Por Diego Sánchez

Nunca fui bueno para elegir cierta clase de remeras. Cuando mi abuelo -español, franquista emocional, recio, una de las personas que más quise en esta vida- me miró una tarde de mil novecientos noventa y algo, y me dijo: “A esta casa con una remera de Boca o del Che no entrás”, no dejé pasar ni cuarenta y ocho horas antes de volver con un jogging xeneixe y una remera estampada del rosarino comprada en los fondos de la Galería Zeta, Rivadavia y Bonorino, barrio de Flores, Ciudad del Vaticano. Me paré junto a la parrilla con los brazos en jarra y esperé. Él me devolvió primero un maelstrom de severidad y aprensión, después un plácet simbólico en forma de un movimiento cómplice en la comisura -parecido a una sonrisa- y finalmente volvió a pinchar la tira de asado. Aprendí que el verdadero desafío nunca es el camino más corto entre dos personas y que el amor que nos profesábamos había logrado que él sienta cariño por mi generación, como Clint Eastwood con los vecinos coreanos en Gran Torino. Yo era el discípulo coreano de mi abuelo y eso me enorgullecía y era mi lugar en la Historia. En cualquier caso, y esto era lo que quería decir, aquel jogging -marca Olan, color azul larga-noche-del-neoliberalismo- estaba bien pero el problema, lo supe después, era la remera. No se trataba de la clásica prenda con el rostro arquetípico del Che versión Korda; era un pedazo de tela negra sobrecargada de fotos y firmas de Guevara por todas partes. Che en la espalda, Che tomando mate en los omoplatos, Che debajo de los pezones adolescentes de aquel yo de mediados de los noventa. Mi abuelo perdonó la ideología pero también la estética: sabía que mientras la ropa estuviera homologada por la tradición occidental del corte y la confección masculina, no era necesario aferrarse a los lineamientos de la elegancia. Sólo le interesaba ponerme a prueba, que no usara polleras como el invertido ese de los Fabulosos Cadillacs, y que creciera en la comprensión exacta de los verdaderos deberes de la autoridad.

Si cito aquella remera espantosa (que no es la que me trae hasta acá ahora) es porque no era una anomalía. Formaba parte, como diría David Viñas, de una “constante con variaciones” de mis años adolescentes. Algo, no puedo decir qué, parecía empujarme, en mis elecciones de indumentaria, hacia una suerte de barroquismo inalterable en su curso hacia el ridículo y el desborde. Si bien estaba -y estoy- lejos de ser un argentino extrovertido, y jamás me corría más allá de los tonos negros, lo cierto es que cada vez que iba a la galería no volvía con una remera lisa con el isologotipo de Led Zeppelin en el pecho y nada más. Traía en su lugar la obra de arte de algún serigrafista de zona oeste con ínfulas de Jackson Pollock, un collage grabado a calor que, imagino ahora, debía parecerme una forma de subrayar una pertenencia -”no sólo me gusta Zeppelin, loco, sino que me gusta tanto que uso esta remera llena de Zosos y mandalas por todos lados”-, y que en realidad no era más que una falla estética que, con el paso el tiempo, el incentivo al consumo, las distensiones en la estructura de la masculinidad y las biografías noveladas de escritores noruegos, aprendí, levemente, a corregir.

El problema, para ubicarle un inicio mítico a esta historia,había empezado, en verdad, poco tiempo antes cuando compré mi primera “remera rockera”: una de Hermética que, como se imaginarán, no se caracterizaba por una simple H sino por un cardumen de haches estampadas a lo largo y ancho de la tela. Fea pero importante. Yo tenía trece o catorce años y estaba a punto de romper con mi pasado de niño tardío, para ingresar efectivamente en la adolescencia de la mano de un nuevo grupo de amigos. Chicos blancos, de clase media, levemente blindados, pero ninguno demasiado propenso a todo eso que definía a los otros varones del curso: la inclinación por el deporte, la deshistorización, la facilidad para relacionarse de manera no conflictiva con las mujeres, el rechazo, ya no a la práctica intelectual, sino al manejo de ciertos datos enciclopédicos que excedieran la coyuntura de los medios masivos de comunicación o el envoltorio de los caramelos Yapa. Veinte años después sólo un colisionador de hadrones me permitiría recrear exactamente ese big bang: un primo le graba un cassette a alguien, ese alguien va al Parque Rivadavia, compra Madhouse y la tablatura de Ácido Argentino, aprende los acordes de “Evitando el ablande”, cree encontrar algo parecido a una “ide-o-lo-gí-a”, se empieza a vestir de negro, y al final de la clase de Higiene y Seguridad Industrial, se acerca y me dice:

-Che, hoy vamos a tomar unas birras a Black Machine, venite.

Y yo, que no tengo la ropa adecuada para ir a tomar cerveza y jugar al pool con mis nuevos amigos metaleros, tengo que salir de urgencia a la Galería Zeta, la galería para los jóvenes de Flores que necesitan ropa, videojuegos, sedas o tatuajes que los depositen, como un canal diplomático, en el corazón de la adolescencia post MTV. Le digo a mi madre y en lugar de darme veinte pesos convertibles, me acompaña. Somos ella y yo en el local del fondo. No me acuerdo si se queda afuera o entra pero permanece en un rincón, callada, como un fantasma que nadie detecta hasta que su mano lívida agita un billete con la cara de Juan Manuel de Rosas. En cualquier caso no me habla ni me ayuda a elegir nada. Me deja ahí, corriendo perchas, buscando un uniforme para mi nueva vida; de fondo suena “Run to the hills”, yo paso remeras: esta no, esta tampoco, esta. Una remera de Hermética. Eso. Una remera llena de haches -¿y esa que está ahí es la cara del Tano Romano?-, y más haches, decenas de haches por todos lado. Nada que se parezca a las otras remeras de Hermética que se ven por ahí. Es como una fiesta de gala: sería un garrón que otro tenga el mismo vestido que yo.

Y ahora que me hicieron pensar en esta remera, me pregunto adónde habrá ido a parar. O está en el altillo de la casa de mis viejos guardada en alguna caja con cd’s truchos de Logos y ese cassette de los Ramones con los nombres de las canciones traducidas al español y que en lugar de “Chain Saw” decía “La cadena vio”, o simplemente se biodegradó con el paso del tiempo. Vaya uno a saber. Sea lo que sea, después vinieron otras remeras, y me tuve que adaptar a la más sexualmente activa movida alternativa, y después a la militancia universitaria, y después al periodismo, y después a una clase media estatal y delicada que guarda su propia regla de etiqueta -camisa a cuadros, jeans, alguna zapatilla liviana para la liturgia laboral- pero nunca, nunca me olvidé de esa remera que inauguró -junto a la también horrorosa y caótica revolución hormonal- mis años de adolescencia. No sé cuándo se terminó ese período y empecé a comprar, simplemente, remeras lisas, esas que los vendedores de Palermo llaman “básicas”, pero quiero que sepas remera de Hermética -argentina, pretenciosa, horrible, una de las remeras que más quise en esta vida-, que, como le dijo Iorio a su cuñado en “Atravesando todo límite”, jamás te olvidaré.//z

Diego Sánchez (Buenos Aires, 1981). Trabaja de periodista. Es editor de Ni a Palos. En Twitter: @diegoese

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