A raíz del estreno de la serie de HBO, repasamos el comic de Alan Moore y Dave Gibbons, un clásico de la literatura contemporánea que a más treinta años de su publicación sigue generando nuevas lecturas.

Por Gabriel Reymann

En la tapa de la compilación de los doce números originales de Watchmen (los de Moore-Gibbons, los que cuentan; nada de boludeces de precuelas o reutilización de los personajes) cuelga la cucarda validadora del establishment cultural: “One of Time Magazine’s Best 100 Novels”.

En la contratapa figura un elogio de Damon Lindelof, co-creador de Lost y realizador de la versión en serie de Watchmen que se estrenó por HBO (que parece tomar una tangente propia, tomando como base el relato original: por eso versión y no adaptación).

Hay al menos dos motivos por los cuales seguir girando tanto alrededor de esta maxiserie publicada por vez primera en 1986. La primera es formal: Watchmen es, pun intended, un perfecto mecanismo de relojería. Alan Moore no dejó detalle librado al azar, y entre simetrías, yuxtaposiciones, superposiciones y citas a otros campos del arte (Dylan, Burroughs, William Blake, John Cale, Tarkovski) levantó un edificio, que si bien dejaba pequeños hilos de los cuales tirar para seguir explorando, es, fue y será un enunciado claramente cerrado (por eso es más flagrante la traición de DC Comics al no volver a utilizar a esos personajes).

Y, en situación de contexto temporal (los ‘80, un vale todo posmodernista), es doblemente meritoria esa tarea hercúlea de erigir una totalidad sin fisuras.

Moore-Gibbons

Segundo motivo por el cual volver y seguir volviendo a Watchmen: el contenido. La historieta no habla sobre la desacralización del arquetipo superheroico o la Guerra Fría. O sí, pero esos no son los temas principales. De alguna manera no muy distinta a las conspiraciones arltianas de dementes en Los Siete Locos (1929), Watchmen versa sobre la desesperación y la imposibilidad de estar en el mundo. No hay causa común que reúna al ser humano, y el propósito, más predispuesto para el consenso a primera vista, está igual o más jodido de alcanzarse a escala de la raza completa. El único destino común es la muerte, la terrible certeza. Esa lucha por poder unificar un sentido y finalidades comunes a toda la humanidad no es una cuestión que vaya a pasar de moda jamás.

Dentro de la galería de protagonistas de Watchmen, hay por lo menos cuatro que ameritan un acercamiento más profundo. Hay uno del que no se puede hablar ante aquellos que no leyeron la historia, porque no, el spoiler es un acto vil. Sí se puede hablar sin culpas de los otros tres, que si bien pueden remitir a arquetipos psicológicos reconocibles, representan maneras bastante particulares de estar –y enfrentar– el mundo y su inherente absurdo.

Mirando al corazón de las tinieblas

Tanto en el comic como en su versión fílmica, Rorschach es uno de los personajes que más empatía genera en el lector. Sí, hablamos de un delirante paranoico, xenófobo y misógino. Quizás ese cariño venga por su carácter detectivesco carente de superpoderes (alla Batman, claro) o porque es un hilo narrativo frecuente a través de los doce capítulos –vemos muchos de los sucesos narrados a través de su prisma–. Vamos con una tercera lectura: ¿no tiene Rorschach mucho de Travis Bickle, el taxista de Taxi Driver? Bastante. La primera página de Watchmen tiene un tono de observación de la decadencia urbana muy similar a las que realiza el excombatiente a bordo de su taxi. Y si bien ambos son sujetos peligrosos no podemos dejar de sentir compasión, empatía y cariño, porque son sujetos rotos.

