Presentamos un cuento de Terapia de grupo (2016), libro del escritor peruano Dany Salvatierra, editado por Das Kapital. 

La tarde en que iban a ir al zoológico, Rosario recordó que se había olvidado de sacar a su madre del congelador. La madre se había quedado traspuesta después del almuerzo, sentada en la silla de ruedas, con la cabeza inclinada sobre los restos del guiso, emitiendo un concierto de ronquidos. Cuando la punta de su nariz tocó el plato, despertó ahogándose en el ardor que la cocinaba en carne viva desde el día del incendio. Rosario le colocó cubos de hielo sobre la espalda, la envolvió en una túnica delgada y la condujo con prisa hacia la carnicería. Era el único establecimiento que contaba con una cámara frigorífica lo suficientemente espaciosa como para albergar a la madre adentro, con silla y todo. Allí la dejaba, rodeada de piernas de jamón e hileras de reces pendiendo del techo. La madre podía permanecer encerrada como máximo una hora, hasta apaciguar el ardor de sus úlceras, pues corría el riesgo de contraer una pulmonía o de morir sofocada por la pestilencia.

De pronto, el reloj de péndulo marcó uno, dos, tres acordes que hicieron vibrar los adornos del aparador y sacaron a Rosario de sus pensamientos. Se incorporó despacio, acomodándose los pliegues del vestido. Guardaba desde siempre la esperanza de encontrar a su madre cristalizada, inmóvil como una estatua nórdica. Aquel sería el único modo de permanecer a salvo de su voluntad, de sus mandatos, de su temperamento de hierro, y, sin embargo, el milagro jamás ocurría. El carnicero la sacaba a golpe de cronómetro, casi desfallecida, colocándola junto al mostrador como un objeto más. En esos casos era peor, porque la madre la esperaba con la mirada turbia, adivinando sus propósitos, blandiendo amenazadoramente el bastón que escondía bajo su regazo. Al regresar a casa, la perseguía en la silla de ruedas por los rincones, repartiendo tanto improperios como bastonazos,  con una puntería insólita para su edad. Por eso era preferible recogerla al cabo de una hora, y, además, el carnicero le cobraba un recargo adicional por cualquier retraso. Una vez Rosario concibió la estrategia de distraerlo. Lo llamó por teléfono y le encargó un pedido colosal, calculando que tardase lo suficiente como para olvidarse por completo de la madre. Incluso había llegado a fantasear con la idea de que, al encontrarla tiesa, terminara dividiéndola en filetes, poniéndola a la venta entre su propia mercancía. El plan no resultó. Al cabo de dos horas encontraron a la madre aullando como un becerro, mordisqueando un ala de pollo a medio terminar.

Rosario se echó un chal en los hombros y se alejó corriendo por la calzada, olvidando la puerta abierta. Pasó sin detenerse junto a las macetas de flores secas, y no le importó que fueran a marchitarse. Todo esfuerzo era inútil: tarde o temprano habrían de consumirse en sus propios tallos, como el resto de flores de la casa. Eso sucedía desde que el cuerpo de la madre empezó a despedir un olor intenso a chamusquina. Sus vapores absorbían la fragancia de los pétalos, dejándolos pálidos cual pergaminos. En la calle hacía algo de viento, aunque Rosario no había tenido tiempo de recogerse el cabello y sus hebras grises oscilaron, liberadas, golpeándole suavemente la espalda y la nuca, mientras sus pies avanzaban con ligereza.

Al llegar a la carnicería, halló a la madre tiritando de frío y de rabia, con un jamón crudo sobre su regazo, balbuceando algo incomprensible. El dueño del negocio amenazó con cobrarle todo lo que se comía cada vez que se atrasaba en recogerla. Rosario se limitó a guardar silencio, asintió con la cabeza y empujó la silla de ruedas con dirección hacia la calle. Durante el camino de retorno, la madre devoró el jamón en un par de bocados.

—La carne cruda hace daño —afirmó Rosario.

—El frío me abre el apetito —contestó la madre.

