Una multitud récord colmó el Hipódromo de Tandil para un nuevo show del Indio Solari. Una mirada etnográfica, participante y contaminada de la ceremonia del sábado pasado.

Por Pablo Diaz Marenghi

Los usos y costumbres se imprimen en los cuerpos. La cultura, como una red de significaciones, enreda a sus integrantes. Estos las crean y, también, las hacen propias. Los ritos acompañan a los miembros de un grupo y son identificables a la distancia. ¿Se podría afirmar que los seguidores de Carlos Solari, en su mayoría también seguidores de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, conforman una cultura propia? Si nos guiamos por lo identificable de sus ceremonias, la respuesta nos estalla adelante de los ojos. Quien escribe pudo observarlo de manera directa, cual etnógrafo al más fiel estilo de Bronislaw Malinowski inserto en las Islas Trobiand. El humo, el barro, las botellas vacías y el chorizo recalentado se fundían en una sola sombra que envolvía a Tandil bajo el perfume de aquella tempestad.

¿Cuáles serían estas señales, identificables, dentro del público del Indio? Malinowski, en sus trabajos antropológicos, afirmaba que “cada costumbre existe para cumplir un propósito, así todas las costumbres tienen un significado”. Uno veía la confraternidad en los seguidores redonditos que compartían hielo para refrescar sus fernets armados en botellas de plástico cortadas. Una marca registrada. Al mismo tiempo, uno también podía experimentarlo y dejarse llevar en un torrente de emotividad contagioso: por fin un virus benigno. Era algo normal y esperable el ponerse a conversar de cualquier cosa con cualquiera, amenizando la espera. Algunos, comenzaron la previa desde bien temprano, casi al amanecer, luego de llegar a la ciudad del sur de Buenos Aires por distintos mecanismos. Las melodías redondas musicalizaban cada rincón. La higiene escaseaba y el hedor de los cuerpos carnavalescos espantaría a algunos asistentes refinados. Otros, pese a esto, sabían camuflarse y disfrutar del exceso dionisíaco. Los signos y las retóricas que configuraban el modo de actuar de las hordas ricoteras estaban en todas partes.

La magia, como en todo ritual, está presente. El ponerse a cantar sin razón. El agitar los brazos como un barrabrava en un paravalanchas, pero en el medio de la calle. También aparece el color. Las banderas, los grafittis, el arte callejero, las pintadas, los tatuajes. Las imágenes implosionan y generan madejas de discursos que se complementan con frases ploteadas en parabrisas de autos recalentados. El humo de marihuana y carne asada lo confunde todo. Un aura etílica alivia el ansia de estos pajaritos, bravos muchachitos. A eso de las 21.30 la masa se detiene y se reinicia: muchos empiezan a correr. Los primeros acordes de “Nuestro amo juega al esclavo” sirven como paráfrasis del presente argentino: “Nuestro amo juega al esclavo / de esta tierra que es una herida / que se abre todos los días / a pura muerte, a todo gramo. / Violencia es mentir”. La canción nos cuenta de una Argentina militarizada, tergiversada, violenta y endeudada. La historia, como decía Karl Marx, se repite primero como tragedia y luego como una farsa.

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El tsunami de canciones se desata durante casi tres horas. Solari confirma lo que muchos temían: su enfermedad era real. Mr. Parkinson había hecho nido en su almohada. Sin embargo, seguiría dando batalla a través de lo que mejor sabe hacer: melodías que satisfacen el paladar popular. Esto abre otra puerta, nuevamente ajustando el foco en el modo antropológico. Carlos Solari está lejos de ser una muestra de las clases populares argentinas. No es un Pablo Lescano. No nació en una villa. Hasta incluso se podría decir que en su actual presente estás más cerca de una aristocracia sin sangre azul, con un estilo de vida que se balancea ente lo excéntrico, lo misántropo y lo lujoso. Sin embargo, supo representar, contener y exhortar a las clases populares como quizás ningún otro exponente rockero local supo hacerlo. Prueba de esto son los cientos de miles de personas que lo acompañan en cada show que brinda. Sus trayectorias, sus estigmas, sus esquemas corporales y sus ritos avalan que Los Redonditos y Solari han impactado de manera emotiva en las clases subalternas, más allá de si todo el mundo entiende o no el significado de sus letras. Como canta Solari en “Ciudad Baigón”, cual animador de este circo del infierno: “Mirá las almas a tu alrededor / mirá el amor que está a tu costado / Muchos infiernos, diversos, vi y sin embargo yo aquí paseo /  voy apilando puteadas y sigo ofreciendo mis gentilezas”.