En Dolor y gloria, su última película, el director español cuenta la historia de un cineasta achacado por el paso del tiempo, en la que es quizás su obra más autobiográfica.

Por Ignacio Barragan

El primer cuadro que se nos presenta en Dolor y gloria (2019) es el de un Antonio Banderas sumergido en la quietud del fondo de su pileta. La imagen parece remitir a una pintura de David Hockney llamada “Portrait of an Artist (Pool with Two Figures)”, donde se distingue a una persona que mira a un nadador en una piscina. En este caso, el observador es la cámara y el hombre en el agua es el protagonista, un director de cine aquejado por los dolores y la fama. Ambos retratos reúnen dos temáticas centrales en la obra de estos artistas: el pop y la melancolía. Una vez superada esta escena es imposible no recordar a Gael García Bernal aguantando la respiración bajo el agua en La mala educación (2004).

Antonio Banderas es Salvador Mallo, un alter ego del propio Pedro Almodovar. La última película del director manchego es probablemente la obra más autorreferencial de su filmografía. Si bien uno puede sugerir que Volver (2006), Todo sobre mi madre (1999) y La mala educación son filmes con alto contenido biográfico, es Dolor y Gloria el punto que aglutina a toda una historia de vida antes vislumbrada a retazos y pinceladas. Almodóvar se responsabiliza de su persona/personaje y realiza lo que se llama una autoficción, un relato donde rinde cuentas con su pasado y lo matiza con ciertas fantasías. La historia de un hombre que no puede escribir debido a sus dolencias físicas es probablemente la historia de Almodóvar de estos últimos años, aunque no lo sabemos y tampoco importa. Lo que sí es digno de subrayar es la emoción y ternura con las que está hecho este relato.

Hay ciertos tópicos recurrentes en la filmografía del director español que se vuelven a repetir en Dolor y gloria, y que forman parte de un arco introspectivo al que siempre se vuelve cada vez que se relata la vida de uno de sus personajes: la infancia, la madre, los amores fracasados y el dolor. Por un lado la película está plagada de (¿falsos?) flashbacks que remiten al pasado, en el que volvemos a ver a los curas e infantes de La mala educación. En esos recuerdos también está la madre, figura central no solo en la obra sino también en la vida de Almodóvar. Penélope Cruz, que la interpreta, lo hace tan bien como en Todo sobre mi madre o Volver. La versatilidad con la cual encarna a aquellas mujeres del franquismo es acogedora. La figura paterna prácticamente no aparece, y si lo hace es bajo un manto de fracaso y alcoholismo.

Después están los amores fracasados. No hay una sola película del español que no contenga la historia de una relación trunca. Esta vez está personificada en la figura de un argentino ex heroinómano interpretado por Leonardo Sbaraglia, que vuelve después de años de separación. Es notable cómo Almodóvar se hace cargo del melodrama que está haciendo y lo lleva hasta sus últimas consecuencias: aquella instancia de la pérdida absoluta del ser amado. Por último, lo central es el dolor y sus formas de evitarlo. El consumo excesivo de drogas en la filmografía de Almodóvar no responde tanto a un cliché simpático de la década del ochenta sino más bien a una manera de escapar del sufrimiento y el tedio. Lo que en Entre tinieblas (1983) es cocaína y porros, en Dolor y gloria es Rivotril y Alplax. El consumo de heroína se justifica cuando se tiene un dolor de espalda.

Mención aparte se merece la relación que tiene Salvador Mella con Alberto Crespo (Asier Etxeandia), un actor con el que no trabaja desde hace años debido a una pelea que tuvieron después del estreno de su película Sabor. Nuevamente, no importa quién es el actor en la vida real, y esto recuerda a la línea de Alicia en La flor de mi secreto (1995): “La realidad debería estar prohibida”. Lo más probable es que sea un conjunto de todos ellos, o ninguno en particular. De todas maneras, uno puede sugerir ciertas aproximaciones. Eusebio Poncela no volvió a trabajar nunca más con Almodóvar después de La ley del deseo (1987), película en la que casualmente interpreta a un director de cine. El conocimiento público de su consumo de heroína también aporta ciertas pistas al respecto.

Dolor y gloria es un encuentro con el pasado que se atraviesa con un nudo en la garganta. Reencontrarse con Antonio Banderas, Penélope Cruz e inclusive con Julia Serrano en la piel de personajes almodovarianos, bajo el halo musical de Alberto Iglesias, es único. Como dice el famoso tema de Gardel y Lepera: “siempre se vuelve al primer amor”. Y Pedro Almodóvar caló hondo en el corazón de todo espectador: siempre se volverá a él. //∆z