Las conversaciones y entrevistas compiladas por Martín Prieto en Una forma más real que la del mundo recuperan al Saer polemista, un tirador solitario agazapado en las trincheras de unos de los proyectos literarios más ambiciosos y deslumbrantes que supo dar la literatura argentina.

Por Cristian Franco

Imaginaria y seductora, hay una figura de escritor en la que a veces necesitamos creer. Es la efigie bárbara del “escritor analfabeto”. Ese escritor que no lee, que vive y escribe (cuando escribe) porque vive, y escribe (si escribe) lo que vive. El escritor sin literatura: antigua fantasía que nos viene del inexistente Homero y su ceguera bendecida por el capricho de las musas. Rareza de nuestra razón esa creencia en la posibilidad de una escritura que sea apenas una secreción espontánea de la vida. Oramos por el advenimiento de un escritor virgen de ese veneno que es la literatura.

Ansiamos justamente, a veces, esa clase de escritor que Juan José Saer, claro, no era.

Porque si algo se desprende de la lectura de Una forma más real que la del mundo (Mansalva, 2016) es que Saer fue, ante todo, un tipo emponzoñado de literatura. Y para cualquier escritor, es sabido, la literatura siempre está en los libros de los otros, nunca (pero nunca) en los propios. Por eso, como un mantra donde se fija su tradición personal, a lo largo de las conversaciones que componen Una forma… vuelven otra vez y otra esos nombre que para Saer son la literatura y que nos suenan cada vez más lejanos y anacrónicos: Juan L. Ortiz, Macedonio, Borges, Arlt, Faulkner, Joyce, Kafka, Proust, Pavese. Nombres, para nosotros, en sepia, retratos ya irreconocibles hacinados en el álbum de una estirpe desmantelada por el tiempo. Acá entonces un primer atractivo de esta compilación: recuperar la resonancia íntima de esos autores en la formación de unos de los grandes escritores de la lengua española.

Un ejemplo: “Yo estaba enamorado de una chica que como de costumbre no estaba enamorada de mí. Volví a casa ese sábado a la mañana, después de estar con ella, en un estado de depresión y tristeza. Almorzamos y subí a mi pieza. Era un sábado lluvioso. Me senté y empecé a leer. Cuando terminé me había olvidado de todo, estaba en un estado de euforia total: salí corriendo a la calle, en el sábado de noche, a buscar con quién comentar aquello. Ahí empezó todo: Joyce, Proust, Kafka, Borges”. Así revive Saer, en una conversación con Elvio Gandolfo del 2000, su descubrimiento adolescente de Mientras agonizo, de Faulkner. “Tengo un artículo escrito que se llama ‘El mundo transfigurado’. Porque realmente fue eso: el mundo después de leerlo era otro mundo”.

Las influencias, las marcas de formación, las lecturas que siguen supurando a pesar de los años. En entrevistas o charlas públicas, en bares, hoteles o caminatas, en Rosario, en París, en Buenos Aires, sus interlocutores insisten para que Saer vuelva a las lecturas de juventud y a sus primeros combates con la escritura, especialmente en los últimos años, cuando esas cuestiones se vuelven rituales en la charla con el escritor consagrado.

Está también, y muy fuerte, y es el otro gran atractivo del libro, el Saer que define su proyecto narrativo: “Cada novela es como un fragmento que yo voy instalando en las fisuras que dejan las narraciones anteriores. Toda mi obra es una especie de móvil en el que cada pieza que se agrega modifica al resto y cada pieza funciona como una digresión”. Un Saer atrincherado en una muy personal estética (“tratar de eliminar las fronteras entre poesía y narración”) y una firme ética de la escritura (“Todo lo que tenga que ver con el mercado literario me es indiferente”), reflexiona constantemente sobre los problemas de la narración y su manera de hacerles frente. Consciente de sus medios, sus limitaciones, sus taras, sus obsesiones (“Trato de poner en evidencia la incertidumbre porque ésa es mi ideología de la percepción del mundo”), Saer, ajeno a la demagogia desganada que tiñe cada vez más nuestro sentido común literario, no deja nunca de tomar posición: “Escribo contra mucha gente que creo que bastardea, es tonta, es doble, no tiene una línea ética ni estética”.

“Creo que soy un escritor poco leído, quizás mis libros son un poco difíciles”, declara en el año 81, cuando las operaciones de la crítica que iban a transformarlo en un indeleble de la literatura argentina habían apenas comenzando. Lacónicas y dubitativas, pero también erizadas de orgullosa socarronería, esas palabras transparentan la estrategia de automarginación altanera con que Saer repudiaba las demandas de la industria cultural. Antes que un padecimiento, la falta de masividad le parecía un índice de su importancia como escritor: “cuando el público es el que manda […] el resultado no puede ser bueno”. A lo largo de los años y las charlas, es una preocupación —casi un tic— que vuelve con diferentes matices y entonaciones: el poeta contra el mercado.

No es la última, no es la menor de las seducciones de esta compilación volver a pensar a Saer con Saer y así repensarnos. Hablar de su lugar, de sus zonas, territorios o cualquier otra alusión a los espacios que construyó con sus libros, es ya un cliché insoportable de la crítica literaria. Tal vez sería preferible preguntarnos sobre cuál es la irradiación de Saer en el interior de ese estanque harto de pirañas amodorradas que es la literatura argentina actual. Contra el ansia de analfabetismo letrado que a veces nos invade, contra la invalidez estética y la ética acomodaticia, en estas conversaciones chispean —como las emanaciones de un relámpago que resiste y resistirá hundido en el fondo, en el fango, en el frío— las rigurosas exigencias artísticas asumidas por un escritor que inventó para nuestra literatura un rumbo todavía no agotado.//∆z