Aunque no sea ya desde las butacas de las salas, el cine es un compañero clave para el aislamiento social en las pantallas hogareñas. En esta nota reseñamos cinco producciones argentinas para recorrer paisajes y experiencias desde la cama o el sillón.

Por Ignacio Barragan 

Mientras una pandemia asole a la humanidad y tengamos que vivir en confinamiento, un cinéfilo no puede evitar la trillada conclusión de aludir al disco de La maquina de hacer pájaros: ¿Qué se puede hacer salvo ver películas? Si bien esta pregunta se hizo en 1977, uno de los años más crueles de la dictadura, en aquel momento los cines estaban abiertos y, a pesar de la pésima calidad de los estrenos argentinos, uno al menos podía ir a sentarse en una butaca. Hoy no: los cines están cerrados y no sabremos hasta cuando. Entonces, el espectador se tiene que acomodar a las circunstancias.

La experiencia de ir al cine es única e inigualable. Nada puede reemplazar el rito de sacar una entrada, buscar el lugar indicado y dejarse envolver por la negrura de una sala. Ahora que no tenemos esos momentos, solo nos queda la computadora. Más allá de que las plataformas de streaming hayan invadido todo el espacio, aun quedan los bajan las películas. Es interesante observar cómo en estos tiempos se han tejido distintas redes de contención donde variados amantes del cine han compartido torrents y películas liberadas.

Por otro lado están las plataformas pagas. Sin desmerecer a Netflix, dos de las mejores son MUBI y Qubit.tv. Con el avance de la cuarentena, una importante cantidad de espectadores han decidido suscribirse a estos lugares. La falta de salas promueve el cine online. Un selecto catálogo de películas de autor son el eje principal de ambas plataformas, dos sitios donde autores como Kurosawa o Malle juegan de local. Sin la sala Lugones o el Malba, gran parte de aquellos cinéfilos asiduos se han mudado a las pantallas de sus laptops.

De todas maneras, uno de los aspectos beneficiosos de estos días ha sido la liberación de películas por parte de sus directores o el estreno de filmes argentinos en plataformas nacionales como CINE.AR PLAY. Para combatir el hastío y continuar viva la llama de la producción nacional, la oferta de películas para ver desde el hogar ha crecido exponencialmente en este tiempo. Desde ArteZeta te proponemos una selección de cinco películas argentinas que vale la pena ver.

Las buenas intenciones

Si una película comienza con “Si yo soy así” de Flema, probablemente sea una maravilla. Las buenas intenciones (2019) de Ana García Blaya es un homenaje al goce, a las variadas formas de producción no capitalista. En síntesis, una oda a la rebeldía y sus distintas expresiones. Si bien esta película está enmarcada en una historia familiar, existe un subtexto de símbolos que conforman un corpus homogéneo de consumos culturales.

En el marco de este guiño a la libertad, tenemos una historia de amor. La película es esencialmente un homenaje al padre, la nostalgia por el cariño filial ya perdido. Gustavo, interpretado por Javier Drolas, es un ex marido y padre de tres hijos. Le gustan las minas y el rock, es una especie de eterno adolescente con responsabilidades. El filme muestra las dos cara de una misma moneda. Por un lado, un papá despreocupado y fumón que lleva tarde a sus hijos al colegio pero, por el otro, tiene la fineza de retratar el cariño enorme que siente por ellos. En este vaivén de emociones familiares, hay un intercambio de roles: a veces, la hija es madre cuando el padre actúa como un niño.

Gustavo está rodeado de contracultura. No solo escucha a Los Violadores junto a sus hijos, sino que lee la Cerdos y Peces de Enrique Symns, escucha una banda parecida a Pink Floyd y se junta a fumar y escabiar en el cementerio de la Recoleta con un amigo. El padre de Las buenas intenciones es un hombre que se niega a crecer y, gracias a eso, conserva toda la ternura de la adolescencia. Una de las escenas más significativas de la película es cuando la ex esposa de Gustavo le devuelve Nueve cuentos de Salinger, un libro que le había regalado y no tenía por qué devolver. Ahí vemos cómo ambos son dos mundos distintos, una constelación irreconciliable. Pero lo que más llama la atención es la elección del autor. Es imposible no relacionar a Gustavo con Holden Caulfield, aquel otro adolescente eterno que pensaba que todos eran unos farsantes.

