Stranger Things, la serie sensación de Netflix, homenajea sin vueltas las películas más significativas del cine norteamericano de los ’80. Amistad, monstruos indómitos y la mujer como héroe mítico.

Por Iván Piroso Soler

 Juguemos en el bosque

Cuán grande habrá sido la fe que le tenía Netflix a esta pequeña gran bestia como para haberla largado al bosque casi sin promoción. Hagamos memoria: desde el insistente trailer de Fundamentals of caring hasta los estridentes colores anunciando la nueva temporada de Unbreakable Kimmy Schmidt, variadas son las formas que tiene sitio de streaming más importante de Latinoamerica de inyectarnos hype con sus producciones. Poco de esto ocurrió con la ópera prima de los hermanos Duffer.

La propuesta es concisa y no por ello menos atractiva: en Hawkins, un pequeño pueblo en el interior de Indiana, un monstruo escapa de un laboratorio. La misma noche de la fuga, Will, un chico de diez años que jugaba Calabozos y Dragones en el sótano con sus amigos, desaparece en su vuelta a casa. Cuando Joyce (Winona Ryder en todo su esplendor) se entera de la desaparición de su hijo, se entrega completamente a la búsqueda, ayudada por los amigos del muchacho y una nena con extraños poderes. Es así como la implacable búsqueda de una madre desesperada revela los más oscuros secretos que guarda este apacible pueblito perdido en el corazón de los Estados Unidos de la década de los ’80.

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¿Lobo estás?

Desde E.T. hasta Encuentros cercanos del tercer tipo, son variadas las referencias que se reparten a lo largo de los ocho capítulos que componen la serie, algo evidente incluso para el ojo más perezoso. Sin embargo, hay mucho más detrás de los planos que nos recuerdan a los monstruos de Alien o a maneras de enfrentarse a Freddy Krueger en nuestras pesadillas.

Si hay algo que hizo grande a Hollywood y esas gemas inolvidables que se estrenaron treinta años atrás fue la manera en la que grandes temas se escabullían detrás de los recursos cinematográficos de las películas clásicas. Así como Cronenberg nos hablaba más del SIDA que de los peligros de la clonación en The Fly (1986) o George Romero describía mejor los vaivenes de la lucha de clases a lo largo de su saga de zombies que varios analistas políticos de la década de los ’80, Stranger Things recupera la tradición de una forma de hacer cine que se construye alrededor de la ciencia ficción y el género como excusa para hablar de los grandes temas de la vida. Ross y Matt Duffer nos intrigan con ese monstruo que deforma las paredes y tiene secuestrado a un niño que le habla a su madre a través de las luces de la casa, pero más nos quieren hablar sobre la amistad de un grupo de pibes y de cómo entablan relación con una niña de aspecto andrógino.

Juguetes perdidos

Winona Ryder no es la única apuesta fuerte de la serie. En su papel de Joyce nos muestra a una madre soltera fuerte y decidida, muy a pesar de lo que las autoridades y sus vecinos digan acerca de su cordura, en apariencia desbordada por la pérdida de su hijo menor Will y la incontinencia obsesiva del mayor, Jonathan. Y sin embargo hay otra estrella en el firmamento de la obra de los Duffer.

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Con su cabeza rapada, Millie Bobby Brown es Eleven (“El” para los amigos), una joven niña que escapa de un laboratorio gubernamental de las afueras del pueblo, dirigido por el doctor Martin Brenner (interpretado por Matthew Modine, otra estrella de los ochenta). En su carrera contra las autoridades se encuentra con Mike, uno de los amigos del niño desaparecido, que encabeza su propia búsqueda junto a sus amigos Lucas y Dustin (un superlativo Gaten Matarazzo). Con él establece una relación especial en la cual aparecen algunas contradicciones y también algunas idas y vueltas. Sin embargo, lo más interesante de Eleven es su pasado: debido a la experimentación con drogas psicotrópicas sobre su madre embarazada, adquirió poderes sobrenaturales que llamaron la atención del gobierno para operaciones ultra secretas.

Stranger Things no escapa, a pesar de su obsesiva intención de meterse en un VHS, a algunos debates de nuestros días. Así como en un artículo del portal Advocate, el periodista Daniel Reynolds habla de la serie como una gran metáfora de la homofobia, existe también un trasfondo complicado alrededor de la figura femenina de Eleven. A pesar de que el tronco argumental es tocado de lleno por el pasado genialmente retratado de la niña, este queda totalmente desdibujado hacia el final de la serie. Se sabe: la niña es el juguete nuevo de este grupo de chicos fanáticos de los juegos de rol y los superhéroes. Es atractivo y a la vez intrigante contar con un nuevo miembro del clan capaz de levantar objetos con la mente. No obstante ello, son ambiguas las señales que nos mandan los Duffer. Mientras, por un lado, agigantan la figura de esta nena con escalofriantes flashbacks de su tortuoso pasado reciente, su participación en la serie culmina de manera abrupta, decodificando una última caracterización de su existencia de la boca de uno de los muchachos, comparándola fugazmente con Yoda.

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Varias son las especulaciones acerca de Eleven y todas apuntan al desarrollo de su destino en una supuesta segunda temporada. Lo cierto es que las obras hay que juzgarlas por lo que efectivamente se ve, y de lo que fuimos testigos en esta primera temporada fue de un personaje que, con pocas líneas y muchos y poderosos gestos, se fue sin desplegar un potencial enorme. La periodista Lenika Cruz explica en un artículo para el portal The Atlantic que la verdadera Eleven, la mujer que salva a los varones en varias oportunidades, desapareció en ese epílogo de hospital y fue re-escrita como un superhéroe, una figura mítica de acción. Un mártir.

Pedirle a un producto de Netflix que reconfigure la forma en que se nos es impuesta la caracterización de las mujeres en la ficción sería demasiado. Sin embargo, es interesante poder tomarle el pulso a una serie que se presta para comparar cómo se escribía hace treinta años y cómo se escribe hoy. Las distancias son nada, a veces.//z