¿Y quién no es un sujeto roto en el mundo? La carencia de afectos, la alienación laboral, la miseria económica, el juicio de los otros a través de una sociedad impersonal, son pequeños y cotidianos factores que ponen en jaque la cordura y estabilidad de nuestro sistema nervioso. Cabalgamos sobre nuestros lomos con todo ese conocimiento, y es más bien un acto de negociación y autodefensa el minimizarlos para seguir adelante. La escisión de identidades que relata Rorschach al psicólogo que lo interroga en la cárcel, la transición de Walter Kovacs a Rorschach tras el caso de la niña raptada es un sinceramiento no poco atendible de la realidad humana. Kovacs deja de encontrar causa motora –o sea Dios– en el mundo. Si lo que lo rige es el azar y estar librado a la voluntad de los otros, el pánico y el terror son opciones muy posibles si los otros pueden ser violadores y asesinos de infantes. El estar en el mundo puede no ofrecer mucha estabilidad si estamos sujetos a la amabilidad de los extraños. Homo homini lupus.

Un caracol caminando sobre el filo de una navaja

Edward Blake, el Comedian, o algo así como Captain America meets Colonel Kurtz. Un superhéroe relacionado directamente con la administración de su país, solo que éste se especializa en saquear, torturar y matar. A ese pródigo curriculum hay que sumarle asaltante sexual de una de sus colegas: ¿cómo hacer algo atractivo de semejante carácter abyecto? Si Rorschach es un delirante que no puede aunar principio de realidad y expectativa de ésta –una vez lanzada la mirada al abismo no se puede volver atrás–, a Blake le gusta zambullirse en el abismo, más que mirarlo: amoralidad y completa funcionalidad, ergo, psicopatía.

Un poco como el Joker –a quien Moore retrataría con maestría un par de años después en Batman: The Killing Joke (1988)–, el Comedian honra su nombre y, ante la total falta de sentido de la actividad humana en el mundo, antes que romperse decide reírse y seguir el chiste. Aunque el chiste incluya poblaciones incendiadas, violaciones y disparos contra niños: como el propio Blake lo aclara, quizá el chiste no sea precisamente gracioso.

Paradójicamente, aquel a cuyos colegas se refieren como el superhéroe que mejor entendió todo lo que representa el mundo es el primero en quebrarse, al no poder aceptar la brutalidad y el pragmatismo del plan maestro que atraviesa la historia. Si esto es un chiste, haceme reír.

Inagotable asombro

A Moore le gusta joder con los juegos de palabras: Blake es un comediante que no entiende el chiste mayor, el Dr. Manhattan es Dios encarnado y es tan títere como el resto de los mortales –tan solo puede ver los hilos–. El científico devenido en superhéroe omnipotente por medio de un accidente atómico no se dobla ni se rompe: como si fuera un científico lógico-positivista, Manhattan observa los hechos como son, independientemente de su valoración y contexto. Su comentario de “un cuerpo vivo y uno muerto poseen la misma cantidad de átomos” remite claramente al experimento del gato de Schrödinger y a una manera positivista que se lleva muy bien con el budismo zen de imágenes de Instagram (ya saben: soltar, fluir) y en consecuencia a la meritocracia post-capitalista neoliberal.

Si en el tejido de la realidad actúan cuerpos con meras variaciones en el tema de la física y sin ningún tipo de significación social (somos humanos porque producimos signos y significados dentro de nuestra trama de relaciones sociales), lo que queda es un terror ontológico disfrazado de neutralidad.

La concepción de simultaneidad de la corriente espacio temporal que Manhattan posee también le otorga una pátina de fatalismo: los elementos de lectura de la realidad están disponibles todo el tiempo para que los interpretemos, y estamos meramente predestinados a cumplir un rol.

Manhattan tiene un giro copernicano culminando la maxiserie. En su conversación en Marte con su expareja Laurie Juspeczyk, quien fuera Jon Osterman se asombra del milagro termodinámico que significa la fecundación del óvulo por parte del espermatozoide: en ese acto no hay un valor esencial que rescatar pero sí uno relacional, y eso es parte de la condición humana. El tono de admiración por parte de Manhattan recuerda al poema de Oliverio Girondo Inagotable Asombro. Sea por la fertilización humana o por un perro, ambos se maravillan por el acto creador –autor anónimo o no, da lo mismo– que pone en marcha la ingeniería de las máquinas de huesos.

Los basamentos mismos de Watchmen son los que habilitan a seguir escribiendo y escribiendo sobre ella: hay tantos enunciados posibles sobre una idea como enunciatarios existentes. Y faltaba más: porque nunca se termina, pun intended//∆z