Las buenas intenciones es un filme como pocos no solo por la ternura puesta en la película sino también en la sofisticación empleada. El aire de memoria que recorre toda la obra se ve facilitado gracias a grabaciones de VHS y otros registros audiovisuales que no pueden hacer más que generar nostalgia. Ana García Blaya logra lo que pocos pueden hacer: una obra sincera con sus rispideces intrínsecas.

Los sonámbulos

En principio la calma, un día de campo. Todo lo que transcurre en Los sonámbulos (2019) de Paula Hernández es, ciertamente, la invitación al ocio. Una quinta en el medio de la nada con la familia, tiempo para matar, una pileta. Sin embargo, debajo de esta supuesta apariencia de apacibilidad se encuentran ciertos demonios. Ciertos lazos familiares enturbiados por la pasión sexual son los motores de esta película.

Uno de los primeros paralelismos que aparecen es el de La ciénaga de Lucrecia Martel. La calma interrumpida por la violencia, lo cotidiano que se transfigura en lo disruptivo. Lo interesante es cómo se aborda esta tensión sexual entre los miembros de una misma familia y no la perversión misma. Rafael Federman hace el papel de un sobrino algo rebelde. De alguna manera emula el papel del visitante de Teorema (1968) de Pasolini: un joven con una sexualidad desbordada que se chamulla a tía y prima, un personaje que viene a descolocar el orden familiar.

Una cualidad excepcional que tiene la obra es la de crear y recrear una atmosfera asfixiante que es homogénea durante todo el trayecto. Quizá no sucede demasiado, pero los movimientos que se tejen por debajo del accionar de los personajes son el material dramático que se necesita para un buen relato. La psicología de los protagonistas se transforma y adopta distintos parámetros éticos.

Los sonámbulos de Paula Hernández tiene todo el misterio que encierra su titulo. ¿Qué es un sonámbulo? Alguien que vive mientras duerme. Esta obra maneja los dos extremos: una voluntad por lo onírico y una tendencia hacia la vida.

La botera

Hay historias que gozan de cierta simplicidad genuina que las hacen grandes. La botera (2019) de Sabrina Blanco es una película en torno a una chica de trece años que crece en la Isla Maciel, en el margen de la Ciudad de Buenos Aires. Tati, interpretada por Nicole Rivadero, es una aspirante a botera, un oficio relacionado con los hombres, que tiene que lidiar con un padre alcohólico y el tedio mismo de la vida. Es lo sutil y trágico de esta vida lo que brilla en la película, las asperezas de un mundo sórdido vistos desde la intimidad de una cámara.

Sabrina Blanco no utiliza actores profesionales sino a habitantes de Isla Maciel. Esta decisión tiene un peso enorme en la película. No solo lleva a la obra hacia el área del registro documental, sino que utiliza un procedimiento del neorrealismo italiano que la vuelve más real, más verosímil. Resulta interesante pensar cómo estas dos áreas, la ficción y el documental, se cruzan para formar algo nuevo. Es como si la obra narrara la historia de una niña interpretada por otra niña similar, quizá con un estilo de vida muy parecido al de la protagonista. Lo híbrido entre lo real y lo ficticio enriquece las actuaciones, los personajes se convierten en seres cotidianos, sin imposturas.

En el oficio de botera hay algo que nos remite a la obra de Saer. Esta pasión que siente Tati por trasladar gente en bote entre ambas costas del Riachuelo es inexplicable. Por supuesto, toda pasión pertenece al orden de lo irracional. Pero en este personaje resulta una pulsión misteriosa. En Saer está el río y el movimiento de las olas, también está la zona, un espacio no del todo definido. En La botera circulan estos tópicos: la Isla Maciel de por sí es una zona, ya que es un lugar que no es una isla, sino un barrio sin límites precisos. Y después esta el rio, el único lugar pacífico. Aquel refugio que encuentra Tati para escapar de la miseria diaria.

