En 1974 Werner Herzog recorrió a pie la distancia comprendida entre Munich y París para visitar a su amiga Lotte Eisner, que se encontraba gravemente enferma. Del caminar sobre hielo registra las notas de ese viaje sacrificial y se publica su primera traducción en nuestro país.

Por Juan Alberto Crasci

Una aproximación

Corría el año 1974. Herzog tenía treinta y dos años. Ya había filmado Aguirre, la ira de Dios (1972) en la selva amazónica peruana. Faltaban aún ocho años para la realización de Fitzcarraldo (1982), filmada en esos mismos escenarios naturales. En la primera, el equipo y los protagonistas escalaron montañas, talaron árboles para abrir rutas y navegaron rápidos en balsas construidas por aborígenes. En la segunda, transportaron un barco fluvial por tierra y lo cruzaron al otro lado de un monte de 500 metros de altura con la ayuda de un gran número de aborígenes que miraban con terror y desconfianza tanto a Herzog como a Klaus Kinski, actor fetiche del director, con quien mantenían una tensa y caótica relación de amistad. Entre esos dos grandes hitos del cine alemán y universal se erige uno no menor y que completa el significado de los otros: el de este sacrificio en clave de viaje, que llega a nosotros a través de la edición de Entropía.

Acto de fe

Herzog salió de Munich, rumbo a París, con un par de botas nuevas, una brújula y un bolso de mano. Tomé el camino más recto hacia París, con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie, escribió en el prólogo. Tardó 22 días en recorrer los 800 kilómetros que separan las dos ciudades –trayecto que se recorre en aproximadamente 10 horas en automóvil– y, mientras viajaba, anotaba sus pensamientos e impresiones. Cruzó pueblo tras pueblo, ciudad tras ciudad, se internó en bosques, durmió en posadas, en casas de familia, en graneros. La monotonía del paisaje lo llevó a preguntarse si había perdido el juicio. Realizó el viaje sumergido en un aura de irrealidad y sinrazón. Todo lo que lo rodeaba le parecía menos real que las películas que filmaba y miraba. Hizo dedo, pero renunció al mecanismo, con la firme convicción de que debía caminar, de que no debía desviarse de su propósito. La peregrinación era su ofrenda, su sacrificio. Lotte Eisner viviría en tanto él caminase. Y caminó. Y Lotte Eisner vivió nueve años más.

del caminar sobre el hielo

La naturaleza indomable

Europa. Noviembre y diciembre del año 1974. El invierno pegaba fuerte y Herzog caminaba. La peregrinación que destrozaba sus pies y su cordura al mismo tiempo funcionaba como la voluntad del ser humano por domar los aspectos más crueles de la naturaleza. Herzog, a pesar del padecimiento casi ritual al que se veía sometido por propia elección, intentaba quebrantar el poderío de las fuerzas naturales, como intentó hacerlo en Aguirre, la ira de Dios, en Fitzcarraldo, y en toda su obra fílmica. Caminó con lluvia, con viento, con nieve. Más sufría las inclemencias del clima, más avanzaba. Y no es anecdótica la mención a iglesias, capillas y cruces a lo largo de todas las entradas del diario: Herzog cargaba sobre sus espaldas su propia cruz. Sacrificaba su bienestar para que Eisner viviera.

Hay dos momentos del libro que iluminan esta lucha del ser humano contra la naturaleza. El primero: Herzog ve a dos cisnes con manchas grises en un río, nadando incesantemente contra la corriente. El segundo: A medida que avanza, con el frío cortándole la cara, piensa en los indios navajos marchando sin lamentos hacia su extinción. Herzog sabe que la naturaleza, suceda lo que suceda, ganará la guerra, aunque los hombres ganen batallas.

Un final

Herzog llegó muerto de cansancio a París el 14 de diciembre de 1974 y se desplomó en el departamento de Eisner con la tranquilidad de haber cumplido su cometido. Lotte Eisner vivía, y el futuro del cine alemán estaba a resguardo. Casi 37 años después de su edición original se publica en Argentina este texto, con traducción de Ariel Magnus y editado por Entropía. El tiempo transcurrido pone en perspectiva al libro con la obra fílmica del magnífico director alemán. Casi 37 años después Werner Herzog sigue ganando batallas en sus films. Empresas delirantes, gigantes, en las que se ponen en cuestión los límites de la tolerancia del físico y de la cordura del ser humano. Quizás sea esa la única forma de mantener la cordura: llevándola al límite de lo humanamente imaginable. //∆z