Las dos caras de Christoph Waltz, el Norte contra el Sur y el eslcavismo: un par de conceptos para reflexionar después de ver este peliculón.

Por Sebastián Rodríguez Mora

En los últimos días se dijo bastante acerca de “Django Sin Cadenas”. Bombardeo publicitario de por medio, el nuevo largometraje de Tarantino mereció los adjetivos que ya sería más preciso atribuirle a él como guionista: ultraviolenta, sádica, incoherente, fantasiosa, épica. Como en “Bastardos Sin Gloria”, la cuestión de hacer volar por los aires la historia -y con ella a Hitler, por ejemplo- es algo que se le permite del mismo modo que se le permite a un nene chiquito hacerse pis encima si está aprendiendo a controlar los esfínteres. Los saltos inverosímiles de la trama, donde lo hasta recién imposible se hace posible, también es de esas cosas que se aceptan, que se auto legitiman para el espectador y el crítico, aunque sea estrictamente al interior de la cosmovisión Quentin. Se dijo que, dentro de esta estructura, “Django…” no es de las mejores, al menos no tanto como sus últimos dos hits, “Bastardos…” y “Kill Bill” vol. I y II.

Pero acá eso no es lo que nos importa, porque nos vamos a quedar con algunos objetos mayores o menores que sí nos interesan. En casi tres horas intensas, está llena de detalles, de arreglos y contrapuntos que la hacen sino inolvidable -porque todo se termina relativizando en el cine- una grandísima película.

¿A nadie le sonó extraña esa afirmación de que el doctor King Schultz es un coronel Hans Landa “pero bueno”? De hecho, salí del cine con quienes fui a verla diciendo eso. Por suerte sacar entradas de nuevo me dio la pauta de que este personaje interpretado por el enorme Christoph Waltz, el nuevo fetiche del director, en realidad es bastante más complejo y se presta a otros análisis.

La idea es la siguiente: Schultz y Landa son la misma persona. O al menos representan las dos caras de una misma figura, que surge como producto perverso de un mundo al que no sabemos cómo, pero llegamos para quedarnos. En principio, parecería sobrepasarse en comparación, porque ¿cómo acercar a ese Reinhard Heydrich cuatrilingüe al justiciero-abolicionista-educador-gentleman alemán, más que por el hecho de ser el mismo actor? Bueno, partamos del simple hecho de que ambos practican la violencia estatal, como dispositivos de éste. Ambos son ciegos operadores, artefactos perfectos (y hasta estéticos, podría arriesgarse) de justicia, provistos de toda la garantía moral necesaria. Hans Landa usa como deadly weapon la palabra: obliga al leñador, sin más que una exagerada pipa en la mano, a hacerse entregador de judíos en una escena escalofriante. El benévolo Schultz es el maestro del disfraz sin disfraz: la mentira, la puesta en escena y la ficción van acumulándose para acceder a la verdadera faz de los acusados -y dada su mortíera eficacia, sentenciados. Son, cada uno desde su contexto, “sanadores” sociales: Hans Landa se vuelve aborrecible desde la primera escena por representar en él todo el plan nazi del antisemitismo, pero sin embargo es el personaje que más nos resuena. En “Django…”, más allá del heroísmo y el símbolo black power de Jamie Foxx, es el cazarrecompensas el que absorbe la atención del espectador con la teatralidad de cada asesinato y su posterior justificación, ridículamente precisa y tipografiada.

El quiebre en nuestra valoración de ambos Christoph Waltz llega con el ineludible hecho de que Schultz es un hombre civilizado, un verdadero instrumento de justicia e igualdad, mientras que el coronel Landa es el Mal, así con mayúsculas. Pero, ¿Por qué no tener también en cuenta lo perverso de, por ejemplo, que este doctor pase de sacar muelas podridas a erradicar las caries sociales a escopetazos de un país al borde del estallido de su Guerra Civil? Tarantino aquí recupera magistralmente esa noción clásica del crimen como virus, a la cual se debe combatir a sangre y fuego. En Schultz se acumula, al menos hasta que llegan a las tierras de Monsieur Candie, el destacado papel de Leo Di Caprio, toda la violencia legalmente permitida. Él es quien mata y sólo por orden del Estado, nadie más puede hacerlo. Es al entrar en Candyland donde la película se dinamiza, porque allí dentro pareciera estar todo el Sur estadounidense acumulado, esos estados profundos y siniestros, retrasados. Aquí aparece otra de las muletillas del director: la peor violencia surge en el mayor respeto y civilidad. El trato ridículamente cordial y la racionalidad con que se negocia el precio de Broomhilda (Kerry Washington) -la esposa esclava de Django, un flash de intertextualidad perfecto, para que la historia no sólo sea una venganza, sino también la gesta heroica de un Sigfried afroamericano- destapa la olla a presión del odio entre Norte y Sur, que acaba en una lluvia de sangre. En el medio, como nexo necesario de esa sociedad esclavista, está el rol de Stephen, el viejo esclavo interpretado por Samuel L. Jackson. Cargado de toda la idiosincrasia de sus dueños blancos, hace esa misma pregunta que tanto resonó en EEUU durante la campaña de Obama para la primera presidencia, allá por 2006: “¿A nigger in the Big House?”. Sobre él, a fin de cuentas, es sobre quien cae la venganza de Django, sobre lo que el esclavo capataz de esclavos significa.

Para el final, vuelvo a reírme mucho con la escena del Ku Klux Klan. Después de ese cameo a “The Birth of a Nation”, el histórico film de D. W. Griffith, con la cabalgada salvaje de los encapuchados, todo el inocente diálogo –porque no hay otra manera de llamarlo- que sigue entre los personajes no es más que la burla desatada de Tarantino. Tal vez sea el pasaje más transparente de la película además de ser probablemente el más hilarante sin sadismo. La estupidez en toda su expresión para desnudar el origen de tanto fanatismo absurdo.

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