, navajas, machetes que compiten con platos de algarrobo y láminas talladas de pino.

—Te preparé el sillón —dice y señala seis taburetes con un colchón y una almohada en la parte de atrás de la sala. Le pregunto dónde puedo dejar sus cosas y señala el cajón giratorio de la cocina. Lo abro: está lleno de martillos, cinceles y lijas. Se va al baño y me da tiempo para examinar los círculos concéntricos de los platos en la pared, los cuchillos con sus iniciales sostenidos por dos clavos, los relieves de madera con montañas y pastores. Una navaja más pequeña y delicada se destaca en el centro: tiene las iniciales de su esposa.

            Me siento en el colchón que se mueve ante mi peso. Escucho la canilla del baño y luego la puerta que se abre. Él vuelve en calzoncillos y camiseta. Me mira y se muerde el labio; puedo escuchar la respiración profunda y nasal. Ese es el gesto que usa mi hermano cuando no sabe cómo explicarse.

            —¿Qué te pasa?

            —Nada.

            Mira al costado, como cuando él era un adolescente y yo un niño.

—¿Podés dormir conmigo?

            El ruido de una sierra atraviesa la ventana y me golpea de lleno en la cara. Abro los ojos y veo a mi hermano parado detrás de la cortina, inspeccionando un jacarandá, cuyas ramas llegan a la altura de la ventana.

            —Están podando.

            Su afirmación es parte del ruido: ¿a quién se le ocurre podar a esta hora en un fin de semana? Mi hermano sostiene un jarrito de madera con café del cual sale el vapor en espiral. En el borde del jarrito se leen sus iniciales.

            —Arriba, arriba —dice y extiende las sábanas para destaparme.

El ruido de la sierra me sacude y me doy cuenta que no podré permanecer acostado por mucho más tiempo. Me siento en el borde de la cama y voy hacia la ventana. Dos hombres trepados con arneses y armados con sierras cuelgan del jacarandá, uno de ellos da instrucciones al otro para cortar una de las ramas más gruesas. Mi hermano se va hasta la cocina y sirve un café en un segundo jarrito. Me invita a desayunar en la sala, rodeado de los cuchillos y platos colgantes.

—¿Querés tostadas? —me pregunta.

Se las acepto. Percibo cada objeto en pedazos: el café, los cuchillos, los tarritos, el olor de madera y grasa que impregna la piel y el departamento de mi hermano. La primera claridad del día son estas tostadas que mi hermano raspó hasta el límite de la transparencia.

            Las pruebo.

            —¿Están buenas?

            Le contestó un sí corto. Mi hermano se muerde el labio y respira: va a pedirme algo de nuevo.

            —Necesito que me des una mano.

            —Con qué —le contesto sumergido en el café con leche.

            —No es nada.

—…

—Están podando.

            —Ya sé que están podando. Se escucha que están podando hasta en las oficinas del frente.

Insiste. Vio los tacones de jacarandá tirados en el contenedor de la basura de la esquina. Su tono pasa de explicativo a suplicante y me pide que lo ayude a cargar los restos de la poda, que después se transformarán en mangos de cuchillos, jarritos de café y platos. Nos va a llevar poco tiempo cargar los tacones en el baúl del auto, llevarlos hasta el garaje y él se encargará del resto.

            No le contesto.

            Él continúa con una exposición detallada sobre las necesidades de un hombre y la importancia de tener pasatiempos. Mi hermano siempre tuvo un don para lo teatral, una manera de elegir las palabras y doblar la voz como si hablase arriba de un escenario. Sólo faltan las luces y el telón.

—Vos sabés bien lo que significa para todo hombre tener una distracción en los momentos de soledad.

Acepto con una condición: que me deje desayunar en paz. Me detengo en cada acto, me cambio la camiseta y me cepillo los dientes con lentitud. Vuelvo a la cocina y él está con la llave del departamento en la mano, me mira como un perro cuando lo sacan a pasear. El ascensor está interrumpido. Como él no aguanta, bajamos las escaleras de dos en dos escalones. En el subsuelo hay un par de autos estacionados, el de mi hermano tiene el asiento trasero cubierto por botellas de gaseosas, bandejas de comida rápida, revistas de manualidades y guías prácticas de carpintería. Me pide perdón por el desorden, mientras me siento en el lugar del acompañante. Arrancamos, dobla en la esquina y busca con la cabeza fuera de la ventana el contenedor donde apilaron los tacones del jacarandá. Detiene el auto detrás del montículo de ramas y madera junto al contenedor. Bajamos, él deja abierto el baúl con habilidad operativa y se dirige al montículo. Revisa la pila, señala y elige el leño más grande.

            —Éste es perfecto —y yo lo insulto por lo bajo.

            Despeja las ramas y se acuclilla para tomarlo por la base. No puede solo.

            —¿Me vas a dar una mano o no?

 Pide que lo ayude en una posición ridícula, con las rodillas dobladas, apoyándose apenas sobre el piso como una rana. Me agacho como él, entre los dos lo levantamos y caminamos de a pasitos hacia el baúl. A mitad de la vereda entre el contenedor y el auto, una de las manos se suelta (¿la mía? ¿la suya?) y al soltarse el leño se inclina y raspa la mano izquierda de mi hermano. No tiene tiempo de reaccionar porque el leño ya está en el piso y en el camino le golpeó las piernas, el pie. Sacude la mano para despejar el dolor. Se muerde y apoya las dos manos sobre el capot del auto. Maldice.

            Yo tengo apenas un raspón en el codo, me acerco para preguntarle si está bien. No responde. Se sube rengueando al auto y da un portazo. Me subo con él.

—Dejame ver eso —la mano está hinchada, con la piel tensa y roja y las marcas nítidas del golpe—. Tenemos que ir al médico.

            Mira hacia atrás por el espejo retrovisor a un chico en la calle que pasea a su perro, mientras nos examina. Debe haber visto toda la secuencia.

Mi hermano cierra los ojos y toma aire.

            —La extraño tanto —dice y deja apoyada la mano sobre el volante.//∆z