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Por momentos vestida de cuento de hadas y por otros de una crítica al utilitarismo del aparato militar norteamericano durante la Guerra Fría, La Forma del Agua contiene la premisa fundamental de numerosas fábulas: lo que importa es lo que está en el interior. Una buena cosecha en la temporada de premios para una historia de amor poco convencional en un mundo bipolar.

Por Iván Piroso Soler

El agua toma la forma de las superficies que recorre. Adopta distintos estados. Es ella la que se adapta. De eso es lo que habla el director Guillermo del Toro en su nueva obra, la décima de su filmografía. Es la historia de Elisa Esposito (interpretada por una superlativa Sally Hawkins), la encargada de limpieza de un laboratorio militar en el Baltimore de los sesenta que se encuentra con algo que la inquieta. En un tanque permanece capturado un anfibio antromórfico que el ejército norteamericano secuestró de las profundidades del Amazonas brasileño. Elisa comparte su ansiedad con Zelda (Octavia Spencer), una compañera de trabajo que es discriminada por sus superiores por ser afroamericana, y con Giles (Richard Jenkins), un vecino que dibuja y está enamorado del vendedor de dulces  de su barrio.

Hablar de Guillermo del Toro es hablar de un director que se diferencia de otros realizadores mexicanos que también juegan en terreno hollywoodense. Entre otras cosas, se aparta de Alfonso Cuarón o Alejandro González Iñárritu porque siempre optó por el género estrictamente fantástico. Es cierto, Cuarón también emprendió este camino en la que quizás sea una de las obras que más puedan adueñarse del término como es Harry Potter en su tercera entrega (El prisionero de Azkaban). Pero, aunque podamos discutirlo, no es por lo que más se lo reconoce. Del Toro asume su referencia como realizador entrenado en este tipo de historias, aquellas en las que el mundo real se mezcla con lo inhóspito y lo simbólico, lo que juega en los bordes de lo conocido.

Nada le resulta fácil a la joven Elisa. Después de quedar muda por un evento traumático en su niñez, debe enfrentar la frialdad con la que se maneja el aparato militar estadounidense frente a la amenaza comunista, que tiñe de odio y paranoia el ambiente. El anhelo de dominación queda reforzado por una subjetividad que encuentra en el modo de vida consumista y racista el pilar de buena parte de la sociedad. Y esto lo encarna el General Frank Hoyt (Nick Searcy), un veterano de la Guerra de Corea que es el encargado de investigar al anfibio. El maniqueísmo que adopta del Toro, propio de este tipo de fábulas, se establece con la inocencia y la fragilidad de Elisa frente a la crueldad de Hoyt. Pero eso mismo que haría flaquear a otro tipo de obras de este estilo es lo que se transforma en una fortaleza en este relato, que, aunque por momentos parece edulcorado, no ahorra en la sinceridad de su propuesta.

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El objetivo de la cúpula militar es claro: la carrera espacial la van ganando los soviéticos y, para ponerse a tono, el anfibio con forma humana es ideal para probar alternativas antes de mandar a una persona a la estratósfera. Elisa no puede permitirlo. La criatura capturada, con quien se comunica a través de señas, es el único ser que la aceptó desde un principio tal como es. Junto a su vecino Giles y Robert Hoffstetler (Michael Stuhlbarg), un científico que se niega a adoptar métodos crueles en la investigación, Elisa toma la decisión de liberarlo.

En un mundo bipolar, donde la paranoia está a la orden del día, del Toro es claro en lo que plantea: cuando la sociedad se conforma detrás de los ideales de la competencia y la codicia, cualquier agente externo puede romper ese frágil equilibrio. La protagonista y sus cercanos son outsiders. Giles es un hombre maduro y solitario que encuentra el amor en un racista y homofóbico. Zelda es una trabajadora de limpieza que no encuentra más que la discriminación por parte de sus empleadores, y el primer encuentro amoroso que tiene en su vida es con un ser desterrado y destinado a morir. Toda esta alquimia, propia del realismo mágico que del Toro ya adoptó en El Laberinto del Fauno, lo lleva al director a lograr conmover a un público que, aunque sabe en todo momento hacia donde se dirige la historia, no puede dejar de fascinarse con un relato que no pierde la frescura en ningún momento.

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La narración no teme en mantenerse por la senda correcta. En La Forma del Agua cada elemento está perfectamente colocado. La cinematografía, a cargo de Dan Laustsen, es clásica, con robustos travellings que presentan a la suntuosa decoración comandada por Jeffrey Melvin y Shane Vieau, todo bajo la musicalización de las notas de Alexandre Desplat. No hay riesgos por correr en la película, del Toro va a lo seguro y en ningún momento hay desbordes cuando se trata de un cuento de hadas. Y, quizá lo mejor, en estos momentos en el que el otro corre tanto peligro, lo mejor que nos queda es soñar. //∆z