En el rol de guionista, director y protagonista, el inglés Ricky Gervais aplaca su cinismo en su nueva serie, producida por Netflix.

Por Carolina Bello

Duelo viene de dolor.

La institución que regula la lengua castellana, que define y por tanto limita la polisemia de las palabras, es rigurosa en la austeridad de su acotación: dolor es “Sensación molesta y aflictiva en alguna parte del cuerpo”. Ahí donde otorgamos conciencia a una parte del cuerpo cuando punza, cuando late, cuando gime, hay dolor. Por suerte, los poetas se han encargado del sentido de muchas maneras y de pronto aparece aquel tótem de Rubén Darío: “Y no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente”.

After Life (2019) es una serie que habla de dolor. Ese que puede ajustarse a la austera definición de la RAE, y ese que nos convierte en sujetos dolientes tras la pérdida. He ahí, el tránsito por un duelo.

En esta serie, que maneja la forma del relato por momentos con una sutileza escalofriante siguiendo el respeto que lo británicos han demostrado con creces a la hora de las historias; y por momentos con alguna que otra aberración simplista e innecesaria como todo lo que sucede en el último capítulo.

Como en una escenografía a medida de la parodia, vemos la peripecia en un pueblo chico de un tipo que ha quedado viudo. Desde entonces, este tipo, Tony, alguien que otrora ha sido un personaje lleno de vida, como el relato de Fante, es ahora un hombre-fantasma, taciturno en su rutina, recalcitrante en su vida social, pero jamás odiable. Tony no es un tipo entrañable, pero el mecanismo de la empatía del resto de los personajes se activa solo. Más tarde o más temprano todos, televidentes y miembros de ese mundo, podemos estar, si es que ya no hemos estado ahí, en el lugar de la pérdida del amor, con o sin muerte física del ser querido. Este es el caso que le toca vivir al protagonista. Su esposa murió de cáncer hace pocos meses.

Hasta ahí, algo que incluso hemos visto en otras series o en muchas películas. Sin embargo, aún con sus desmesuras o desaciertos, After Life introduce la construcción del duelo con los edulcorantes ilusorios del simulacro y las pantallas. Ese es su acierto: recordarnos que el espejo negro también incluye otras formas de la pérdida. Ya nadie se muere para siempre.

La esposa de Tony interviene en cada capítulo como una Siri cargada de cariño y consejos a través de videos que grabó desde el hospital antes de morir. Es distinta la muerte con la gracia de los Smartphone, es distinto el más allá cuando quien se nos fue nos sigue hablando a través de una pantalla; es distinto el amor después del amor cuando el otro da una señal errática a través de un like de Facebook, o de un corazón -un corazón- de Instagram o Twitter. La ruptura, la separación, el duelo, es, literalmente, una ampolla que no termina de explotar para dar lugar a la piel nueva, es un dolor de la RAE en algún lugar del cuerpo.

A través de las posibilidades tecnológicas, la lógica de los objetos se retuerce, muta. Ante la muerte del ser amado o la ruptura, los objetos son muestras inanimadas que, en tanto activadores de recuerdos, crean un significado que solo se decodifica en el pasado. Ante la carta, el reloj o el libro dedicado alguna vez, el que atraviesa el duelo deposita en el objeto un sentimiento que tiende a agotarse: el objeto es imperecedero, la persona, no. Sin embargo, los recuerdos multimedia de esta nueva era, nos llaman al encuentro con la idea de la presencia: una voz que nos pregunta algo nimio como “Paso por el súper, ¿llevo pan?” en un audio de WhatsApp es de pronto resignificada como pasado que se hace presente en la idea del amor. Es la voz del ser perdido que se corporiza e interrumpe el duelo que nunca se termina de transitar. Ante la voz material del amor, el dolor nos sobrevive.

Amar a Siri

Antes de salir de la cama, Tony pasa tiempo con su esposa. La mira, la admira, aún con el pañuelo que cubre su cabeza calva por culpa del cáncer que la mató. Desde la pantalla ella le habla a su presente. EL presente de él. Ese en donde no ha podido dejar atrás y la idea de rehacer es apenas un eslabón quebrado de la esperanza por supuesto abandonada.

