En su primer libro, la autora construye nueve relatos cotidianos que nunca se clausuran en su punto final.

Por Mara Laporte

“Lo que controlaba en las palabras se le escapaba por el cuerpo”. Así, con esta pincelada austera y precisa, se describe a uno de los personajes del relato que abre Nunca terminamos de conocernos (2018), el primer libro de cuentos de Silvia Itkin. Y esta, también, podría ser una de las claves de lectura de este libro: por un lado, todo lo que Itkin dice, lo escribe de un modo despojado, casi poético; por el otro, son precisamente los objetos y los cuerpos los que relatan en estas historias lo que las palabras no alcanzan a decir. Porque Nunca terminamos de conocernos es un libro y es también un ejercicio magistral de la elipsis. Es la escritura serena que se agradece, esa que discurre sin ruido aparente y sin embargo conmueve mientras va disparando sus preguntas al pecho una a una, suaves pero certeras, con silenciador.

Son nueve historias reposadas y terribles donde lo que no se dice se impone por sobre lo dicho con todo el peso del silencio. Quiénes somos los que nunca terminamos de conocernos es la primera pregunta que quizás se abra, ya desde el título. ¿Estamos hablando de no conocernos a nosotros mismos, de un “nos” reflexivo que nos habla de la imposibilidad ontológica de saber quiénes somos? ¿O es un “nos” recíproco que nos pone frente a ese otro que nunca acabamos de descifrar? Quizás se trate de ambos. Porque si algo queda claro mientras se recorren los nueve relatos que conforman este libro es el modo en el que construimos y reconstruimos nuestra historia a partir de nuestros vínculos.

A la manera de Alice Munro, los relatos de Itkin nos instalan en esa cotidianeidad en la que los personajes transitan y se relacionan desde la herida, esa que parece llevar tiempo supurando y de pronto queda abierta, sin preaviso. Entre el tiempo que no retrocede y la memoria que siempre vuelve, por ese espacio casi onírico que enseguida se torna borde, se desplazan, tambalean, se mantienen con precario equilibrio de funambulista, y a veces caen.

Los nueve cuentos de Nunca terminamos de conocernos son relatos que surgen como chispazos, in media res, que se despliegan como recortes de vida, y así como arrancan acaban, en el medio de una historia, sin final conclusivo. Itkin nos hace un guiño y nos reclama cómplices, nos suelta en el centro del relato, y lo que había antes y lo que vendrá después nos toca imaginarlo a nosotros, en tanto lectores, en ese regusto que se instala al final de cada texto: no hay relato, en este libro, que se clausure en su punto final.

“Me gusta buscar el detalle”, explica la autora, “me importa más el registro de un clima, del modo que las personas se relacionan, más que pensar en un argumento, en una trama cerrada”. Y este es un elemento, el detalle, que Itkin trabaja de manera casi artesanal, con una efectividad admirable en la construcción del clima. Así, un poco en la línea de Flannery O’Connor, los cuentos de Itkin muestran más de lo que dicen y las emociones discurren sólidas, encarnadas en lo tangible. Contenido y forma comulgan (¿qué más se les puede pedir a los buenos relatos?), y así es como el recurso retórico de la comparación en la construcción de las atmósferas se va imponiendo con maestría, como las que, por ejemplo, utiliza para referirse al transcurso del tiempo, que sorprenden en ese segundo término comparativo siempre sensorial y doméstico: “Todo transcurre alrededor con el tiempo laxo, distendido, resbaloso como la cubierta de una torta en tonos pastel” o “El tiempo me cayó encima como un placar desbordado”. Los cuentos de este libro hablan del tiempo y los vínculos, de todos los matices del amor, de la soledad, la muerte, la enajenación, casi siempre, de la huida. De la posibilidad balsámica del escape como forma de resistir la vida. Muchos de los personajes del libro de alguna manera están huyendo: huye la hermana huérfana de todo, con habilidad de rabdomante, en “Aguas subterráneas”, el relato que abre el libro; huye hacia la locura Renzo, el “animal acechado por una herida invisible y poderosa” que protagoniza ese “Todos los días se parecen” tan cercano que lastima; huye y cruza la línea la chica de “Los pisaditos de espíritu”, buscando en cualquier parte “algo que se manifieste de la forma que sea y para ser consumido de cualquier manera”; huyen y aman como pueden las hermanas de “Me cuesta creer que te pueda pasar algo triste”, que solo quieren irse a pensar a otro lugar. Se encierran, se drogan, se lanzan a la ruta y se pierden, fabulan historias ajenas como si fueran propias, se reafirman en sus manías, se entusiasman a ráfagas cuando menos se lo espera. Y así, mientras entretejen sus vínculos en lo cotidiano, a los personajes de este libro todo les sucede hondo, y sus conflictos estallan o se intuyen como los nudos en el reverso del tapiz. //∆z

Nunca terminamos de conocernos, de Silvia Itkin

Ediciones La Parte Maldita, 2018.

118 páginas.