La autobiografía de James Rhodes es un paseo por la vida contrariada del artista, que no escatima en detalles sobre abuso, internaciones psiquiátricas y uso de drogas, y un intento de salvar a la música clásica mediante el hype.

Por Sebastián Rodríguez Mora

El arte es, qué duda cabe, un medio de redención y cura. Frente a la passio de su tránsito vital, es casi inevitable encontrar en las biografías de grandes, medianos y pequeños protagonistas de la cultura, vínculos entre el trauma y su obra. En palabras más simples, los artistas consagrados con una vida normal se cuentan con los dedos de la mano y permítanme desconfiar. El género biográfico se forma, huelga decirlo, de la exaltación sistemática de las vidas extraordinarias; cómo el biografista decide ordenar, adjetivar y exponer la serie de lo vivido por otro o por sí mismo, pertenece al ámbito de lo narrativo. Y no hace falta forzar mucho el mecanismo para afirmar que las decisiones del narrador construyen siempre y necesariamente una ficción. Entonces, no hay relato que no diverja de lo Real –y aquí usamos mayúsculas para incluir todas las nociones que eso implicara ante los ojos del lector.

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James Rhodes es, en la actualidad, uno de los pianistas de música clásica más reconocidos en el mundo, de esos que el hombre de a pie y Spotify en los auriculares quizás ubique, junto a figuras como el chino Lang Lang, y los argentinos Marta Argerich –sobre quien su propia hija hizo un documental fulminante– y Daniel Baremboim. En todos estos casos, se trata de artistas que han cruzado a fuerza de televisión y decisiones de política cultural la gruesa pared del ghetto de la clásica, la cual ha sido construida por millares de ladrillos de firme conocimiento por absorber. Compositores, músicos, críticos, historiadores: la música clásica o académica es un mundo aparte al que se accede, en línea con la metáfora anterior, por una especie de ósmosis mutua, en que el sistema-mundo de esa música chequea los saberes que el oyente absorbe manoseando con paciencia y estoicismo cada uno de los ladrillos de la citada pared. En Un tiempo de rupturas, dice Eric Hobsbawm: “La música clásica vive, en lo esencial, de un repertorio muerto (…) Debemos añadir que el público potencial de estas representaciones –que aun en una ciudad de más de un millón de habitantes cuenta, en el mejor de los casos, con veinte mil señoras y señores de avanzada edad- apenas se renueva. No durará indefinidamente. De hecho, mientras el repertorio siga congelado en el tiempo, ni tan siquiera los nutridos públicos nuevos de oyentes indirectos de música podrán rescatar el negocio de la música clásica.” Gran amante del género y tal vez sabedor de que su status vital estaba más cerca del arpa que de la guitarra, Hobsbawm parece soltar acá un guantazo de desafío a esa industria musical. ¿Cómo se sostiene un estilo que demanda tanto de su público, el cual además se encuentra bombardeado por otros sonidos muchísimo más procesables dada su sencillez y efectividad cuando se los compara? Bueno, allí el motivo principal de Instrumental: quememos las naves, agitemos para que nos presten atención.

Pocas cosas son más difíciles de componer que una autobiografía. Aunque si lo pensamos un poco, se trataría de algo muy simple: siéntese, recuerde, escriba todo lo que se le viene a la cabeza. Pero claro, el mercado editorial muy probablemente no se interese mucho por lo que usted tiene para contar(se). El editor le diría que apriete un poco las clavijas, que no sugiera tanto, que a la gente le gustan esos detalles que se está ahorrando por respeto y vergüenza, que tome este proyecto como algo liberador, como la conjuración de los fantasmas del pasado, porque si lo movemos bien esto va a ser un hit, le hacemos un diseño de tapa atractivo, instagrameable, con su retrato, obvio, algo cuidado desde ya, tampoco la idea es vender carne podrida, pero sea usted mismo, suéltese, escriba todas las puteadas que tenga adentro. Hable del piano, de Bach. “Bach me salvó la vida”, me gusta eso, es bien ganchero, nos va a ir bárbaro.