Era una tarde gris de otoño. Las hojas caídas de los árboles crepitaban debajo de las ruedas, como si estuviesen aplastando cucarachas.

—¿Por qué te demoraste? —quiso saber la madre.

—Me entretuve con las plantas.

—Tú nunca estás en lo que estás.

Llegaron pronto al chalet casi desierto, con las paredes ennegrecidas por el humo. Las llamas habían pulverizado el jardín delantero, del cual solo quedaban las cenizas. Rosario cargó a la madre en brazos y atravesó los escalones del porche, uno por uno, sintiendo un millón de agujas introduciéndose a mitad de sus vértebras. Había que andarse con cuidado, la madera estaba carcomida y uno nunca sabía si se pisaba en seguro o si se iba de largo hasta los cimientos.

—¿Por qué has dejado la puerta abierta? —preguntó la madre.

—Da igual. No nos queda nada de valor.

—¿No será porque quieres que entre alguien?

Rosario decidió ignorar las preguntas de la madre y la depositó en la mecedora. Después del incendio, la madre fue incapaz de volver a ponerse en pie, o al menos era eso lo que aseguraba. Allí se mecía, esperando a que Rosario acabara de subir con la silla a cuestas y le preparara el aseo.

—No te olvides que hoy prometiste llevarme al zoológico —dijo la madre.

—¿Cómo voy a olvidarme? —suspiró Rosario.

—Tú nunca estás en lo que estás.

Rosario la sentó en el inodoro, la desnudó y le frotó el cuerpo con pañitos perfumados, al tiempo que la escuchaba descargar el estómago, sus óbolos nauseabundos chapaleando al  fondo del agua como si tuviesen vida propia. Cada vez que recorría aquel rostro consumido, la oreja derecha convertida en un muñón, los labios inexistentes y la nariz carbonizada, recordaba el momento en que ella misma le prendió fuego a la casa. Por esa época también había pensado en deshacerse de la madre. Fue durante un arranque de histeria, al cabo de una pelea de dos días. Llegaron a aventarse la vajilla entera de porcelana, las copas, los jarrones y hasta las verduras, sin imaginarse que el incendio acabaría por empeorar las cosas. La madre se había pasado la vida ahuyentándole los pretendientes, asomándose por la ventana cada vez que se abandonaba a las caricias de alguno de ellos, entrando al dormitorio a mitad de la pasión. Ingresaba a viva voz, cantándoles salmos inventados y esparciéndoles incienso desde una pequeña cacerola, mientras los veía huir despavoridos y los salpicaba con agua que según ella estaba bendecida por el obispo.

Al llegar a la madurez, Rosario contempló la posibilidad de escapar al yugo inapelable de la madre. La oportunidad había llegado finalmente durante esa última pelea. Cuando terminó de gritar, se llevó las manos a los cabellos, enloquecida, y encendió un fósforo tras rociar las paredes con aceite de cocina. No solo explosionó el gas y ardió la casa entera, sino también la madre. La vio atravesar el pasadizo como una antorcha humana, elevando los brazos al cielo, consumiéndose en un huracán de hollín y polvo, persiguiéndola para quemarse juntas. Rosario fue más rápida y aprovechó para escapar a grandes pasos, sin remordimientos ni equipaje alguno. Al arribar el camión bomberos, la madre salió a la calle cubierta en llamas, apuntando su dedo acusador sobre ella, quien intentaba esconderse detrás de los curiosos aglomerados en la acera. Los bomberos la rociaron de agua a manguerazos,  la arroparon con mantas, afanosos por salvarle la vida, y se la llevaron en la ambulancia, envuelta cual fardo funerario. Rosario creyó enloquecer de culpa. Algún tiempo después le devolvieron a la madre íntegra, cubierta de vendajes de los pies a la cabeza. Tuvo que hacerse cargo de ella durante sus largos meses de postración, cambiándole las compresas, ungiéndola con pomadas, preparándole las comidas, sentándola en sus rodillas para alimentarla y arrullándola en sus brazos por las noches, abrazándola como un bebé horrendo y achicharrado. Con los años, acabó por descuidar su apariencia y optó por atenerse a la idea de que había empezado a envejecer.

