Por Paula Vázquez
Foto por Jorge Noro

Es 20 de febrero de 1997. Dos adolescentes bailan en un balcón de un piso veintisiete que mira sobre el barrio de Belgrano. Podríamos adivinar la hora por el olor a whisky que viene del living donde los adultos reciben amigos, más allá de las cortinas de tela pesada y las puertas de madera portuguesa. En la tele está fija la imagen de José Luis Cabezas. Suena “The unforgiven”. Es el primer novio, pero el camino de la educación sentimental es sinuoso y el primer novio no es el primer amor.

Ella tiene trece años y su habitación está tapizada con posters de Luis Miguel. Podría aducir inmadurez, pero veinte años más tarde aún escucha Luis Miguel. No tener amigos críticos de música es una ventaja, nadie la mira como si tuviera lepra. Desde siempre, a ella le gusta cortar y pegar los universos opuestos, lo oscuro, el frío y el barro, el campo abierto y cruel, con la dulce canción caribeña, los hilos de las camisas de estampados brillantes o las manos suaves sobre las cuerdas que dicen luna llena, tratar de moldear la mezcla en algo hermoso, rescatarlo del tercio al que van a parar los insumos populares, erradicar a los acólitos del consumo irónico. Tienden a la claridad las cosas oscuras, sabiduría italiana. Serrat, claro, también. Y cómo no llorar, la piel tirante, los ojos húmedos, vigilar el funcionamiento de los propios órganos, el corazón, por caso, cuando escucha soy de la quinta que vio el mundial 78, porque mamá era de la quinta que vio el mundial 78.

Mejor retroceder, nunca fue buena para seguir las consignas pero se le ocurre que hay que hablar de la adolescencia, entonces es necesario volver a 1997, al balcón, a lo que vino a partir de ese momento o a lo que tejió sentido a partir de ese momento. Como fue dicho, tuvo un novio que le hacía escuchar Metallica. Tuvo otro que le hacía escuchar Pearl Jam. Tal vez en este punto alguien comience a arrojar la primera piedra o incluso la andanada de piedras porque elige hablar de la música que esos vínculos le mostraron, de lo que los siguientes le mostraron, primero niños, luego hombres niños, más adelante acaso hombres. Pero aceptará el destino de lapidación porque de qué sirve enamorarse si no es para escuchar música nueva.

El procedimiento amoroso: quedarse con fragmentos, capturar piezas, cada cuerpo de cada hombre es una esponja de mar de la que arranca pequeños pedacitos para incorporarlos a su propio cuerpo. ¿Antropofagia? ¿Una evidente pulsión de conocimiento que no repara en servirse de objetos que respiran y acaso sueñan? ¿El simple y acuciante motor vital? Rastrear el origen de la biografía musical puede ser el equivalente a perseguir el amor en todo lo que se encuentre, la forma de un árbol, las fotos de la juventud del padre, un escritorio improvisado bajo una ventana, hombres y sus múltiples remeras de rock.

Pero, ahora, focalicemos: el pedazo de tela estampado del que quiere hablar este texto dice V8, Hermética, Almafuerte. Viven en la misma calle, más aún, la casa de él está pegada a la casa de ella, de modo tal que cuando se van a dormir podrían abrir la ventana y escuchar la televisión en la casa del otro. Podemos repasar la escena cotidiana en la buhardilla de una habitación donde también se lee el Diario en Bolivia y Rayuela en el loop perpetuo que se abre cada vez que alguien pisa los quince años. Veinte cuadras más allá, diecisiete hectáreas de predio deportivo donde cada fin de semana baja el helicóptero del ministro menemista.

En esa habitación el sol se apoya contra el límite de la puerta, el calor toma la piel, el aire mueve apenas las banderas negras con estrellas rojas que cuelgan de las vigas del techo. Entonces a ella le parece haber encontrado algo parecido al deseo o la verdad, la forma nebulosa pero también el peso definitivo de la verdad.

En las letras de Iorio se mezclan los héroes de todas las resistencias, la guitarra de un paisano que vive solo y canta sus canciones solitarias, el camino que va rumbeando el río, atraviesa los amplios llanos por llegar a ningún lugar, los descolocaditos de la revolución, tangos y tehuelches, una búsqueda de alivio frente al tormento. Algo de todo eso le resulta íntimo y penoso como un hermano que sufre.

Ricardo Iorio creció en Caseros, cuando tenía catorce años el padre juntó unos pesos y compró un camión Bedford con el que empezó a hacer reparto de papa, las cosas empezaron a andar cada vez mejor y hasta llegaron a tener un puesto en el Mercado Central. Con la papa se puede ganar mucha plata, ella lo sabía a los trece años y lo sabe ahora, su padre tiene el mismo oficio, empezó cargando bolsas y ahora campo propio, el empeño de no viajar más allá de la Patria y bajar y subir de un auto alemán siempre en alpargatas rotas, aunque nunca quiso que sus hijos siguieran el negocio. El papá de Ricardo sí, pero Ricardo quería otra cosa. La pampa es como el cielo al revés, leyó Ricardo que Atahualpa cantó en algún lado.

Años más tarde ella escribe sobre la buhardilla, sobre la huella que esas canciones y ese primer amor le dejaron en la piel. Vuelve a Almafuerte, a Hermética, a V8. Desde luego, se queda en Almafuerte. En “Unas estrofas más” Iorio canta sé que flaco es el ovillo/ de mi íntimo carretel/ me la pasé largando hilo al remontar/ estrellas de caña y papel. El padre de ella nunca fue a las reuniones ni a los eventos del colegio. Trabajaba. Desde las cuatro de la mañana, el horario de la papa. Pero un día sí. Los padres tenían que ayudar a los hijos a hacer barriletes, construirlos primero, remontarlos después. Los padres del resto no lograban poner dos maderas en cruz. El cuello de la camisa apretaba, el horario de oficina les raspaba las manos. Pero papá hizo rápido un barrilete en forma de estrella, los más difíciles, que subió al cielo como un pájaro y se quedó arriba la tarde entera. La clave, le dijo, es saber cuánto hilo largar. Una verdad como si el cuerpo de un pez oscuro se hiciera de pronto reconocible en la superficie del río, sólo para desaparecer un instante después.

Ahora le parece ver los años unos junto a otros, algunos de un material denso y pesado, otros que podrían suspenderse casi en el aire, la línea de la vida que forma una espiral hasta este momento, la adolescencia juntos, esa forma del amor, esa clase de amor, perdurable, para siempre, un pesado olor a eucaliptos, la época en la que las chicharras cantaban más fuerte y la tarde se ocultaba cuando las luciérnagas comenzaban a desprender su amarillo enfermo, papá con una carabina, los árboles cuando la luz se apaga, el golpe seco, las manos sobre las orejas que siempre llegan tarde para tapar el sonido, una perdiz o una liebre un bicho cualquiera, la sangre humeante que deja de latir, aprender lo que es un hombre: uno que mata. La verdad y la razón abren los cielos, canta Iorio. El campo ama a quien se le antoja. Y ella también. //∆z

Paula Vázquez nació en Pilar en 1984. Es abogada. Publicó el libro de cuentos La suerte de las mujeres (añosluz, 2017), premiado por el Fondo Nacional de las Artes. Su primera novela saldrá en 2019 por Ed. Mansalva. Es fundadora de Lata Peinada, la primera librería de literatura latinoamericana de Barcelona.