Algo similar parece ser el plan literario de James Rhodes: contar aparentemente todo lo que lo trajo hasta su presente de giras internacionales y ventas propias de una estrella pop. Para usar un término bien técnico, una vida de mierda. Hijo de una acomodada familia británica, durante su escuela primaria fue abusado sexualmente por un profesor, lo cual derivó en un sinfín de psicopatologías graves para el adolescente y joven adulto James. Su vida es un desastre de internaciones psiquiátricas, prostitución precoz, autolesiones con cuchillas, drogas duras, intentos de suicidio; todo relatado en un estilo tembloroso y maníaco hasta el más miserable detalle. Es también el valiente relato de qué implica el abuso sexual para un humano, una denuncia que conforma el rasgo más sorprendente y necesario del libro, en vistas de la agenda inexorable que la sociedad debe exigir al Estado. Rhodes se presenta como un sobreviviente: “Guerra es la mejor palabra con que describir la vida cotidiana del superviviente de una violación. Hay amenazas por todas partes, jamás te podés relajar, agarrás todo lo que podés, siempre que podés, porque te da muchísimo miedo que no esté disponible al día siguiente: comida, sexo, atención, dinero, drogas. Y seguís funcionando a base de una mezcla de adrenalina y pavor. Los principios morales se van volando, las convenciones dejan de existir; sobrevivirás a cualquier precio, caiga quien caiga” [la traducción fue rioplatenizada porque la edición de Blackie Books viene en un español peninsular tiránico].

RHODES

Sin embargo, a Rhodes tanta redención no le alcanza, porque la venta del libro asegura que se habla de música. Así, Instrumental quiere salvar la música clásica de su desfinanciamiento mediante el hype. Los últimos años de globalización han visto resurgir y ponerse de moda a muchas industrias que se estaban viniendo abajo: el vino (¿cómo es que hablamos de terroirs y tiempos de guarda?), la cerveza (¿cebada, lúpulo, malta, trigo?), el café (Colombia, Kenia, Brasil, blends) el deporte (ser sano es sexy), la fotografía, el jazz, los habanos, el periodismo, el porro, la cocina gourmet, etcétera. Donde hay una necesidad hay un derecho, y donde hay una declinación de ganancias hay un gurú del marketing estratégico. Leemos a Rhodes: “En la música clásica hay un montón de problemas, complicaciones y dificultades. Como género parece haberse convertido en el equivalente musical de hacerte una paja llorando por la vergüenza que te da aquello con lo que estás fantaseando. La música clásica debe dejar de pedir perdón por lo que es. Hay que identificar y aceptar los problemas, como en un proceso de desintoxicación”. Teniendo también en cuenta que el pianista abre su libro con la frase “La música clásica me pone al palo”, podemos volver al comienzo: el arte es un medio de redención y cura, sí, pero ahora se trata de una cura a la terrible enfermedad de la declinación de alguna industria. La trayectoria vital de Rhodes, en su relato, parece iluminarse cuando triunfa con la música, esto es, cuando logra contratos espectaculares y sus discos de interpretaciones de Bach, Beethoven, Chopin y otros son integrados a las bandejas de venta donde está el rock. Porque el objetivo está en la posibilidad de la competencia. Arriesguemos: Rhodes (y su expertise en supervivencia) será el abanderado de la supervivencia de la música clásica, a la que a todas luces la evolución de la música popular se viene cogiendo, contra su voluntad virginal y conservadora, desde hace al menos sesenta años. Rhodes prologa cada capítulo con recomendaciones para acompañar la lectura de una obra en particular: el aria de las Variaciones Goldberg de Bach interpretada por Glenn Gould, el Trío para Piano de Ravel, la Danza Macabra de Liszt. Cada recomendación incluye un repaso por la biografía de los compositores y ejecutantes; todos son individuos excepcionales y profundamente trastornados. La jugada maestra de Rhodes en Instrumental es doble, porque al tiempo que se equipara con un descaro astronómico a estos personajes, induce al lector a escuchar y/o conocer un repertorio musical. Rhodes construye consumidores, los educa ya no desde el sobeo a la pared del ghetto académico sino mediante la emoción y la empatía, asociando sonidos a sentimientos. Ahí está el centro del triunfo editorial, industrial y personal para el autor.

¿Se salvará la música clásica en el siglo XXI? ¿Negociará los términos de su rendición o se arrojará a las llamas del más absoluto desinterés social? ¿Los espacios como el Teatro Colón, por ejemplo, identificarán por fin a qué periférico y mestizo país pertenecen, gracias a los próximos James Rhodes nac&pop que veremos llegar con los años? Ojalá, porque todo mundo olvidado es un mundo desconocido, y la exploración de los confines es la vocación humana por excelencia.//z

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