Las heridas no cicatrizaron, al menos no interiormente. Incluso tras recuperarse de sus hemorragias, la madre se negó a tolerar los esfuerzos de Rosario por encontrar algún caballero de condición casadera. Peor aún, se quejaba del ardor que germinaba bajo su piel y se hacía evidente en sus manos enrojecidas, en sus ojos sembrados de venas infinitas. Un día Rosario la vio, literalmente, echando humo por todos los costados. La observó en silencio, expectante ante la idea de que fuese a arder viva y se convirtiera en un puñado de cenizas al pie de las ruedas de metal, que solo tendría que barrer y botar al tacho de basura. Pero hubo que apagarla pronto. El humo se extendió hacia el corredor y las plantas se marchitaron sin remedio. Sentó a la madre desnuda en su silla y la hizo rodar por la empalizada, segura de que esta vez nadie dudaría de su instinto natural por salvarla. En realidad, confiaba en que la madre pereciera no tanto por su propio incendio, sino por la vergüenza. Así, tras recorrer casi todo el barrio, donde se había concentrado media vecindad a husmearlas de cerca, alguien les señaló el camino de la carnicería. La madre subía y bajaba los brazos, extasiada, como haciendo hurras, y fue tal el poder de su auto combustión  que, al encerrarla en la cámara frigorífica, disolvió el hielo incrustado hasta el techo y provocó una inundación en la cual varios perdieron sus enseres y sus mascotas. Quien perdió más fue el carnicero. Su mercancía entera se cocinó en bruto, y Rosario tuvo que hipotecar la casa donde había pensado envejecer sin contratiempos para abonar el importe de la carne que luego su madre terminó consumiendo allí mismo, antes de acostumbrarse a comerla cruda.

Por eso, para evitar problemas y futuras debacles, había que llevar a la madre a la carnicería apenas comenzaban sus dolores incendiarios, que ocurrían al menos tres veces por semana. El sistema justificó su eficiencia cuando a Rosario se le acabó el poco dinero que consiguió al empeñar la casa medio quemada, y se vio obligada a pagarle al carnicero con caricias apremiantes que los dejaban a ambos sin aliento. Ella, que creía haber postergado para siempre las urgencias de afecto, lo recibió en su dormitorio con una mezcla de expectación e ingenuidad. No obstante, la madre volvió a asomarse a la ventana, urdiendo nuevos artificios para el desplante. Apareció como un fantasma, sin los vendajes, con el cráneo pelado, los colgajos de piel reseca sobre las mejillas y los ojos de lechuza resplandeciendo entre las sombras. El carnicero huyó en calzoncillos, tal como estaba, convencido de haber visto un monstruo del averno, y no volvió a visitarla ni por curiosidad. Rosario abandonó sus vestidos más vistosos al fondo del armario, junto a los pomos de maquillaje y los tubos de carmín que se empolvaron al igual que el resto de la casa. Con el tiempo dejó también de examinarse al espejo. Prefería ignorar los mechones grises que se sembraban en su cabellera, los hendiduras alrededor de los ojos, los senos que sucumbieron a las leyes de la gravedad. La vejez la alcanzó en el blanco, terminó por parecerse a la madre, y no le quedó más remedio que ponerse la ropa que esta usaba antes del incendio.

Esa tarde perfumó a la madre con agua de colonia, le colocó un vestido de luto y le forró el cráneo con una peluca blanca adquirida especialmente para ella, tan larga que le ocultaba casi todo el rostro. Era comprensible, porque en la calle los niños se caían de sus bicicletas y los transeúntes se tropezaban persignándose, poniendo los brazos en cruz. A la larga, Rosario suponía que ella misma les resultaba igual de repulsiva, y en más de una ocasión las habían confundido por hermanas. De pie en la vereda, alzó la mano para detener un taxi. Aquello era un suplicio. No muchos conductores aceptaban que los pasajeros fumasen dentro del vehículo. Rosario no fumaba en absoluto, pero se veía obligada a encender un cigarrillo tras otro para disimular el olor a quemado que expedía la madre. En cualquier caso, su esperanza permanecía en vilo, segura de que algún taxista voluntarioso y amable le propondría matrimonio algún día y se refugiaría en su cuerpo de vieja doncella. La ilusión se diluía sin falta al momento de bajar del automóvil.

