Dirigida por Oliver Stone y escrita por Quentin Tarantino, la película refleja fielmente la esencia de ambos directores y la caída del sueño americano.

Por Mauricio Pérez Gascué

 

 

 

Estamos frente a una película sin medias tintas. Todo aquel que la vio y la ama o la odia, estaría de acuerdo. Para aquellos que no la vieron, me gustaría incitarlos a hacerlo, ya que mucho se ha polemizado sobre ella, acerca de su contenido y de su forma. Lo interesante es que en esta polémica también están incluidos los que tuvieron que ver con el proceso creativo del film: pública fue la pelea cuando Tarantino (guionista) pidió que se lo retirara de los créditos, ya que la película lejos estaba de hacerle justicia a su guión. Stone (realizador) habría introducido cambios que perjudicaron la obra de Quentin. Lo llamativo es que esta película ajusticia a unos cuantos…

Inspirada en hechos y personajes reales, la película cuenta la historia de Micky, un asesino serial que se enamora de Mallory antes de emprender, juntos, un raid delictivo que atraviesa los Estados Unidos matando gente a diestra y siniestra, ante la atenta mirada de la prensa. En cuanto al contenido, ni la película, ni sus protagonistas (unos modernos Bonny & Clyde), dejan títere con cabeza: desde la sagrada institución de la “American Family”, pasando por la opinión pública, el sistema judicial, los medios de comunicación, “el cuarto poder” y todo lo que se les cruce por el camino.

Una de las polémicas de Asesinos Por Naturaleza es acerca de su violencia explícita, demasiado “gráfica”, que por momentos roza lo excesivo, pero que Stone consigue atenuar al darle un virtuosismo visual desde la puesta, el montaje, el sonido y todos los recursos a su mano. Consiguiendo escenas tan violentas como disfrutables, es llamativo entonces el desacuerdo Stone-Tarantino. En primer lugar porque la estética los emparentaba irremediablemente: desde subjetivas de proyectil a punto de penetrar a su víctima, pasando por planos detalles de armas blancas atravesando el aire en cámara lenta, hasta el paso del color al blanco y negro, para camuflar tanta sangre (todos recursos estilísticos que, desde ya, nos remiten a Kill Bill).

Sin embargo, la particular estética de la violencia extrema hace que la película, filmada con recursos cinematográficos y televisivos muy exagerados, se vuelque hacia un estado onírico y hasta surrealista, fiel reflejo de la violenta sociedad norteamericana y de la cruda realidad en la que estaba sumergiéndose la generación X post Reagan que, junto a Bush padre, venía de participar de la guerra del Golfo.

En fin, hay algo que no es menos cierto: Oliver Stone, uno de los directores más políticos que dio EEUU en los últimos 30 años, y QT, ícono de la violencia cinematográfica contemporánea, forman parte de aquellos auténticos asesinos por naturaleza, que, por haber honrado al cine (juntos o separados) están llamados a captura con recompensa y, eventualmente, a pena de muerte.