Entre la reflexión social y la aventura del amor, Blanco logra una obra acogedora, una sucesión de imágenes intimistas que intentan reflejar lo que conocemos como vida. Los detalles y el sonido son los indicados para representar una historia en las orillas de Avellaneda. Un retrato álgido y a color de lo que es crecer en la adversidad

La muerte no existe y el amor tampoco

Existe todo un repertorio de textos que discurren en torno a la idea de que el amor y la muerte establecen una relación dialéctica. Desde El banquete de Platón hasta los libros de Patrick Süskind, pasando por el Eros y Tánatos de Freud, hay todo un corpus que gira alrededor de estos dos grandes tópicos. Si bien Fernando Salem tituló a su última obra como La muerte no existe y el amor tampoco (2020), la película no hace mas que afirmarlos. El amor y la muerte son las dos caras de una misma realidad, dos pulsiones básicas que mueven al ser.

El filme está basado en Agosto (Entropía, 2009) de Romina Paula, una novela en primera persona que relata el reencuentro con el pasado, con aquella fracción de tiempo que queda suspendida cuando uno abandona su lugar de origen. La adaptación de Salem le hace honor a la trama principal del libro pero le realiza ciertos bordados. Lo que en el libro de Romina Paula se sugiere, en la película se encuentra explicito. En pos de la construcción de un relato ficcional sin baches, en el filme se pierde cierto misterio característico de estas situaciones límites: el encuentro con el amor (“Es el amor, tendré que ocultarme o que huir”, J.L. Borges) y con la muerte.

Sin dudas, el punto fuerte de la obra es la música original compuesta por Santiago Motorizado. Los acordes ruteros de su guitarra le dan otra textura a las imágenes de la película. Un puente estilístico se traza a lo largo de toda la historia que se encuentra sostenido por la homogeneidad de los acordes. Es así como, de repente, el espectador se encuentra entre la nieve con un ligero post rock de fondo y al rato se traslada a una camioneta en la que suena un tema indie.

Entre las actuaciones de la película se destacan particularmente las de Antonella Saldicco como la protagonista y Osmar Núñez como el padre de la amiga. Hay una breve aparición de Romina Paula que resulta un guiño tierno hacia la autora. Si bien las relaciones humanas de estos personajes están teñidas por cierta frialdad, hay dos puntos de inflexión fuertes que subyacen en la trama. El cariño, motor fundamental del amor, y la ausencia, el lugar que deja aquel que ya no está.

Dios de monoambiente

“El espectador de cine es un creyente. El crítico un ateo (…)” se lee en un momento en la opera prima de Marcos Vieytes. Este razonamiento es una declaración de principios de Dios de monoambiente (2018), una verdad que configura todo el relato, si es que podemos hablar propiamente de la existencia de uno. El crítico también es un espectador, por lo tanto también es un creyente. El asunto es que este crítico/espectador ya no cree en una divinidad, sino en el halo religioso del cine. Según Vieytes, “el cine lo invento Dios”. Es esta confluencia entre fe y el aura de las imágenes lo que estructura el motivo de la obra.

Si se puede hablar, como afirma Beatriz Sarlo, de que Rayuela de Cortázar se puede leer como un catálogo de consumos culturales de la década del sesenta, podemos afirmar que la película de Vieytes es un decálogo de lo que todo espectador de cine tiene que tener presente: Fellini, Sautet, Melville e inclusive Néstor Frenkel. Se puede establecer en la película cierto paralelismo con el texto de Borges Kafka y sus precursores. Es decir, un conjunto de características que se encuentran en la obra de Marcos Vieytes que podemos reencontrar en la filmografía de otros directores: los tiempos de la cámara, la reflexión en seco, la distribución de los cuerpos.

Este último punto es uno de los pilares fundamentales del filme. El director le pone el cuerpo a la obra de una manera literal. No solo él es el protagonista, sino que su persona es el eje de la historia. Hasta tal punto el director es la película que, en un deseo de verosimilitud y coherencia, decide estar la mayor parte de la película desnudo. El erotismo de Marcos Vieytes consiste en pasearse en bolas delante de la cámara durante la mayor parte del filme. Un gesto que quizá responda a cierta estética y política de su cine o simplemente a un deseo sadomasoquista graficado en la introducción de la película cuando en un afiche podemos leer: “con Ánimo de Ama”.

Es probable que esta obra nunca llegue a formar parte del cine de culto por más que el director forme parte de un pretendido círculo de intelectuales y cinéfilos. Sin embargo, hay algo que los pocos espectadores que la frecuenten siempre tendrán presente: la pregunta por la pasión. ¿Qué es el cine? ¿Qué es el espectador? Imposible saberlo, pero si alguien se acerca a esa respuesta, ese es Vieytes.//∆z