En su tercera visita al país y en el marco de El Festival, Pepsi Music, la banda de Seattle renovó su especial relación con el público argentino. Antes tocaron The Hives y The Black Keys.

Por Matías Roveta

Fotos de Candela Gallo

La secuencia puede servir de postal del rock y es una de las más reconocibles de los últimos veinte años: Eddie Vedder sentado sobre uno de los monitores de retorno, disfrutando del único cigarrillo de la noche y con un porrón de cerveza en la mano, mirando extasiado al público mientras Mike McCready suelta las últimas notas hendrixianas de la noche con “Yellow Ledbetter” y el resto de la banda –Jeff Ament, Stone Gossard, Matt Cameron y Boom Gaspar- se va uniendo para el saludo final. Ese ritual, que se repite en cada concierto de Pearl Jam, fue la frutilla del postre para un show memorable, el cierre perfecto para la tercera visita de la banda a nuestro país, en el marco de la segunda fecha del festival Pepsi Music 2013.

Dentro de las muchas conclusiones que pueden sacarse luego de un recital, la que más le cabe a este nuevo show de Pearl Jam es ésta: la banda va acercándose cada vez más a ese altar dorado que integran los Ramones, los Stones, Megadeth o Die Toten Hosen. Es decir, ese selecto grupo de artistas que generan devoción incondicional en el público argentino y que han sabido cultivar una particular relación de cariño recíproco con sus fans en cada nueva presentación. Quizás basten un par de visitas más para que este grupo de veteranos del grunge supere a esos nombres pesados, pero por lo pronto puede afirmarse que Pearl Jam ya tenía ganado al público de Costanera Sur antes de que sonara el primer acorde.

Y tal vez sea justamente por esa confianza artística ganada a partir del apoyo devocional de los seguidores locales que Pearl Jam se permitió arriesgar con el comienzo calmo y relajado de “Release”, igual que hace un año y medio en La Plata. Pero más que una actitud autosuficiente se trató de una estrategia de seducción; un dulce aperitivo con una canción tan desgarradora como emotiva para la arremetida desquiciada que siguió después: “Even Flow” (una marea humana saltando al compás de la melodía del riff), “Lukin” y “Corduroy”. Recién ahí Vedder saludó a la gente y el show siguió con “In Hidding”, una joya del gran disco Yield (1998).

Se sabe que la banda cambia sus setlists en cada show (lo deciden diez minutos antes de salir a tocar de acuerdo al “clima” del lugar) y por eso cada recital de Pearl Jam se convierte en una experiencia única. Pero aún así, sus presentaciones ofrecen varios rituales conocidos y celebrados: el coro de estadio en la intro de “Betterman”; el riff del bajo de Ament, iluminado en el centro del escenario, en “Jeremy”; la crudeza punk de la guitarra rítmica de Gossard en “Do the Evolution”; el virtuosismo de un guitarrista extraordinario como Mike McCready, heredero de la escuela Hendrix-Vaughan, dúctil en el uso del wah-wah y la distorsión en cada solo que toca; el crescendo explosivo en el estribillo de “Given to Fly” (que Vedder dedicó al basquetbolista Fabricio Oberto) y ese conmovedor coro final en “Black”, uno de los grandes himnos noventosos, fueron algunos de los picos de emoción de la noche.

Al llegar casi a los 50, Eddie Vedder logró la calma que no tenía cuando Pearl Jam estaba en la cresta de la ola a comienzos de los ’90. La paranoia por el callejón sin salida que significó el éxito masivo para las bandas de la generación del rock alternativo, y que puede traducirse en el miedo a perder integridad artística cuando la banda se va haciendo demasiado conocida, fue sorteada exitosamente con el tiempo y el vocalista pudo superar su tormentosa relación con la fama. Hoy, en plena madurez, es un frontman feliz por la convocatoria de su grupo y por eso agradeció el calor del público en cada canción. Su voz, en cambio, sigue siendo la misma de siempre: ese versátil registro de barítono, redentor y templado a lo largo de los años con el tabaco y el vino tinto, que le permitió desgranar arremetidas cargadas de furia -“Animal”, “Save You”, “Rearview Mirror”- y, al mismo tiempo, cálidas y entrañables melodías como en “Just Breathe”.

Sobre el final, luego de “Alive”, la banda desnudó buena parte de sus influencias con “Rockin’ in the Free World” de Neil Young y “I Believe in Miracles” de los Ramones, dos clásicos que a esta altura tocan casi a modo de declaración de principios. Justamente Pearl Jam parece haber heredado acá buena parte del legado de la banda neoyorkina de punk, al punto de que su música también traspasa generaciones. Quizás dentro de muchos años varios de los que estuvieron presentes en Ferro, La Plata o Costanera Sur, les cuenten a sus hijos y nietos lo que significaba ver en vivo a Pearl Jam en Argentina.

 

El sonido del Delta blues en el siglo XXI

Antes del show de Pearl Jam, The Black Keys había tenido que enfrentar una dura misión justo en su debut en el país: estar a la altura luego de la incendiaria presentación (quizás la banda que mejor sonó en todo el festival) del quinteto sueco The Hives que, apoyados en el carisma escénico de su cantante Howlin’ Pelle Almqvist –una mezcla perfecta de la desfachatez de Iggy Pop y del look fiftie de Elvis- encandiló al público a fuerza de joyas garageras como “Hate to Say I Told You So”, “Main Offender” o “Take Take Boom”.

Y en el camino había algunos obstáculos. Es que el delicioso y potente rock minimalista que el dúo de Ohio, formado por Dan Auerbach (voz y guitarra) y Patrick Carney (batería), detenta -delta blues del Mississippi pero adaptado a este tiempo y con elementos de soul, pop y hard rock de los setenta- no fue concebido para las grandes dimensiones. Justamente todo lo contrario: las primeras composiciones surgieron en zapadas improvisadas sobre viejos riffs de blues tocados en un lúgubre sótano. Pero apenas sonó el primer acorde de “Howlin’ for You” -ese temazo sureño de Brothers (2010), el disco producido por Danger Mouse que evidenció una clara evolución musical más allá del blues y los lanzó a la fama mundial- las dudas quedaron a un lado inmediatamente. Siguieron “Next Girl” y “Run Right Back”, con su riff chillante e hipnótico.

Las primeras emociones fuertes llegaron con dos temas de El Camino (2011), el disco definitivo de los Keys. El groove con tintes de reggae y coros souleros de “Dead and Gone” y el penetrante punteo blusero de “Gold on the Ceiling”. También brillaron “Thickfreakness”, que es puro Robert Johnson pero pasado por el sonido eléctrico y valvular de la guitarra de Auerbach, y “Little Black Submarines”, una balada de proporciones épicas y citas a Led Zeppelin, sobre todo en la combinación de guitarras eléctricas y acústicas. En varios de sus riffs, Auberbach -sobre la batería de recursos mínimos de Carney y de algunos arreglos de teclados y bajo tocados por sesionistas fantasmas- hace relecturas actuales de viejos himnos de guitarra: “I Got Mine” parece dialogar con los riffs de Jimmy Page, y “Rockin’ in The Free World” de Neil Young podría haber inspirado “Money Maker”. De eso se trata justamente The Black Keys en vivo: una saludable reivindicación del pasado desde una mirada actual.