Estos dos personajes se amaban. Así lo demuestran los flashbacks de videos con los que el protagonista se autoflagela, los cuales incluían viejas rutinas de pareja, en ese mundo privado y cotidiano que habían inventado para sí. Y es el recuerdo del amor lo que más duele, incluso más que los avatares de la muerte y la enfermedad. Porque amar, según han dicho los estudiosos, los cientistas y los poetas, es poner en el otro el ser de uno. Y cuando por ruptura o por desaparición física eso se acaba, el dolor es la muerte propia. Es quedarse sin el otro o, lo que es peor para la reinvención, es quedarse sin uno mismo con el otro. El volver a empezar siempre tendrá una digestión de boa.

Son pocos los personajes que aparecen en After Life -que podría traducirse como Más allá-. En el viejo esquema del relato propuesto por quienes estudiaron personajes y acciones aquí los hay todos respecto al “héroe” protagonista. Varios ayudantes: el cuñado, hermano de la esposa muerta, director del diario gacetilla donde ambos trabajan; una señora que habla con la tumba de su esposo en el cementerio, con la que entablará la relación más sincera; una prostituta amiga de un yonki del barrio. También hay oponentes: él mismo, los consejos paradójicamente siempre vitales de su esposa a través de la pantalla, el perro que era de los dos y que ahora tiene que vivir gracias a sus cuidados.

Pero Tony es un tipo que ha intentado suicidarse. Ante la posibilidad de seguir viviendo sin su amor, entiende que ese fin es el propio. La certeza de querer morir y amenazar públicamente con hacerlo es lo que le otorga al personaje la certeza de la impunidad. He ahí su reinvención recalcitrante. Como si la posibilidad de encajar en la vida y en las expectativas de los seres queridos que han quedado alrededor sea privarse de antemano de toda esperanza -sustantivo del tiempo futuro- y tener la carta del suicidio a mano.

De las series británicas que se han visto en los últimos tiempos, After Life no es la mejor. Papeles más rigurosos en la efervescencia del ver por ver de Netflix han jugado otras como The end of the fucking world, o Wanderlust. Aún con matices de calidad, los ingleses son buenos planteando temas universales con el sentido agudo del guion como esencia, aun cuando haya que acostumbrar el paladar a la siempre apática paleta inglesa en la fotografía o acoplarse al ritmo antifooting de las peripecias.

Más cercana a la soledad abrumadora de aquel Joaquin Phoenix en la devastadora Her, donde un tipo se enamora de Siri, la serie nos pone de bruces contra ese dolor de ser vivo que ya Darío nos había anticipado en aquel poema que escarcha las vértebras llamado “Lo Fatal”.

En After Life nos reencontramos con los miedos del absurdo de vivir, por momentos con el humor inglés que jamás dice “hola, soy un gag”, porque más que hacer reír, nos retuerce el corazón. Así, además del dolor del protagonista -que trabaja en el diario local y sale cada tanto a buscar la nota- nos encontramos ante las historias mínimas de los habitantes del pueblo que desean ser retratados en ese diario: una madre reciente que hace muffins con leche materna; un hombre con síndrome de Diógenes, un bebé que se parece a Hitler. Esa es la parte viva de la vida que tiene que elegir el protagonista. Esa es la interpelación del absurdo: es Tom Hanks en Náufrago y la duda implícita cuando cierra la puerta tras despedir a sus compañeros de trabajo, en el meeting de “bienvenido a la vida” tras cuatro años de soledad y supervivencia.

Si olvidamos el último capítulo, un evidente momento de optimismo del guionista, donde todo huele a moraleja y echa por tierra ese sentimiento árido de piña al esternón que había logrado durante los episodios anteriores, es justo decir que After Life es mucho más que una serie sobre un tipo al que se le muere la esposa. Es una serie sobre el dolor de ser y estar -mismo verbo en el idioma inglés, como si acaso fueran lo mismo-, sobre la reinvención de la soledad, pero más aún sobre la precariedad única del ser humano cuando ama y, por ello, pierde. //∆z

*Texto publicado originalmente en Por la noche callada