En el zoológico, Rosario le compró a la madre un algodón de caramelo de los grandes que la ocultaba por completo. La madre, por su parte, se regocijaba al ver a tantos animales enjaulados. Era la única ocasión en que sonreía, sacando a relucir la dentadura postiza y amarillenta. Le pedía que la acercara más y más ahí donde agonizaban las criaturas, que asomaban por los rincones de su prisión con ojos suplicantes, en los cuales Rosario creía reconocer su propia mirada. La madre aplaudía y ordenaba presurosa que la llevara a la próxima jaula, a los osos en peligro de extinción, o a los cocodrilos, sí, llévame a los cocodrilos. Rosario se comió las sobras del algodón y la empujó por el camino que conducía al área de las especies amazónicas, convenientemente ambientada con una vegetación algo exagerada. Allí, el canto de los petirrojos las hizo perder por un instante el sentido de la realidad. A sus oídos llegó también la megafonía de la oficina de administración, comunicando que ya pronto acabaría la hora de visita, y dieron la voz de alarma a los padres de los niños extraviados para que se acercasen a recogerlos. Rosario pensó que la madre también podía perderse. Claro que podía. Sin embargo, tarde o temprano habrían de encontrarla: la madre hallaría eternamente la manera volver.

Al fondo, los cocodrilos bostezaban indiferentes, abriendo sus enormes fauces, acomodados entre las piedras diseminadas al borde del agua. Rosario se detuvo al pie del precipicio. La madre no daba signos de querer moverse de su sitio, vigilando de lejos los movimientos de los reptiles que se extendían revolcándose en los pantanos cubiertos de lodo. Entonces, a Rosario la asaltó una certeza mortal, un pálpito sobre las sienes que se tornó insoportable, extendiéndose por el suelo hacia los límites del charco. Sin pensarlo dos veces, se aferró con firmeza a la silla de ruedas e inició el lento camino hacia el borde, atestado de cáscaras de fruta y envoltorios de golosinas. La madre solo se dio cuenta en el último momento, cuando giró la cabeza hacia atrás y, sin poder ver nada a través de la maraña de cabello artificial, exclamó:

—¿Qué haces?

La voz de la madre llegó desde muy lejos, pero Rosario no le respondió. Siguió conduciéndola hasta que las ruedas estuvieron a punto de iniciar por sí mismas el descenso hacia la orilla. Los cocodrilos lo advirtieron antes que ella, inquietos por el movimiento inusual, olisqueando las proporciones del banquete que se avecinaba próximo. La madre no acabó de comprender lo que sucedía, luchando por deshacerse de la peluca. De repente oyó el chapuzón y se sintió empapada, sumergida en un aguacero que le escurrió el vestido y la impulsó fuera de la silla de ruedas. En un instante consiguió ponerse de pie, pero Rosario no pensó que fuese un milagro. Los cocodrilos se lanzaron al ataque casi de inmediato, palpándola con el hocico, primero despacio y luego con presteza, excitados por el torrente púrpura que teñía el estanque y lo condimentaba con un sabor irresistible, mordisqueando el alimento que se disolvía como hostias en sus colmillos. En medio del festín, la madre caminó a tientas, agitando su bastón, llamándola a gritos, y vio a Rosario hundida en el agua, sonriente, ya sin extremidades. Antes de que le arrancaran el cuello de un solo bocado, Rosario tuvo un instante de felicidad al ver a su madre desorientada, arrastrando los pies de un extremo a otro, golpeando el suelo con el bastón, y luego todo quedó en tinieblas. Al caer la noche, a la hora de cerrar, el agua permanecía oscura. Al pie del lago, con la vista clavada en la orilla, aún estaba la madre.//∆z

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